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sábado, 2 de junio de 2018

Comentarios de las lecturas de la solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo. 3 de junio 2018


Comentarios de las lecturas de la solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo. 3 de junio 2018

Domingo de la sexagésima (60 días) pascua.
La fiesta del Corpus Christi (el Cuerpo de Cristo) surgió en Bélgica en el siglo XIII, por devoción de un Movimiento Monástico de Adoración Eucarística, y gracias a un prodigio en el que el Pan Eucarístico sangró en las manos dubitativas de un sacerdote al norte de Roma.
El papa Urbano IV, con la bula ‘Transiturus’, fijó su fecha en el jueves posterior a la octava de Pentecostés.
Con este motivo, Santo Tomás de Aquino compuso ‘Pange Lingua’, uno de los cantos más hermosos del cristianismo.
Ya para el siglo XIV era una celebración con mucha fuerza en toda Europa, y el Concilio de Trento (siglo XVI) fomentó sus procesiones y el culto público del Cuerpo de Cristo.
La sangre de la alianza es el tema que se repite en todas las lecturas de hoy, en este Corpus del ciclo B.
En este ciclo B leemos en el evangelio la institución de la eucaristía.
Las palabras de Jesús sobre el cáliz, según la tradición de Marcos-Mateo, expresan el paralelismo con las palabras de la institución de la alianza sinaítica. Es un paralelismo de alianzas, en el que se marca a la vez la continuidad y la discontinuidad: la continuidad de una historia de revelación, de promesas, de misericordia de Dios para con los hombres; la discontinuidad en la novedad de la persona de Cristo, en el carácter personal de la sangre de la alianza, en los destinatarios, y en los bienes comunicados y participados.
El evangelio y la primera lectura presentan la continuidad de las formulaciones; la segunda lectura, en cambio, destaca la novedad de la entrega de la sangre de Cristo como sangre personal para una alianza personal -¡el perdón de los pecados!-.
La vida de JC, su fidelidad a la voluntad del Padre, se ha desplegado hasta llegar a este momento en que la fidelidad será culminada: el derramamiento de su sangre, el don total de su vida (cfr. 2. lectura).
La Eucaristía, por tanto, nos hace participar a los cristianos, de un modo vivo, real (cfr. lo absoluto de las afirmaciones: ¡"Es mi cuerpo... es mi sangre"!), en la comunión con aquella unión entre los hombres, realizada definitivamente en la vida y la muerte de Jesús de Nazaret.

La primera lectura del Libro del Éxodo (Ex 24, 3-8), nos narra cómo Moisés, mediante la sangre de unas vacas, fórmula de sacrificio, confirma la alianza del pueblo judío con Dios. Después, la sangre de Cristo confirmará la nueva alianza que dura para siempre.
El rito tiene lugar en la falda del monte; sólo Moisés es el intermediario, pero los protagonistas son Dios y su pueblo. La ceremonia tiene dos partes: la lectura y aceptación de las cláusulas de la Alianza (vv. 3-4), es decir, las palabras (De­cálogo) y las normas (el denominado Código de la Alianza); y, por otra parte, el sacrificio que sella el pacto.
La aceptación de las cláusulas se hace con toda solemnidad, usando la fórmula ritual: «Haremos todo lo que ha dicho el Señor». El pueblo, que ya había pronunciado este compromiso (19,8), lo repite al escuchar el discurso de Moisés (v. 3) y en el momento previo a ser rociado con la sangre del sacrificio. Queda así asegurado el carácter vinculante del pacto.
Al distribuir la sangre a partes iguales entre el altar, que representa a Dios, y el pueblo, se quiere significar que ambos se comprometen a las exigencias de la Alianza. Hay datos de que los pueblos nó­madas sellaban sus pactos con sangre de animales sacrificados. Pero en la Biblia no hay vestigios de este uso de la sangre. El significado de este rito es probablemente más profundo: puesto que la sangre, que significa la vida (cfr Gn 9,4), pertenece sólo a Dios, únicamente debía de­rramarse sobre el altar, o usarse para un­gir a las personas consagradas al Señor, como los sacerdotes (cfr Ex 29,19-22). Cuando Moisés rocía con la sangre del sacrificio al pueblo entero, lo está consagrando, haciendo de él «propiedad divina y reino de sacerdotes» (cfr 19,3-6).
 La Alianza, por tanto, no es únicamente el compromiso de cumplir los preceptos, sino, ante todo, el derecho a pertenecer a la nación santa, posesión de Dios.

El salmo responsorial (Sal 115). 115,12-13. 15 y 16bc. 17-18 ), habla de un sacrificio de alabanza por haber salvado al salmista del peligro de la muerte. Leído en clave cristiana, lo entendemos en sentido eucarístico: la fracción del pan como sacrificio de alabanza por haber salvado a Cristo de la muerte.
Así repetimos en la estrofa: "Alzaré la copa de salvación, invocando el nombre del Señor"
Así comenta El Papa emérito Benedicto XVI este salmo: "El Salmo 115, en el original hebreo, forma parte de una sola composición junto al salmo precedente, el 114. Ambos, constituyen una acción de gracias unitaria, dirigida al Señor que libera de la pesadilla de la muerte.
En nuestro texto aparece la memoria de un pasado angustiante: el orante ha mantenido alta la llama de la fe, incluso cuando en sus labios surgía la amargura de la desesperación y de la infelicidad (Cf. Salmo 115,10). Alrededor se elevaba como una cortina helada de odio y de engaño, pues el prójimo se demostraba falso e infiel (Cf. versículo 11). Ahora, sin embargo, la súplica se transforma en gratitud, pues el Señor ha sacado a su fiel del torbellino oscuro de la mentira (Cf. versículo 12).
El orante se dispone, por tanto, a ofrecer un sacrificio de acción de gracias en el que se beberá el cáliz ritual, la copa de la libación sagrada que es signo de reconocimiento por la liberación (Cf. versículo 13). La Liturgia, por tanto, es la sede privilegiada en la que se puede elevar la alabanza agradecida al Dios salvador.
3. De hecho, además de mencionarse el rito del sacrificio se hace referencia explícitamente a la asamblea de «de todo el pueblo», ante la cual el orante cumple su voto y testimonia su fe (Cf. versículo 14). En esta circunstancia hará pública su acción de gracias, consciente de que incluso cuando se acerca la muerte, el Señor se inclina sobre él con amor. Dios no es indiferente al drama de su criatura, sino que rompe sus cadenas (Cf. versículo 16).
El orante salvado de la muerte se siente «siervo» del Señor, hijo de su esclava (ibídem), bella expresión oriental con la que se indica que se ha nacido en la misma casa del dueño. El salmista profesa humildemente con alegría su pertenencia a la casa de Dios, a la familia de las criaturas unidas a él en el amor y en la fidelidad.
4. Con las palabras del orante, el salmo concluye evocando nuevamente el rito de acción de gracias que será celebrado en el contexto del templo (Cf. versículos 17-19). Su oración se situará en el ámbito comunitario. Su vicisitud personal es narrada para que sirva de estímulo para todos a creer y a amar al Señor. En el fondo, por tanto, podemos vislumbrar a todo el pueblo de Dios, mientras da gracias al Señor de la vida, que no abandona al justo en el vientre oscuro del dolor y de la muerte, sino que le guía a la esperanza y a la vida.[1]

En la segunda lectura (Hebreos  9, 11-15), El presente pasaje, particularmente los versículos 11-14, constituye el centro de la cristología de Heb, el núcleo de todo el escrito. El lenguaje es cultual; sin embargo, no es la acrítica comprensión del culto la que proyecta luz sobre el misterio de Cristo, sino que la cruz de Cristo da un contenido insospechado a las categorías cultuales. Lo primero que el autor pone ante nuestros ojos es el misterio del proceso personal de Jesucristo (9,11-12); sólo después, y a su luz, aborda el proceso de nuestra salvación (9,13-14).
En Heb, la clave para comprender el misterio de Jesús es su muerte; la muerte de Jesús fue un sacrificio, el sacrificio del mismo Jesús. «Cristo... entró de una vez para siempre en el santuario... mediante su propia sangre». La reiterada alusión a la sangre de Jesucristo responde al lenguaje cultual del autor; pero no debe constituir una trampa para nosotros: no debemos pensar confusamente que lo importante en la muerte de Jesús fue su sufrimiento o el derramamiento material de su sangre. Para Heb, la cruz de Jesús es la revelación del gran misterio de su libertad entregada. El sacrificio de Jesús fue la libre y esforzada entrega de su «yo» personal a Dios (10,4-10). El sufrimiento y la muerte son la prueba, el signo y la realización de su donación.
Partiendo de ahí se recupera y trasciende todo el lenguaje cultual. Jesucristo «entró en el santuario» (9,11), «en el mismo cielo» (9,24), es decir, se presentó ante Dios. Pero no después ni más allá de su cruz, sino en ella; su generosa donación selló su comunión personal con Dios. Así consiguió también la «perfección»: no más allá de los sufrimientos, sino en ellos (2,10), ya que en ellos aprendió la obediencia plena a Dios (5,8-9). Y fue también en el ofrecimiento de sí mismo, no después ni al margen de él, cuando Jesucristo fue consagrado «sumo sacerdote de los bienes definitivos» (9,11); la entrega de Jesucristo al Padre es perfecta y eterna, constituye la misma definición del Salvador sacrificado. En la raíz de esta potente visión se halla la fe fundamental: Jesucristo es el Hijo llegado a la perfección (7,28).
Ese sacrificio personal ofrece realmente a los hombres (dimensión pasiva) la posibilidad de su entrega personal a Dios (dimensión activa), en la cual consiste la "purificación de la conciencia" (9,14), la verdadera salvación. Por eso, Jesucristo es el mediador de la nueva alianza (9,15-23), es decir, de la comunión personal y libre del hombre con Dios.
Fijémonos en algunas expresiones del texto: -"Cristo ha venido como sumo sacerdote de los bienes definitivos": El autor de los Hebreos explica el sacrificio de Cristo a partir de elementos comparativos del AT, pero con un cambio radical de su significado.
-"... ha entrado en el santuario una vez para siempre...": Como el sumo sacerdote en la celebración del Yom-Kippur entraba en el interior del santo de los santos, única ocasión anual, Cristo ha accedido una vez para siempre a Dios. Y esta entrada en la santidad de Dios la realiza a través de un tabernáculo que no pertenece al mundo de los hombres: es su mismo cuerpo renovado por la resurrección.
-".... consiguiendo la liberación eterna": Esto ha sido posible no por un sacrificio ritual, sino por el ofrecimiento de sí mismo. Inaugura de este modo el culto auténtico (personal, espiritual y perfecto) cuya eficacia es definitiva.
-"...Cristo, que, en virtud del Espíritu Santo, se ha ofrecido a Dios": Cristo es a la vez el sacerdote y la víctima. Es una víctima sin mancha, no en el sentido físico como pedía la Ley, sino por su falta de pecado y de complicidad con el mal. Es un sacerdote capaz, porque tiene el Espíritu: posee la fuerza de ofrecerse a sí mismo en obediencia a la voluntad de Dios y en solidaridad fraterna con los demás hombres y esta fuerza se eleva hasta Dios, como el fuego de los antiguos sacrificios.

El evangelio hoy es de San Marcos (Mc 14, 12-16.22-26) , El texto forma parte del relato de la pasión. o mismo que los preparativos de la entrada en Jerusalén en Mc. 11, 1-6, los preparativos de la cena reproducen un modelo de actitud soberana, dueña en todo momento de la situación.
Los preparativos de la Cena de Pascua (vs. 12-16). Propiamente hablando, Pascua y Ácimos eran fiestas contiguas pero diferentes. Los Ácimos comenzaban finalizado el día de pascua y duraban siete días. Sin embargo, el sentir popular, tal como lo conocemos por Flavio Josefo, unificaba ambas fiestas. Es este sentir popular el que recoge Marcos en el v. 12. A partir de aquí el relato tiene una estructura igual a la de los preparativos para la entrada en Jerusalén (cfr. Mc 11, 1-4). Con clarividencia sobrehumana Jesús prevé el curso de las situaciones. Estas acontecen tal y como él las ha dispuesto. En los preparativos para la entrada en Jerusalén Jesús era el Señor, en los preparativos de la Pascua es el Maestro. El Maestro dispone su espacio de enseñanza, su sala, su escuela. Es probablemente el homenaje literario de Marcos escritor a Jesús, el gran desconocido. Es probablemente la protesta de Marcos escritor por la injusta crueldad de los hechos. Página llena de ternura y amor, cuando la incomprensión y la cerrazón parecen ser más bien los dueños de los acontecimientos. El maestro es Jesús.
La Cena (vs. 22-26). El Maestro basa su enseñanza en el pan partido

en trozos y el vino bebido a sorbos. Esto es mi cuerpo. Esto es mi sangre. Así es mi cuerpo. Así es mi sangre. Cuerpo y sangre como expresión de la totalidad de la persona según la antropología bíblica. El cuerpo es la dimensión empírica de la persona; sangre es su dimensión espiritual. Un pan partido en trozos, un vino dividido en sorbos: esto es el cuerpo del Maestro, esto es su sangre. Esto es su persona, rota y ensangrentada. El Maestro ve, describe su inminente y cruel fin.
Vemos como  el autor se centra en dos gestos de Jesús; el pan partido y repartido; el vino repartido. En ambos casos a la notificación del gesto por parte del autor sigue la interpretación del gesto a cargo de Jesús. A la interpretación del gesto de la copa siguen otras palabras de Jesús sobre su destino personal en perspectiva de futuro glorioso. El texto se cierra con una indicación del autor, preparatoria del arresto de Jesús en Mc 14, 32.
Pero este fin no es un final. La historia sigue, su historia personal sigue. El Maestro ve y describe el triunfo del Reino de Dios. Allí estará él, brindando con vino nuevo. La Cena, pues, se abre a la esperanza, a la vida, a la apoteosis. Por eso, a la salida de la Cena el autor le da rasgos de salida triunfal.

Para nuestra vida.
Hoy celebramos una fiesta entrañable para nosotros. Hoy celebramos lo único que realmente podemos celebrar los cristianos y aun los hombres todos. Porque hoy celebramos el amor de Dios, que Dios es amor y que nos ama desmesuradamente.
Frente a tantas elucubraciones de sabios y eruditos, que a veces desfiguran el rostro de Dios y nos lo hacen terrible o inaccesible, la fiesta del Corpus nos descubre el verdadero rostro de Dios, que es su amor por nosotros, hasta el colmo del sacrificio del cuerpo y de la sangre de su propio Hijo "por nosotros".
Por eso es importante despojarnos de prejuicios y escuchar con atención y sencillez la palabra de Dios. Lo que Dios nos ha manifestado sobre sí mismo en su Hijo Jesucristo.
Centradas las lecturas de este ciclo B en la sangre de Cristo, aparece con este signo más clara la idea de alimento y de salvación. Pues sabemos que la sangre transporta el alimento a las células y como la sangre mediante transfusiones salva vidas. Ya desde antiguo se veía en este líquido rojo un signo importante como signo de compromiso, como vemos en la primera lectura. Por otra parte también se suele decir de los hijos, “son sangre de mi sangre”, o se dice “hermanos de sangre”, para hacer referencia a una unión más especial. Todos esos signos se vuelven más diáfanos este día; pues es la sangre de aquel Dios hecho hombre la que nos da la vida que viene del Padre, la que alimenta a este cuerpo que es su Iglesia, la que nos salvó de la muerte eterna o la que selló y confirmó una nueva alianza de Dios con los hombres.
Se sugiere en el texto  lo que hemos de hacer del amor a Dios y a los hermanos nuestra mejor misión. Amemos con más entrega a los que más nos necesitan: los más pobres, los que nadie quiere.
Para nosotros creyentes del siglo XXI es importante recordar que Jesucristo, en la Última Cena, al instituir la Eucaristía, utiliza los mismos términos que Moisés utiliza en la primera lectura «sangre de la Nueva Alianza», indicando la naturaleza del nuevo pueblo de Dios, que, habiendo sido redimido, es en plenitud «pueblo santo de Dios» (cfr Mt 26,27 y par.; 1 Co 11,23-25).
El Concilio Vaticano II enseña la relación de esta Alianza con la Nueva, precisando el carácter del verdadero pueblo de Dios que es la Iglesia: «(Dios) eligió como suyo al pueblo de Israel, pactó con él una Alianza y le instruyó gradualmente revelándose en Sí mismo y los designios de su voluntad a través de la historia de este pueblo y santificándolo para Sí. Pero todo esto sucedió como preparación y figura de la Alianza nueva y perfecta que había de pactarse con Cristo y de la revelación completa que había de hacerse por el mismo Verbo de Dios hecho carne. (...) Este pacto nuevo, a saber, el nuevo Testamento en su sangre (cfr 1 Co 11, 25), lo estableció Cristo convocando un pueblo de judíos y gentiles, que se uniera no según la carne, sino en el Espíritu, y constituyera el nuevo Pueblo de Dios» (Lumen Gentium, nn. 4 y 9).
Hoy en el día del Corpus no podemos olvidar que Dios nos encomienda vivir lo que hemos celebrado. Por eso la Eucaristía celebra la vida y nos da fuerza para la vida. Cuando el sacerdote nos dice "Podéis ir en paz" nos está enviando al mundo. Es como si Jesús nos dijera: "Tomad, comed y vivid el amor". Es esta la segunda procesión del Corpus, la que emprendemos cada día hacia la calle, hacia el trabajo o hacia la escuela como mensajeros del amor de Dios. El hombre de hoy tiene hambre de verdad y de plenitud, tiene hambre de Dios.

La primera lectura nos habla de la Alianza. Dentro de la profunda experiencia que el pueblo hace de la manifestación de Dios en el Sinaí, la celebración de la alianza ocupa un lugar privilegiado. Así, todo el pueblo participa en este misterio que afecta realmente al futuro de todos. Yahvé, por medio de Moisés, propone la alianza (v 3): él será el Dios de Israel, es decir, su libertador, su defensor, su realizador. Y el pueblo será el pueblo de Yahvé: con toda libertad construirá su personalidad de acuerdo con la voluntad de Dios. Inmediatamente se escribe un memorial -el libro de las palabras de Yahvé- y se erige un testimonio: doce piedras (v 4c), las cuales recordarán las doce tribus que presenciaron el compromiso de todo el pueblo con Yahvé. Después, la alianza es sellada con sangre como era costumbre en la antigüedad (5.6.8). Por eso se sacrifican víctimas: unas se ofrecen en holocausto, es decir, se queman por completo; otras se inmolan como víctimas pacíficas o de comunión, dando lugar al banquete ritual, que significaba la comunión del pueblo con Dios.
Como dirán los profetas de la crisis religiosa del tiempo de la monarquía, la alianza es una relación de amor. Vida y amor siempre nuevos, siempre reanudados, siempre abiertos a todos los caminos de la comunión y de la manifestación en la imaginación, de la búsqueda constante. Vida y amor de todos los tiempos, pero especialmente del ahora, ya que tanto una como otro son realidades presentes que fluyen del pasado hacia el futuro, pero siempre terriblemente actuales. De ahí que exijan una dinámica constante de conversión, de apertura a la renovación. De ese modo, la sangre de las víctimas derramada sobre el altar y sobre el pueblo cobra todo el significado de sello vital de la alianza contraída. Participar de una misma sangre es establecer el vínculo familiar o entrar en comunión de vida. En la celebración de la alianza, la sangre de las víctimas es vínculo de unión entre Dios -el altar representa a Yahvé- y el pueblo, los cuales, a partir de ahora, serán los grandes aliados, partícipes de una misma vida y amor.
Este texto es paralelo a los que narran la institución de la eucaristía. De este modo contemplamos la antigua alianza y la nueva. Sin embargo, la primera, a pesar de su realidad histórica eficaz, no es más que una imagen de la segunda, la nueva y definitiva alianza de Dios con toda la humanidad. En la eucaristía descubrimos en una única persona las características de mediador, sacerdote, víctima y altar, que hacen que la acción de Jesús, ofreciéndose en oblación al Padre, sea la alianza definitiva y universal de toda la humanidad con Dios para siempre. Por esta razón Jesucristo  es el mediador de una alianza nueva: para que, después de una muerte que librase de los delitos cometidos bajo la primera alianza, los llamados puedan recibir la herencia eterna, objeto de la promesa.

El salmo responsorial, nos brinda la expresión más adecuada, para expresar nuestro agradecimiento al hecho de la Eucaristía, en la que Jesucristo sigue ofreciendo la copa santa como gesto de alianza, de perdón, de amistad, “¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Alzaré la copa de la salvación, invocando su nombre” (Sal 115).
Quien acepte beber de este cáliz con respeto y dignidad, se lleva la prenda de la vida futura, porque aquel que come del pan partido en la Mesa del Señor, y bebe de la Copa de la Salvación, recibe vida eterna.
La Eucaristía es sacramento de la presencia real de Jesucristo y en ella se prolonga la hospitalidad divina. Con ese gesto, Jesús nos ofrece la señal más auténtica de su amistad y entrega generosa.
Así comenta el Papa emérito Benedicto XVI, este salmo:[2] " Concluimos nuestra reflexión encomendándonos a las palabras de san Basilio Magno que, en la Homilía sobre el Salmo 115, comenta la pregunta y la respuesta de este Salmo con estas palabras: «"¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Alzaré la copa de la salvación". El salmista ha comprendido los muchos dones recibidos de Dios: del no ser ha sido llevado al ser, ha sido plasmado de la tierra y ha recibido la razón…, ha percibido después la economía de salvación a favor del género humano, reconociendo que el Señor se entregó a sí mismo como redención en lugar nuestro; y busca entre todas las cosas que le pertenecen cuál es el don que puede ser digno del Señor. ¿Qué ofreceré, por tanto, al Señor? No quiere sacrificios ni holocaustos, sino toda mi vida. Por eso dice: "Alzaré la copa de la salvación", llamando cáliz a los sufrimientos en el combate espiritual, a la resistencia ante el pecado hasta la muerte. Es lo que nos enseñó, por otro lado, nuestro salvador en el Evangelio: "Padre, si es posible, que pase de mí este cáliz"; o cuando les dijo a los discípulos: "¿podéis beber el cáliz que yo he de beber?", refiriéndose claramente a la muerte que aceptaba por la salvación del mundo» (PG XXX, 109).

(...)
Queridos hermanos y hermanas:
El Salmo que hemos cantado al principio lo cita san Pablo a los cristianos de Corinto diciéndoles: «Teniendo el mismo espíritu de fe, según lo que está escrito: "Creí, por eso hablé", también nosotros creemos y por eso hablamos» (2 Co 4,13). Como el Salmista, el Apóstol siente serena confianza, a pesar de los sufrimientos y debilidades humanas, dando gracias al Señor que nos libra de la angustia de la muerte.
El orante, junto con la comunidad, da testimonio de la propia fe al sentirse salvado de la muerte y profesa con alegría que pertenece a la casa de Dios, a la familia de las criaturas unidas a Él en el amor y la fidelidad. Su testimonio es para todos un estímulo para creer y amar al Señor que, al salvarlo del dolor y de la muerte, lo guía hacia la esperanza y la vida.".

En la segunda lectura escuchamos unas bellas y certeras palabras. Describen el papel sacerdotal y sacrificial de Jesús, el Mesías. Y es que la sangre de Cristo, vertida por nuestros pecados, purificará para siempre a los redimidos y por Él y, asimismo, purificará las conciencias de quienes –con entrega y sinceridad—siguen su camino.
Porque la sangre de Cristo hace lo que la sangre de los animales nunca pudo hacer: cambiar nuestros corazones y nuestras personalidades. La carta a los hebreos, de inspiración paulina, lo dice: «Porque si la sangre de los machos cabríos y de los becerros y las cenizas de una ternera . . . eran capaces de conferir a los israelitas una pureza legal, meramente exterior, ¡cuánto más la sangre de Cristo purificará nuestra conciencia de todo pecado . . . [y] de las obras que conducen a la muerte, para servir al Dios vivo!».
La sangre de Cristo nos transforma interiormente para librarnos de las obras de la muerto para poder servir a Dios. Ya no es cosa de una ley exterior que no podemos cumplir. Ahora es cosa de un poder vivo que hace verdaderamente posible la vida abundante.
"No usa sangre de machos cabríos, ni de becerros, sino la suya propia..." (Hb 9, 12). El Misterio de la Redención alcanza cotas muy altas en la Eucaristía. Hemos de recordarlo de modo especial hoy, día en que se celebra la gran fiesta del Corpus Christi, en la que los cristianos rendimos adoración al Santísimo Sacramento del altar, le tributamos el culto supremo a Jesús sacramentado. Él quiso derramar su sangre en sacrificio de expiación por nosotros.
Antes esta realidad el autor de Hebreos exclama: "Si la sangre de los machos cabríos... tienen el poder de consagrar a los profanos, ¡cuánto más la sangre de Cristo que, en virtud del Espíritu eterno se ha ofrecido a Dios como sacrificio sin mancha, podrá purificar nuestra conciencia de las obras muertas, llevándonos al culto del Dios vivo!".

El fragmento del Evangelio de San Marcos que se proclama hoy, narra con precisión y maestría el momento de la Instauración del Sacramento de la Eucaristía.
El texto evangélico nos presenta el relato de la última cena de Jesús omitiendo los versículos referentes a la traición de Judas (vv 17-21). Esta cena inaugura el relato de la pasión en los cuatro evangelistas. La víspera de su martirio, Jesús se prepara a interpretar el sentido de su muerte ante sus discípulos.
"El primer día de los ázimos..." (Mc 14, 12). Los ázimos es el nombre que recibían los panes preparados sin levadura, para comerlos durante los días de la Pascua. El pan de días anteriores, confeccionados con levadura, tenía que haberse consumido ya, o ser destruido, pues se consideraba que la fermentación de la masa ludiada era una especie de impureza, incompatible con la fiesta pascual.
Pero más importante que el pan ázimo, era el cordero inmolado en esa fiesta. Se recordaba así la sangre de aquellos corderos con la cual se tiñeron los dinteles de las casas en Egipto de los hebreos, librándolos así de la muerte...En la nueva fiesta pascual, en la Pascua cristiana, Jesucristo es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, como lo recordamos antes de la comunión de su Cuerpo y su Sangre, Alma y Divinidad. En ese momento se nos recuerda, con palabras del Apocalipsis, que estamos invitados a la cena nupcial del Señor.
Toda su vida entregada a la voluntad del Padre en el anuncio del Reino desemboca en el rechazo de los hombres. Jesús asume este rechazo, incluso a costa de su propia vida, por fidelidad a su donación a la voluntad del Padre. El recuerdo del Éxodo, la muerte del cordero inmolado, el simbolismo del vino-sangre... y del pan partido... son los elementos de la cena pascual que sirven a Jesús para presentar el sentido salvífico de su muerte.
"Esto es mi cuerpo... esta es mi sangre... de la alianza". Jesús se mueve en un clima estrechamente sacrificial. En los antiguos sacrificios la víctima era el vínculo de unión entre los hombres y la divinidad. Con la entrega sacrificial de su propia vida, Cristo quiere ser el instrumento de unidad entre Dios y los suyos. La mención de la sangre "de la alianza" une este texto a la primera lectura de hoy (Ex 24,8).
"Derramada por todos". Del mismo modo que en los sacrificios era derramada la sangre sobre el altar, así Cristo derrama la suya en su muerte martirial. La sangre de los sacrificios tenía carácter expiatorio: cubre los pecados y reconcilia al oferente con Dios. La muerte de Cristo lo introduce en la plena comunión con Dios que es la vida del Resucitado, por eso no le afecta tan sólo a él, sino que repercute en "todos", es decir, en la humanidad entera.
" ... beberé el vino nuevo en el Reino de Dios". La era mesiánica se compara con frecuencia con un banquete . Jesús volverá a beber el vino de la bendición en la Pascua eterna que celebrará en el Reino de su Padre con todos los redimidos.
Las palabras de Jesús que nos muestra Marcos han sido, desde hace muchos siglos, la fórmula litúrgica en el momento de la consagración: “Esto es mi cuerpo. Esta es mi sangre”.
Jesús no nos dijo pronunciad estas palabras en memoria mía, sino "haced", es decir "vivid". No hay de verdad Eucaristía si no tenemos los sentimientos que tuvo Jesús, si no intentamos entregarnos y amarnos como Él nos ama. La fracción del pan --nombre con el que los primeros cristianos designaban a la Eucaristía-- es un gesto que a menudo pasa desapercibido, pero sin embargo refleja perfectamente lo que Jesús quiso enseñarnos al partirse y repartirse por nosotros.
Tenemos que comprender, que el cristianismo , que viene de Cristo, en quien hemos visto el amor de Dios, es la religión del amor, de la caridad, de la solidaridad. El verdadero culto, que nos recordaba Pablo, el culto que expresamos insuperablemente en la eucaristía, es la praxis del amor cristiano. Recientemente, Juan Pablo II, al hacernos partícipes de su gran preocupación y solicitud por los problemas sociales, hacía un angustioso llamamiento a la solidaridad como alternativa a un mundo que presume de desarrollo y progreso, cuando lo que más se desarrolla y progresa es el abismo que separa al Norte del Sur, a los ricos de los pobres.
Hoy, fiesta del cuerpo y de la sangre de Cristo, es el día de la caridad. Caritas quiere ser el instrumento que facilite y canalice el amor de todos los cristianos, para que el amor de los cristianos no se reduzca a limosnas, sino que sea de verdad amor y sea eficaz. Porque la exigencia del amor cristiano no es dar de lo que nos sobre, ni siquiera quitarnos lo que necesitamos. El amor de Dios nos urge a crear un mundo más humano, más justo, más solidario, más igual, donde se ponga fin al estigma de la pobreza, del abandono, del paro, del hambre y de la desesperación de la mayoría.

Rafael Pla Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com



[1] Benedicto XVI: «¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?». Ciudad del Vaticano, miércoles, 25 mayo 2005
[2] Benedicto XVI: «¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?». Ciudad del Vaticano, miércoles, 25 mayo 2005

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