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jueves, 15 de marzo de 2018

Comentario de las Lecturas del V Domingo de Cuaresma. 18 de marzo 2018.

Los contenidos de las lecturas litúrgicas de estos días, son un adelanto del Triduo, en nuestro camino hacia la Pascua.
La primera lectura del libro de Jeremias (Jr, 31, 31-34), está entresacada de lo que se denomina el "Libro de la Consolación" de Jeremías (cap. 30-33: la mayor parte de su contenido se refiere a la promesa de salvación que Dios dirige a su pueblo) en el que el profeta dirige a su gente un mensaje de esperanza. Los versículos que hoy leemos son los más importantes de este libro ya que el Señor afirma solemnemente el valor eterno de la nueva alianza: por eso estas palabras no son una pintura más de lo que acaecerá a Israel tras la vuelta del destierro sino que delinean un futuro lejano en el que entrará en vigor esta nueva alianza.
En un primer momento estas palabras fueron dirigidas a los habitantes del reino del Norte que habían quedado en Israel tras la deportación a Asiria (722/21 a. de Xto.). Y las alusiones a Judá hacen que este mensaje profético adquiera un marco geográfico más amplio y universal ya que se dirigen a todo el pueblo de Dios.
Las promesas de los vv. 31-34 parece que hay que colocarlas en el tiempo de la reforma de Josías. No se hace alusión a la destrucción del templo. Era un momento políticamente tranquilo. El profeta quiere presentarnos esta nueva alianza como un gran don divino.
En cada v. se repite "oráculo del Señor". Con esta fórmula se quieren presentar como palabra de Dios que tiene autoridad y merece credibilidad. Se trata de una alianza nueva que Dios hará con la casa de Israel y de Judá. Se alude a la alianza hecha con los padres. A esta no se la llama antigua porque el hecho de la elección retorna continuamente en las fórmulas de profesión de fe y en los textos cultuales del AT. La alianza nueva se refiere a la del Sinaí en cuanto ésta es el acontecimiento fundamental que ha hecho del pueblo de Israel el pueblo de Dios. Después del Sinaí ha habido nuevas estipulaciones de la alianza.
Se trata de un oráculo que podemos dividir en dos partes:
-Vs. 31-33a: la nueva alianza no será como la del Sinaí.
Jeremías empieza su oráculo con la típica fórmula del "vendrán días" que evoca la espera de algo radicalmente nuevo: el cambio de la alianza sinaítica por otra nueva. ¿Y en qué consiste esta novedad? No en la promulgación de una nueva ley sino en el hecho de que nunca se quebrantará ("leit-motiv" de la primera parte). El Señor, siempre quiso establecer relaciones de amistad duraderas con su pueblo, pero éste siempre traicionó a Dios yéndose tras los caprichos de su corazón (v. 32b). El profeta es testigo directo de los infatigables esfuerzos del rey Josías para que el pueblo se mantuviera fiel a la alianza del Sinaí que el mismo renovó, pero todos estos esfuerzos fueron inútiles ya que todo ser humano es débil. La verdadera raíz de la amistad, de la fidelidad... no radica en promesas hechas con la boca solamente sino que nace del interior humano (=tablilla del corazón: cfr. 2, 21; 17,1).
Y ante esta experiencia tan negativa del pueblo, ¿cómo puede hablar el profeta de una amistad duradera y estable? ¿no será un iluminado, un iluso? Veamos lo que nos dicen los vs. siguientes.
Vs 33b-34: La nueva alianza nunca se quebrantará porque Dios la inscribe no sobre unas losas de piedra (Ex. 31, 18; 34, 28ss...) sino en el interior humano. Y si las antiguas exhortaciones, admoniciones, prescripciones... a cumplir la alianza nunca resultaron eficaces se debió al hecho de su inutilidad para llegar al corazón o interior humano, verdadera sede de toda decisión humana (cfr Dt. 30, 11-14). La alianza no puede consistir en el cumplimiento de una serie de leyes sino que exige una relación entre las partes sincera, nacida del interior. Por eso la novedad de esta alianza consiste en la interiorización del compromiso, en la vivencia de una religión personal, interior, por todos y cada uno de los miembros de la comunidad. Hacer lo ordenado por el Señor coincidirá entonces con la decisión libre y espontánea de cada uno de los miembros del pueblo de Dios. Ni se exigirá siquiera la explicación de los mandatos divinos porque todos se adherirán al Señor, le temerán, le amarán y escucharán su voz de todo corazón (sentido de conocer del v. 34).
"Desde el pequeño al grande", sin ninguna distinción personal, todos conocerán a Dios. "Conocer" para Jeremías es como "creer" para el evangelista Juan. Es aceptar a Dios con todas las consecuencias y riesgos. Entonces no habrá pecados, porque todos estarán en Dios.
A este nuevo estado de cosas, a estas relaciones vivas y experimentales con Dios y los hombres, a esta humanidad -Israel y Judá- donde está ausente la hipocresía y el fariseísmo, las apariencias y el qué dirán, todos los subterfugios y disimulos, Jeremías llama el Pueblo de la NUEVA ALIANZA. Cristo la selló con su sangre. Miles de personas han derramado la suya para vivirla. Millones y millones siguen sirviéndose de ella como de tarjeta de invitación que les abra muchas puertas en la sociedad humana y, si posible fuera, también en la celestial.
Y esta nueva alianza se anuncia para un futuro. La ley es la misma: los mandatos divinos (Jer. 5, 4; 8, 7) las palabras del Señor (6, 19) que como dijo Jesús, se resumen en el amor a Dios y al prójimo (Lev. 19, 18; Dt. 6, 5; Mt. 22, 37.39; cfr.Rom. 13, 8-10).
Ya no hay posibilidad de nuevas alianzas. La de Jeremías se cumplió en Cristo. Ojalá cuantos llevan su nombre escuchen la voz de su conciencia en que Dios ha grabado indefectiblemente sus designios de amor, su voluntad salvífica universal.
"Vienen días...". Dimensión escatológica de la obra de Dios. Para juzgar definitivamente al hombre y al mundo, que tan a menudo nos parece tan mal construido, hay que esperar el final.
-"Una nueva alianza". "He aquí la sangre de la alianza, nueva y eterna".
-"Pondré mi ley en su interior y sobre sus corazones y la escribiré". Se anuncia una comunión perfecta y espontánea con Dios.
-"Ya no tendrán que adoctrinar más..." No será ya necesario un código de moral exterior. Entre dos auténticos enamorados no se precisa código alguno porque cada uno se da espontáneamente a la felicidad del otro. "Ama y haz lo que quieras", dirá S. Agustín. Dios sueña en esta perfección del amor.
Y si nos escandalizamos de estas fórmulas es que no hemos entendido lo que es el amor. Lejos de provocar una actitud para que hagamos lo que nos dé la gana, esta fórmula es una exigencia más fuerte aún que todos los códigos morales. Siempre acaba uno librándose de una norma precisa, pero nunca se acaba el querer agradar a aquél a quien se ama.
El pecado humano es siempre el gran obstáculo que impide la unión con el Señor, pero el perdón va a ser el fundamento y base del nuevo pacto (Dios lava la mancha: Jer2, 22 y crea un corazón y espíritus nuevos: Ez. 18, 31; 36,26). Esto no quiere decir que el pueblo de ahora en adelante sea inmune a la caída, no; pero el pacto de la venganza ha dejado paso al pacto de la misericordia divina.

En el salmo de hoy (salmo 50), Dios oye las súplicas del pecador arrepentido que le pide: “OH, DIOS CREA EN MI UN CORAZÓN PURO”
El salmo 50 es el salmo cuaresmal por excelencia. Merece la pena que nos detengamos en él para captar el simbolismo que lo impregna y la teología que transmite. Se le sitúa entre los salmos de súplica individual y data del final de la época monárquica. Habría sido compuesto para una liturgia penitencial presidida por el rey. Pero es obvio que ha servido de sustento a la oración de innumerables personas lo suficientemente religiosas para reconocerse en él.
Desde el primer versículo es notable la orientación de esta oración. Lejos de querer declarar inocente al salmista, como hacen tantas "endechas", la súplica se dirige de entrada a Dios para pedir su misericordia, su amor. La salvación del pecador está por completo en las manos de ese Dios que el amor define radicalmente. Por supuesto, no se ignora que Dios es justo, que quiere la verdad y la sabiduría en el corazón del hombre, pero precisamente esta "justicia" de Dios se manifestará, ante todo, en el perdón concedido al pecador. Se podría decir que se trata nada menos que de su honor, ya que el pecador perdonado se convertirá en testigo de Dios: podrá mostrar a los pecadores el camino de la verdad, y "hacia Dios volverán los extraviados". El reconocimiento del pecado tiene, pues, también una dimensión profética. Forma parte de la "confesión" de las obras de Dios.
Además, el salmista reconoce su falta sin rodeos. No teme contemplar ese pecado que siempre "está ante él". ¿Culpabilidad exagerada? ¿Énfasis literario? No, ya que el sentido profundo del pecado sólo existe para poder captar mejor la dimensión del perdón divino. El hombre ha pecado "contra Dios" y sólo contra él... Sin duda, conoce las repercusiones sociales de su falta, pero en el acto litúrgico de la confesión pone el acento sobre Dios, que está en el origen de todas las cosas, tanto del perdón como del sentido último de todo pecado. ¡No se puede expresar mejor hasta qué punto está de acuerdo Dios con la vida humana y su condición existencial! La conciencia del salmista es tan viva que se reconoce "nacido en la culpa", "pecador desde el vientre de su madre". No parece que sea necesario buscar en estas expresiones una teología explícita del pecado original, y menos aún del modo como se transmite, ya que el que ora se sitúa aquí a un nivel existencial; tiene conciencia de pertenecer a una humanidad pecadora, a un pueblo pecador en el que ninguna existencia podría escapar al peso de la miseria. Lo veremos mejor cuando apele al Dios creador para que le salve de su culpa. La conciencia de pecado supera absolutamente la dosificación aparentemente justa que un juez podría hacer de las responsabilidades y las circunstancias atenuantes. Se trata nada menos que de la existencia "frente a Dios". Israel es un pueblo santo, y el pecado obstaculiza al mismo Dios.
Son importantes los versículos 4, 9, 12 y 14. Si los dos primeros hacen probablemente alusión a un baño ritual de purificación, los otros interiorizan el proceso e indican que el rito es la cara visible de una profunda renovación del ser. “Oh, Dios crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme; no me arrojes dentro lejos de tu rostro,no me quites tu santo espíritu”. 
De esta manera, el salmo se inscribe en una gran corriente de pensamiento que va desde los discípulos de Isaías hasta los evangelistas, para definir en términos de bautismo la restauración del hombre y del cosmos.

La segunda lectura de la Carta a los Hebreos (Heb, 5,7-9), es parte de la segunda gran sección de Hebreos (, 1-5, 10).
En ella se desarrollan dos temas: Jesús fiel (3, 1-4, 14) y Jesús sumo sacerdote misericordioso (4, 14-5,10). Los dos subrayan la manera de ser de Jesús que le hace llevar a cabo la salvación humana. En esta forma de ser destaca un tema que aparece varias veces en la "carta": el que Jesús es mediador de salvación por ser semejante, igual, a los hombres.
Tal vez en ningún paraje del N.T. se hable, de forma tan estremecedora de la plena humanidad de Cristo y de su debilidad. Durante su existencia terrena ofreció "ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas" y aprendió la obediencia en la escuela del sufrimiento, y eso, a pesar de ser Hijo, el reflejo de la gloria de Dios y la imagen estampada de su misma naturaleza. A pesar de ser Hijo recorrió el camino del sufrimiento, lo mismo que los hermanos a los que venía a salvar.
Su experiencia en el sufrimiento le enseñó lo que supone para el hombre la obediencia a Dios mientras dura la vida presente, lo que esta obediencia cuesta, el sacrificio y el dolor que implican la fidelidad a Dios. Por eso puede sintonizar perfectamente con los hermanos. Este aprendizaje de la obediencia fue necesario para hacerle "perfecto", es decir, perfectamente capacitado para ejercer su soberanía y sacerdocio sobre aquéllos para quienes es la causa de la salvación eterna.
"Aun siendo Hijo, aprendió a obedecer por medio de los sufrimientos". Frase sublime e incomprensible, una de las expresiones nucleares de la carta a los Hebreos. Ya desde el primer momento, la definición más acabada de Jesús como Hijo fue la de una entrega total a Dios (10, 5-07): "al entrar en este mundo dice: Sacrificio y oblación no quisiste; pero me has formado un cuerpo. Holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradan. Entonces dije: ¡He aquí que vengo a hacer, oh Dios, tu voluntad!".
No obstante, Jesús aprendió a obedecer, es decir, a entregarse a Dios de forma total y absoluta, precisamente en los sufrimientos y en la muerte. En el dolor y en la muerte, Jesús, entregado totalmente al Padre, aprendió a entregársele del todo.
No debemos pensar que lo importante en la muerte de Jesús fue su sufrimiento o el derramamiento material de su sangre. Para el autor de la carta a los Hebreos la cruz de Jesús es la revelación del gran misterio de su libertad entregada. El sacrificio de Jesús fue la libre y esforzada entrega de su "yo" personal a Dios. El sufrimiento y la muerte son la prueba, el signo y la realización de su entrega.
En tres versículos, tenemos un magnífico resumen de todo lo que nos quiere transmitir el autor de Hebreos. Y un magnífico resumen, a la vez, de todo lo que celebraremos estos días pr6ximos.
Jesús es el hombre que, a diferencia de todos nosotros, ha vivido la vida humana con un único criterio, el del amor: no ha utilizado ni deseado ninguna otra arma. Y el amor, enfrentado ante el mal del mundo, lleva a la muerte. Y Jesús tuvo que decidir -la escena de Getsemaní lo evidencia claramente- continuar con este único criterio, el del amor, que es el criterio de Dios. Y deseó ardientemente no tener que llegar hasta este terrible resultado de la cruz. Pero, manteniéndose fiel al criterio de Dios (= obedeciendo) y sufriendo lo que eso comportaba, fue escuchado: tuvo la vida por siempre.
El cristiano es aquel que "obedece" a Jesús (=cree en él y en sus criterios de actuación), intenta seguirlo, y obtiene por él la salvación.

El Evangelio de este domingo es de San Juan (Jn, 12, 20-33). El texto nos acerca al momento crucial en el que Jesús subió al patíbulo de la Cruz para vencer con su vida a la muerte, para vivificar muriendo a los que estábamos muertos para Dios.
Como también pasaba los dos domingos anteriores, el texto de hoy se sitúa en el marco de la Pascua, la fiesta judía por excelencia, que congregaba a gentes de los más variados países. El evangelio comienza con la noticia de que unos griegos quieren ver a Jesús. Se trata, sin duda, de unos prosélitos, pero en la intención del evangelista estos griegos representan la vanguardia de la humanidad que acude a Jesús.
Los intermediarios son Felipe y Andrés, exactamente los mismos de los que se ha servido el autor para constatar la dificultad de dar de comer a la gran cantidad de gente que acudía a Jesús (Jn. 6, 5-9). La llegada de griegos para ver a Jesús es identificada con la hora de la glorificación del Hijo del Hombre.
El domingo pasado escuchábamos que "lo mismo que Moisés elevó la serpiente, así tiene que ser elevado el HIjo del Hombre".
Esta imagen es recogida explícitamente al final del texto de hoy: "Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí" (v. 32). El comentario final del autor disipa toda duda sobre el sentido de la imagen: "Esto lo decía significando (dando a entender) la muerte de que iba a morir" (v. 33). El autor emplea el verbo "significar". La referencia al signo por el que los judíos preguntaban a Jesús hace dos domingos es indudable: "¿Qué signo nos muestras para obrar así?" (Jn. 2, 18). El signo era el siguiente: "Destruid este templo, y en tres días lo levantaré" (Jn. 2, 19). También entonces el comentario del autor disipaba toda duda sobre el sentido del signo: "El hablaba del templo de su cuerpo" (Jn.2, 21).
La muerte de Jesús en cruz es, pues, el punto de mira del texto de hoy. De ella se habla empleando un símbolo espacial: elevación sobre la tierra. Y de ella se habla también empleando un símbolo agrícola: proceso de germinación de la simiente. Esta muerte es interpretada como triunfo, como glorificación de Jesús y del Padre que lo ha enviado. Una vez más aflora espontánea la referencia intertextual: "Cuando elevéis al Hijo del Hombre, entonces comprenderéis que yo soy y que no hago nada por mí, sino que esto que digo me lo ha enseñado el Padre. Además, el que me envió está conmigo; nunca me ha dejado solo" (Jn. 8, 28-29). El texto de hoy quiere ser también reflejo de la comunión Hijo-Padre. Esta comunión puede, sin embargo, pasar desapercibida dentro del recinto (v.29). Desde fuera del recinto, en cambio, unos griegos han venido a ver a Jesús. Ellos son las otras ovejas que vienen a escuchar la voz del pastor Jesús. Desde este momento la muerte de Jesús en cruz es el triunfo, la glorificación del Hijo y del Padre. Un orden de cosas tan viejo como el mundo está siendo juzgado y condenado. El diablo, separador de hermanos (Caín contra Abel), "homicida desde el principio" (Jn. 8, 44), no tiene ya nada que hacer. Con Jesús levantado en alto empieza a dominar el sentido humano de la fraternidad.
En los vs. 23-33 se nos da el significado del hecho: es la hora de la glorificación de Jesús, es decir, Jesús es reconocido como el salvador del mundo (cfr. Jn. 4,42). Los griegos, símbolo de una humanidad que acude a Jesús, son el fruto abundante. Este fruto es el resultado de la misión de Jesús. Pero por cumplir su misión Jesús tiene que enfrentarse con la muerte, provocada desde fuera. Es la prueba de fuego. Si la acepta habrá cumplido su misión y habrá fruto abundante.
Por eso, la muerte de Jesús es, en último análisis, su propia glorificación. Juan recuerda de paso que éste es el camino de todo el que quiera ser discípulo de Jesús (v. 26) y que este camino es el que da la medida de la auténtica personalidad (v. 25).
El hombre, que es Jesús, no podía menor de sentir horror ante la provocación de una injusta muerte. Y el Hijo, que es Jesús, así se lo manifiesta a su Padre en diálogo intenso. Ambos datos responden a experiencias reales en la vida de Jesús.
Juan recoge esas experiencias y elabora un esplendido cuadro en el que presenta una síntesis doctrinal en la que destaca  lo siguiente: Jesús acepta su propia muerte con la confianza y la fuerza que le da el sentirse Hijo de Dios (vs. 27-28) y, a pesar de que la gente la va a considerar un fracaso (v. 29), El se enfrenta a ella con el íntimo convencimiento de que el amor puede más que el odio y el egoísmo. Este es el juicio que tiene lugar en la muerte de Jesús (vs. 31-33).
Para nuestra vida.
Nos vamos acercando a la Pascua que es un tiempo de gran alegría. Pero antes aparece la tristeza de la muerte de Jesús en un hecho aparentemente inexplicable y cruel. Jesús, en su condición humana, como nosotros, habla en el Evangelio de San Juan de que tiene el "alma agitada", pero tiene que cumplir con su misión. Insistimos en que resulta muy difícil la comprensión completa del sacrificio de Jesús. Sus mismos discípulos no entendían que quien había venido a liberar a Israel tuviera que morir, en un tremendo fracaso personal y humano.
En estos últimos días cuaresmales, pidamos al Señor que renueve nuestros corazones. Es un momento propicio para volver nuestros ojos y ver dónde nos tenemos que emplear más a fondo. La cruz del Señor merece, por nuestra parte, un último esfuerzo: hay que atraer al Señor el corazón de la humanidad. ¿Cómo? Sirviendo y, además, haciéndolo con alegría y con amor.

En la primera lectura del Profeta Jeremías, se anuncia la Alianza del Señor con su pueblo.  “Yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo”. Por boca del profeta Jeremías el Señor anuncia a su pueblo una Alianza nueva, que no consistirá en leyes escritas, como la alianza que hizo el Señor con Noé, Abrahán, Moisés, David…
Los capítulos 30-33 recogen, en gran parte, el mensaje de esperanza que Jeremías dirigió a su pueblo; con razón se le llama "el libro de la consolación". Pero la perícopa de hoy no es una pintura más de la situación de Israel a la vuelta del destierro, sino que habla de un futuro lejano en el que entrará en vigor una nueva alianza. El oráculo está dividido en dos partes:
-vs. 31=33a: la nueva alianza no será como la antigua. No se habla de promulgar una nueva ley, sino que la novedad radicará en que la alianza no se quebrantará (palabra clave de esta primera parte). Dios quiere establecer relaciones de amistad perpetua con su pueblo; pero Israel siempre quebrantó la alianza cediendo a los caprichos de su corazón (v. 32b).
Jeremías es testigo de los esfuerzos del buen Josías por renovar la alianza del Sinaí, esfuerzos que resultaron inútiles porque la infidelidad anida en el corazón del pueblo, el pecado está grabado en la tabla de su corazón (cfr. 2, 21; 17, 1). Antes estos resultados, ¿cómo puede hablar el profeta de una relación amistosa estable? Jeremías no es un iluso y recibe la solución divina en los:
-vs. 33-34: la nueva alianza no se quebrantará porque Dios no la prescribe como Señor, ni está escrita sobre piedras (Ex.31, 18; 34, 28ss...), sino que el Señor la inscribe en el corazón humano. La alianza exige una relación interior y sincera: el cambio radical está en la interiorización del compromiso, en que todos y cada uno de los miembros de la comunidad vivirán una religión interior y personal. 
"He aquí que vienen días -dice Yahvé- en que yo concluiré con la casa de Israel y la casa de Judá una alianza nueva". Israel y Judá. Los dos reinos, al norte y al sur, que constituían el pueblo elegido de Dios. Y que eran figura y tipo del pueblo definitivo que con Cristo se constituiría, la Iglesia católica en donde tendrían cabida los verdaderos hijos de Abrahán, los nacidos no de la sangre ni de la voluntad de varón, sino de Dios, los regenerados por las aguas del Bautismo.
Aquel pueblo había despreciado al Señor que le libertó. Había roto el pacto, la alianza santa. Dios había permanecido siempre fiel, siempre leal a lo convenido. Y ahora, cuando la alianza ha sido rota, Yahvé sigue deseando restablecerla. Pero entonces será de manera distinta, mucho más estable, eterna.
Dice la Plegaria eucarística IV: "Reiteraste, además, tu alianza a los hombres; por los profetas los fuiste llevando con la esperanza de salvación". Eso es lo que expresa el fragmento del profeta Jeremías que leemos hoy como primera lectura. Todas las alianzas históricas que Dios ha ido pactando con los hombres y, de manera especial, con el pueblo de Israel, iban orientadas a establecer, en la plenitud de los tiempos, una "nueva Alianza", no escrita en tablas de piedra, sino "escrita en los corazones". Esta interiorización y universalización de la Alianza y de la Ley ha sido posible gracias a la obra de Cristo: "Y tanto amaste al mundo, Padre santo, que, al cumplirse la plenitud de los tiempos, nos enviaste como salvador a tu único Hijo".
Esta nueva alianza será una alianza vivida y sentida dentro del corazón, cada uno oirá la voz del Señor en su propia conciencia. Una ley escrita en el corazón, A esto debemos aspirar todos nosotros, a oír la voz de Dios en el interior de nuestro propio corazón. No serán las leyes escritas las que nos moverán al cumplimiento de la ley y a hacer la voluntad de Dios, sino el convencimiento y el sentimiento interior de nuestra filiación divina, de nuestra relación directa con nuestro Padre Dios.
Lo proclamado en la primera lectura, esta llamado a realizarse  en cada uno de nosotros se repite la historia. Hay una alianza por la que Dios se nos entrega generosamente, y por propia iniciativa, como nuestro protector y Padre. Y una serie de infidelidades van rompiendo esos lazos de amistad... Es necesario tomar conciencia de esta situación en este tiempo propicio para convertir nuestro corazón hacia Dios. Corregir nuestros errores y restablecer de nuevo la alianza que nos une con Dios. El mejor modo de hacerlo es con un corazón contrito y humilde.


Expresión de esta actitud es el salmo de hoy. Dios oye las súplicas del pecador arrepentido que pide en el salmo 50 le conceda "un corazón nuevo". Hemos de confiar siempre en la misericordia y la bondad de Dios que es compasivo y borra nuestras culpas.
El salmo 50 (el Miserere) es uno de los pocos salmos que se rezan cada semana en la Liturgia de las Horas.
Hoy vivimos en un mundo que infravalora las realidades del espíritu, que respira una inexplicable superficialidad: se percibe el alejamiento de Dios. Una atmósfera de desazón, de pecado y de culpabilidad se difunde por doquier. La alegría se ensombrece, decae la espontaneidad, disminuyen las posibilidades de convivencia, la soledad se apodera del corazón humano, víctima del egoísmo, y la esclavitud del pecado mina su existencia. Se admita o no, se tenga o no se tenga fe, ésta es la realidad de gran parte de nuestro mundo, decepcionado y triste, mundo que sólo tiene una descripción y una explicación: está alejado de Dios.
Al decir "nuestro mundo" no nos ceñimos únicamente al siglo XXI. Esta situación es universal, ha alcanzado a toda la historia. La humanidad ha sido siempre la misma: la condición de pecado, el sentido de culpabilidad, el misterio inescrutable del corazón humano se ha dejado sentir siempre.
Por esto en un día lejano, un israelita sometido a estas mismas penosas realidades, fruto de su misma experiencia, hizo una profunda reflexión. La tradición hebrea y cristiana afirman que era David, pero pudo haber sido también cualquier hombre religioso que, dándose cuenta de su situación, quiso reaccionar y salir de un estado insoportable. Y así, este israelita, profundamente humano y religioso, ha legado a la humanidad uno de los cantos más inspirados y más hermosos de la literatura universal. el salmo Miserere.
Este salmo es una oración , llena de sinceridad y de humildad, el salmista se debate por salir de un ambiente imposible, que siente necesidad de paz, de reconciliación, de libertad. Un corazón que desea el encuentro, el diálogo, la amistad con Dios, y que, sintiéndose responsable de su pérdida, los quiere recuperar: quiere el retorno a Dios. Pero, ¿cómo? ¿de qué manera? No aduciendo méritos ni títulos, sino con la humilde confesión de sus pecados y la confianza de la oración.
El salmista no puede vivir en su sentimiento de lejanía de Dios, de ruptura de su amistad, de separación. Quiere volver a Dios. Y, confiando en su misericordia, se abandona a ella, expresando en una confesión incomparable los sentimientos más sinceros de humildad y de contrición.
El salmista transparenta su clara conciencia de pecado y la certeza de que sus culpas son la causa de sus males y desgracias. Quiere verse libre de la idea obsesiva que le producen sus remordimientos y su sentimiento de culpa. Aquí no se habla de enemigos, de persecuciones, de peligros: se trata sólo de sí mismo, de la miseria del propio pecado.
La dinámica de este salmo la podemos sintetizar en estos dos movimientos:
a) Confesión sincera del pecado (vv. 1-8).
b) Oración pidiendo la renovación (vv. 9-21).
“Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión, borra mi culpa; lava del todo mi delito, limpia mi pecado”.
A cuántos corazones destrozados ha servido de guía y de camino, para cuántas almas alejadas de Dios ha sido ocasión de conversión y de encuentro con Dios. Nosotros mismos cuántas veces lo hemos aplicado a nuestra propia vida y, haciendo nuestros sus acentos, nos hemos sentido más cerca de Dios, más cristianos. Pintorescamente podríamos reconocer, con un comentarista bíblico, que lo único de malo que tiene el Miserere es el lugar que ocupa: si en lugar de estar en el Salterio se encontrase después del capítulo 3 del Génesis, en boca de Adán después de su pecado, todo estaría arreglado... Pero ¿dónde quedaría el gran drama de la redención llevada a cabo por Cristo?
Cristo, cordero inocente, limpio de toda culpa, no pudo hacer suyo el yo del salmo, pero sí lo hizo en cuanto representaba la humanidad pecadora. El, "hecho pecado" (2 Co 5,21), "hecho maldición" (Ga 3,13) por los hombres, recitó este salmo, y su oración, seguida de la sentencia del pecado libremente aceptada, es quien nos reconcilió con Dios y nos salvó. Salmo cuaresmal, pascual, de muerte y resurrección, salmo de cada día, es el salmo más nuestro, el más personal. Su lectura es para nosotros una vivencia de conversión y de alegría, una llamada a ser más de Dios, a no separarnos más de él.

La Carta a los Hebreos nos recuerda, para que no perdamos el ánimo, que el mismo Señor pasó por momentos de sufrimiento. Se retorció de dolor y clamó, hizo de tripas corazón, como se dice vulgarmente, y su triunfo se convirtió en fuente de salvación para todos los que vivimos sometidos, unidos, hermanados a Él.
Así el texto nos describe la realidad salvadora de Cristo. Como salvó en el tiempo propicio de la historia y como nos salva. .”Cristo, a pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer”. Y, llevado a la consumación, se ha convertido para todos los que le obedecen, en autor de salvación eterna. Cristo nos enseñó con su propia vida que el camino que nos lleva hasta el Padre es, muchas veces, un camino de sufrimiento aceptado con amor. No amamos cualquier sufrimiento, amamos sólo el sufrimiento redentor, el sufrimiento que es camino necesario para la salvación, y lo aceptamos por amor.
En esta corta perícopa se dice una vez más que Cristo aprende a obedecer, que sufre, que clama ser salvado... es decir, dimensiones profundamente humanas. De este modo es "llevado a la consumación. Eso es expresión técnica para "ordenación sacerdotal", o sea, que Jesús es ordenado sacerdote, es constituido mediador, por su semejanza con los demás hombres.
El momento cumbre de esa semejanza es la muerte. Y por la muerte salva a sus hermanos.
Hay otro aspecto secundario, pero interesante.
Habla el texto de la oración con gritos y lágrimas. Muy verosílmente se refiere a la oración del Huerto, por tanto, a cuando Jesús pide ser librado de la muerte.
Curiosamente afirma el texto que fue escuchado. Y, sin embargo, sabemos que de hecho Jesús no fue liberado de la muerte. ¿Cómo puede afirmarse, entonces, esa exaudición de la plegaria de Cristo, de una clara oración de petición en un caso concreto? La respuesta, con toda probabilidad es que la oración de petición es escuchada no porque se concede lo que se pide sin más, sino porque Dios hace aceptar su voluntad referida al caso concreto, a quien pide algo, aunque esa voluntad no coincida con lo que se pide.
El autor de la carta a los Hebreos presenta en este texto la última garantía para que el cristiano se mantenga firme en la lucha y en el esfuerzo que exige la vida cristiana: y es el oficio de sumo sacerdote que Cristo ejerce ante Dios a favor de los hombres. Tiene ante todo esa categoría excepcional de ser el Hijo eterno de Dios y por eso puede acercarse a Dios. Pero es también de nuestra raza y por eso puede comprendernos y compadecerse de nosotros. El sabe por experiencia lo que es ser un hombre frágil. Posee nuestra naturaleza y experimentó todas las tentaciones a las que nosotros nos vemos expuestos. Con la única diferencia de que no sucumbió a ninguna de ellas.

El evangelio de hoy es un buen ejemplo de nuestra vida. Lo que Jesús dice es una amigable advertencia previa para los que desean entrar en contacto con Él. Una enseñanza para que los transitorios fracasos no nos hundan, ni depriman demasiado. Un poco sí, no hay que olvidarlo. Pero no oculta su estado de ánimo. Su gran turbación Jesús, teme, aunque reconozca la necesidad de pasar por el mal trago que se le avecina.
El texto nos acerca a la verdadera figura de Jesucristo. Siendo Hijo de Dios, le aguarda la cruz, el sufrimiento, la muerte. Como cualquier espíritu, también la suyo, se siente agitado, preocupado, turbado por los próximos acontecimientos de la Pascua.
Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del Hombre; es decir, ha llegado el momento crucial en el que el Hijo de Dios hecho hombre llegue al culmen de su gloria, a la suprema victoria sobre las fuerzas del mal. Pero antes era precisa su inmolación, la sumisión humilde y serena a los planes divinos. Antes de la floración de las granadas espigas era necesario que la siembra se realizara; era preciso que el grano de trigo cayera en tierra y se deshiciera lentamente entre la tierra. Con estas imágenes Jesús nos está trazando todo un programa de vida; ocultarse y desaparecer, perder la vida para ganarla, quemarnos en silencio para ser luz y calor de este nuestro mundo tan oscuro y tan frío.
"El que quiera servirme que me siga y donde esté yo allí estará también mi servidor; a quien me sirva, el Padre le premiará". Jesús nos abre un camino, sus palabras indican con claridad y con fuerza un itinerario a seguir, si realmente queremos alcanzar el glorioso destino que nos ha reservado.
 ¿Cuál es el resumen de nuestra vida? ¿Servimos o nos servimos? ¿Amamos o nos dejamos amar? ¿Salimos al encuentro o preferimos que sean los demás los que nos busquen y rescaten?

Rafael Pla Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com

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