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sábado, 8 de octubre de 2016

Comentario a las lecturas del domingo XXVIII del Tiempo Ordinario 9 de octubre de 2016.

Comentario a las lecturas del domingo XXVIII del Tiempo Ordinario 9 de octubre de 2016.
Los textos de hoy nos presentan el encuentro con Dios. Encontrarse con Dios es el gran reto del hombre sobre la tierra. Quiera o no reconocerlo, así es. Encontrarse con Dios es, sobre todo, el gran reto para un cristiano que, por el hecho de serlo, no quiere decir que lo haya ya encontrado, ni mucho menos. Podemos vivir toda una vida llamándonos cristianos y no haber descubierto de verdad a Dios, ni siquiera haberlo barruntado.
Curiosamente, los dos hombres que se encuentran con Dios en las páginas de las lecturas de hoy son «extranjeros» un sirio y un samaritano. Ninguno de los dos pertenecía al pueblo elegido, ninguno estaba, al parecer, en las mejores condiciones para tener el encuentro con Dios. Sin embargo, ambos hombres, el sirio y el samaritano, supieron ver más allá de la «primera lectura» (como se diría ahora) de su propio acontecimiento para llegar a una segunda lectura donde se encontraron nada más y nada menos con el hecho, más sorprendente todavía que el de su curación, de que habían descubierto a Dios.
 
La primera lectura es del segundo libro de los reyes  (Rey 5, 14-17) corresponde al bello episodio en que el profeta Eliseo convierte y cura de la lepra al magnate sirio Naamán. Naamán era un gran soldado sirio, querido de su rey por su valor y su lealtad. Pero su cuerpo estaba podrido. La lepra le corroía la piel y la carne. Una muchacha hebrea, botín de guerra, esclava de su esposa, interviene. En su tierra, dice, vive un profeta que puede curar a su amo de aquella terrible enfermedad. Naamán cree y se pone en camino hacia Israel. El profeta le atiende: "Lávate siete veces en el Jordán y quedarás limpio". El bravo soldado sirio se resiste, le parece que aquello es un remedio absurdo. Por fin accede a bañarse en el Jordán. Y su carne quedó limpia como la de un niño.
Ni el rey de Siria ni el general de su ejército entienden nada de lo que se trata, creen que el poder de devolver la salud a un noble enfermo debe ser cosa del rey, y que han de obtener este favor enviando una fastuosa embajada. Los malentendidos se irán deshaciendo uno tras otro gracias a la pedagogía de las actitudes sorprendentes que toma el profeta.
Un caso más de fe en la palabra de Dios, un prodigio más que nos anima a creer contra toda esperanza, a vivir todo lo que nos exige nuestra condición de creyentes. Un hecho que nos empuja a la generosidad, a la entrega por encima de todo egoísmo, de toda incomprensión, de toda ingratitud.
Naamán reconoce que Yahvé es el único Dios verdadero, y en homenaje de adoración quiere hacer un presente a su profeta, Eliseo (v.15). Este no lo acepta (v.16). Naamán, con todo, sigue manteniendo su concepción primitiva de la religión. Se quiere convertir en adorador de Yahvé, pero, como en general los antiguos, piensa que cada tierra tiene sus dioses, y por ello se quiere llevar dos mulas cargadas con sacos de tierra de Israel, que se llevará a Damasco para venerar allí al Dios de Israel (v.17). Naamán no ha descubierto aún que Yahvé no es Dios sólo de Canaán, sino que es el creador y señor de cielo y tierra.
Naamán se vuelca gozoso en ese Dios bueno que ha tenido compasión de su dolor. Es un corazón agradecido el suyo, un corazón noble. Y su agradecimiento es algo más que un puñado de palabras. Él llega hasta las obras.
 
El responsorial es el Salmo 97, (Sal 97, 1. 2-3ab. 3cd-4) nos sitúa ante  el momento en que todas las naciones acudirán al Monte Santo para aclamar a Dios. Ese era para los judíos, contemporáneos de Jesús, el momento final de la historia.
La primera frase del salmo es una invitación a la alabanza a Dios con un canto nuevo. Las maravillas de Dios son tan grandes, tan inesperadas, que el pueblo no puede contentarse con las alabanzas rituales conocidas: parece que requiere algo nuevo y grandioso. Dios es el obrador de grandes cosas, y su victoria ha sido total. Su «brazo santo» se refieren al Éxodo, a la liberación de la esclavitud de Egipto (Cf. versículo 1). La proclamación de la intervención divina dentro de la historia de Israel (Cf. versículos 1-3).
Estos signos de salvación son revelados «a las naciones» y a «los confines de la tierra» (versículos 2 y 3) para que toda la humanidad sea atraída por Dios salvador y se abra a su palabra y a su obra salvadora. La alianza con el pueblo de la elección es recordada a través de dos grandes perfecciones divinas: «amor» y «fidelidad» (Cf. versículo 3).
El salmista piensa en la restauración de Israel después del exilio de Babilonia, cuando tiene lugar un nuevo inicio en la vida, en la religión, en la liturgia del templo. Este período feliz vendrá después del retorno, y este solo pensamiento produce en el salmista (igual que en Isaías) un potencial enorme de alegría y entusiasmo. Dios realiza estas maravillas de salvación porque ama a su pueblo, porque nunca lo ha olvidado y ha tenido siempre presentes su misericordia y su fidelidad.
El versículo 3:
"se acordó de su misericordia y su fidelidad en favor de la casa de Israel"
Estos versículos han inspirado muy de cerca el Magníficat de María (Lc 1,54), cántico que se mueve en la misma sintonía de alabanza al Dios que actúa en favor de su pueblo y de los humildes.
A nosotros, hoy este salmo, nos sirve para aclamar la grandeza de Dios y el amor por sus criaturas
 
 
La segunda lectura es de la segunda carta del apóstol san Pablo a Timoteo  (II Tim 2, 8-13) escribe San Pablo ya en prisión. Es la última carta escrita por el apóstol. Poco después llegaría su martirio. Pablo, pasa un momento de gran desencanto ya que, prácticamente, le han abandonado todos, salvo Lucas y la familia de Onesíforo Es, según la mayoría de los expertos, la última de las cartas escritas por Pablo. Y, además, de ese fin de enseñanza doctrinal busca que vengan a visitarle el propio Timoteo y Marcos, también. Pero Pablo recuerda y alecciona en ella a Timoteo a que los padecimientos por Jesús –Pablo los está pasando en la cárcel—les llevarán al Reino de los Cielos, donde reinarán con el Señor Jesús. “Por eso –dice—lo aguanto todo por los elegidos, para que ellos también alcancen la salvación”. La tristeza por su encierro y su abandono se ve dulcificada por el convencimiento pleno de que sus sufrimientos se alinean con los que el Señor sufrió en la Cruz y que fueron camino total de salvación.
Y así, aunque se siente profundamente solo todavía intenta enseñar a su discípulo que la perseverancia –sin importar los duros trabajos y el sufrimiento—nos llevará a reinar con Cristo.
 
El evangelio de hoy según san Lucas  (Lc 17, 11-19) narra el episodio de los diez leprosos, del capítulo 17 del Evangelio de San Lucas. Hasta el v.14 el relato tiene simplemente una función preparatoria. Se nos narra un hecho con vistas a su comentario. Los vv. 15-19 son este comentario en acción.
San Lucas refiere con frecuencia que Jesús caminaba hacia Jerusalén. De ordinario los viajes a la Ciudad Santa para los hebreos eran una peregrinación hacia el Templo de Dios Altísimo. Eran viajes, por tanto, cargados de un profundo sentido religioso en el que se caminaba con la mirada puesta en Dios, y con el deseo de adorarle, y de ofrecerle un sacrificio de expiación o de alabanza. Jesús se nos presenta en el tercer evangelio en un continuo camino hacia el monte Sión, el lugar sagrado en el que se inmolaría él mismo como víctima de amor para redimir a todos los hombres.
A lo largo de ese camino, el Señor enseña a cuantos le siguen; cura y sana a los enfermos que acuden a él. La fama de su poder y compasión era cada vez más grande. En el pasaje que contemplamos son diez leprosos los que se acercan cuanto pueden, más quizá de lo permitido, para implorar que los sane de su repugnante enfermedad. Exclamación angustiada y dolorida, súplica ardiente de quienes se encuentran en una situación límite, oración vibrante y esperanzada, que solicita con todas las fuerzas del alma que sus cuerpos se vean libres de aquella podredumbre que les roía la carne.
El texto presenta el encuentro con Dios. Entrar en relación con Dios, mediante el culto vinculado al templo, era el deseo de todo judío. Los leprosos han encontrado a Jesús y en él a Dios, pero los judíos no han comprendido que quedar limpios de la lepra, entrar de nuevo en comunión con Dios y con los hombres no es fruto de ser miembro del pueblo elegido, sino que se ofrece, como un don, a todo el que acepta y encuentra a Dios en el Mesías, Jesús. Sólo uno, y este samaritano, ha comprendido el significado del encuentro salvífico y da culto, glorifica, a Dios sin templo.
Al curar a los leprosos, Jesús los reintegra a la sociedad y demuestra que en él se ha hecho presente el reino de Dios y la superación de toda forma de esclavitud y marginación. En Jesús la salvación llega hasta la salud del cuerpo, supera la resignación, se abre a la esperanza y se retorna a la alabanza a Dios.
Sólo uno ha comprendido esta realidad. Los otros han vuelto a la religiosidad del templo sin descubrir que se han encontrado con Dios no en unas prácticas religiosas sino en un hombre, en Cristo.
La clave nos la da el propio narrador cuando nos dice que el que retornó era un samaritano. Se trata de un retorno religioso. En esto está lo que el narrador quiere resaltar. Alguien no sociológica ni institucionalmente religioso reconoce la acción de Dios en él y se abre a ella. Lo que en él ha acontecido no lo interpreta como algo que le sea debido, como algo normal. Así es como lo interpretan los que no retornan: son oficialmente religiosos, el pueblo de Dios. Por lo tanto, piensan que Dios se debe a ellos.
No tienen nada que agradecerle, es normal que actúe en ellos salvíficamente. Desde el punto de vista de Jesús, el pueblo de Dios no tiene fe; sólo el samaritano la tiene. Y ésta es precisamente su salvación.
 
 
Para nuestra vida.
Hoy las lecturas nos recuerdan una acción tan humana como la acción de gracias. El agradecimiento, la postura de esperanza confiada, la alegría, no son precisamente signos muy visibles en nuestra Iglesia. El mismo acto de acción de gracias que constituye nuestra reunión más importante parece convertido, las más de las veces, en un acto frío y gris donde todo está perfectamente sometido a unas reglas formales y pasivas.
Nuestra oración hace más hincapié en pedir cosas que en agradecer otras muchas, y la participación y reconocimiento de los sencillos, de los de a pie, en nuestro sistema institucional deja mucho que desear.
Los que parecen extraños, los que no parecen buenos, los que son de otra manera distinta, incluso los que calificamos de rebeldes y poco religiosos, pueden estar más próximos a Dios que nosotros mismos y hacerlo presente de un modo más eficaz que el nuestro.
Pero reconocerlo es peligroso para nuestra seguridad, para nuestro ordenamiento institucional, para nuestra pretendida verdad total, aunque el Evangelio nos lo repita constantemente y nos invite a ser más abiertos, más sencillos, más inquietos y más agradecidos.
 
En la primera lectura, Naamán reconoció a través de la acción que le había ordenado el profeta Eliseo, que sólo el Dios de Israel era el verdadero Dios, y quiso recompensar materialmente al profeta por su buena acción. El profeta no aceptó recompensas materiales, porque para él la única recompensa era la conversión del magnate sirio. Actuemos también nosotros siempre con generosidad de espíritu.
 
En la segunda lectura, se nos recuerda como San Pablo tenía el cuerpo encadenado, pero su espíritu era libre, porque estaba lleno del espíritu de Cristo. Como sabemos, San Pablo llega a decir que no es él realmente el que vive, sino que es Cristo quien vive en él. Este espíritu de san Pablo es el que debemos pedir nosotros todos los días a Dios. ¡Ser libres de espíritu! es una meta y un medio. Socialmente pueden encadenarnos las tentaciones y dificultades de la vida, hasta cierto punto, nuestro cuerpo, las enfermedades corporales también pueden encadenar en cierto modo el cuerpo, pero el verdadero cristiano siempre será una persona libre. Libre para anunciar con nuestra palabra y con nuestra conducta el evangelio de Jesús, el reino de Dios.
Esto nos llevara a plantearnos la vida como lucha (2 Tim. 2,4-7). La libertad de la Palabra que ha crucificado a Jesús ha llevado a Pablo a la cárcel, probando así toda su eficacia: sólo se encarcela al que molesta. Un mensaje que no suscitara oposición no pasaría de ser una bonita palabra.
Pablo pide a Timoteo que tenga en cuenta todo esto, que no desmienta los himnos que canta su comunidad: Jesucristo es nuestra razón de vivir, porque El ha sufrido la muerte; nuestra razón de continuar, porque El continuó hasta el final; nuestra razón de esperar, porque nuestra infidelidad sería ridícula frente a su indomable fidelidad. Tener miedo a los riesgos que puedan derivarse del anuncio del Evangelio, esto sería ya renegar de Jesús.
 
El evangelio nos presenta la figura de los leprosos. El leproso en tiempo de Jesús era tratado como un muerto en vida y se le obligara a vestir como se vestía a los muertos: ropas desgarradas, cabelleras sueltas, barba rapada. No se les permitía habitar dentro de ciudades amuralladas, pero sí en las aldeas con tal de no mezclarse con sus habitantes. Por eso, vivían en las afueras de los pueblos. Todo lo que ellos tocaban se consideraba impuro, por lo que tenían obligación de anunciar su presencia desde lejos. Eran "impuros” ritualmente y vivían una especie de vida de excomulgados.
El Evangelio pone en escena a diez leprosos curados por la fe en Cristo; esta fe obtiene la salud y no la ley, ya que es un extranjero, un separado, un cismático, profundamente despreciado por los fariseos, el que supera a los demás en la aproximación a Cristo. Los leprosos se fían. Durante el camino son curados. Y entonces pasa esto: Los que están sometidos a la Ley, los nueve judíos, se atienen a la aplicación de esta Ley y con ello se consideran libres de deudas. Sólo el décimo "comprendió". En lugar de ir, con los otros, a cumplir con una Ley inútil, "vuelve sobre sus pasos", "glorificando a Dios", "dando gracias a Jesús". En adelante será por Jesús por donde pase la gloria de Dios y toda la Eucaristía (cf. Jn 4. 20-26). Y es un samaritano el único que ha comprendido esto.
He aquí, pues, la enseñanza principal de este Evangelio: se salva por la fe en J.C. sin distinción de origen, se sea judío o no. Y los paganos (o asimilados) menos "habituados", menos rutinarios de la práctica, menos orgullosos de sus obras tienen más fácilmente el sentido de la gratuidad, de la "gracia", del impulso de la acción de gracias. Aquí como en la época de Jesús, los pobres y marginados son m-as fácilmente dados a la Fe.
En nuestros días la marginación social no sólo ha crecido sino que se ha agudizado; el rechazo a los leprosos, sin ser justificable al menos se podía explicar por el temor al contagio (y la consiguiente impureza legal). Hoy día se sigue marginando a los enfermos; habrán cambiado las formas, pero la marginación sigue: leprosos, enfermos de sida, de cáncer..., pero, además, se margina a personas y grupos que nos pueden contagiar; simplemente se ha creado la costumbre de verlos con malos ojos y se sigue adelante con la tradición: gitanos, prostitutas, drogadictos, obreros, emigrantes, refugiados apatridas...; personas y grupos que, sin duda, tienen sus fallos, sus defectos. La experiencia de la salvación es una experiencia que, felizmente, siguen teniendo muchas personas en nuestros días; pero son muchos más los que no sólo no llegan a tenerla, sino que ni siquiera sienten la necesidad de experimentarla; salvación es, para ellos, el comamos y bebamos, compremos y acumulemos, el tengamos y aparentemos... Así, su salvador es el dinero; ya avisó Jesús lo difícil que resulta para un rico tener la oportunidad de ver en su vida otra necesidad que la de más y más dinero. A bastantes de ellos los podemos equiparar a los leprosos. Todas estas lepras y leprosos con los que nadie quiere juntarse son los que el Papa Francisco llama “los descartados”. Son las personas rechazadas en el mundo y expulsadas de la comunidad. Sin embargo, la curación de los leprosos se presenta en los evangelios como señal mesiánica y cumplimiento de las promesas que ya anunció Isaías. La Iglesia debería ser el “hospital de campaña” que pide el Papa Francisco para atender a aquellos que nadie quiere, a aquellos con los que nadie quiere juntarse.
Este relato también nos sirve para reflexionar acerca de la lepra que viene a ser como un símbolo del pecado, enfermedad mil veces peor que daña al hombre en lo que tiene de más valioso. En efecto, el pecado corroe el espíritu y lo pudre en lo más hondo, provoca desesperación y desencanto, nos entristece y nos aleja de Dios. Si comprendiéramos en profundidad la miseria en qué quedamos por el pecado, recurriríamos al Señor con la misma vehemencia que esos diez leprosos, gritaríamos como ellos, suplicaríamos la compasión divina, confesaríamos con humildad y sencillez nuestros pecados, para poder recibir de Dios el perdón y la paz, la salud del alma, mil veces más importante que la del cuerpo.
 
Rafael Pla Calatayud.
rafael@sacravirginitas.org
 

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