Comentario
a las lecturas del domingo XXVIII del Tiempo Ordinario 9 de octubre de 2016.
Los textos de hoy nos presentan
el encuentro con Dios. Encontrarse con Dios es el gran reto del hombre sobre la
tierra. Quiera o no reconocerlo, así es. Encontrarse con Dios es, sobre todo,
el gran reto para un cristiano que, por el hecho de serlo, no quiere decir que
lo haya ya encontrado, ni mucho menos. Podemos vivir toda una vida llamándonos
cristianos y no haber descubierto de verdad a Dios, ni siquiera haberlo
barruntado.
Curiosamente, los dos hombres
que se encuentran con Dios en las páginas de las lecturas de hoy son
«extranjeros» un sirio y un samaritano. Ninguno de los dos pertenecía al pueblo
elegido, ninguno estaba, al parecer, en las mejores condiciones para tener el
encuentro con Dios. Sin embargo, ambos hombres, el sirio y el samaritano,
supieron ver más allá de la «primera lectura» (como se diría ahora) de su
propio acontecimiento para llegar a una segunda lectura donde se encontraron
nada más y nada menos con el hecho, más sorprendente todavía que el de su
curación, de que habían descubierto a Dios.
La
primera lectura es del segundo libro de los reyes (Rey
5, 14-17) corresponde al bello episodio en que el profeta Eliseo convierte y
cura de la lepra al magnate sirio Naamán. Naamán era un gran soldado sirio, querido de su rey por su
valor y su lealtad. Pero su cuerpo estaba podrido. La lepra le corroía la piel
y la carne. Una muchacha hebrea, botín de guerra, esclava de su esposa,
interviene. En su tierra, dice, vive un profeta que puede curar a su amo de
aquella terrible enfermedad. Naamán cree y se pone en
camino hacia Israel. El profeta le atiende: "Lávate siete veces en el
Jordán y quedarás limpio". El bravo soldado sirio se resiste, le parece
que aquello es un remedio absurdo. Por fin accede a bañarse en el Jordán. Y su
carne quedó limpia como la de un niño.
Ni el rey de Siria ni el
general de su ejército entienden nada de lo que se trata, creen que el poder de
devolver la salud a un noble enfermo debe ser cosa del rey, y que han de
obtener este favor enviando una fastuosa embajada. Los malentendidos se irán
deshaciendo uno tras otro gracias a la pedagogía de las actitudes sorprendentes
que toma el profeta.
Un caso más de fe
en la palabra de Dios, un prodigio más que nos anima a creer contra toda
esperanza, a vivir todo lo que nos exige nuestra condición de creyentes. Un
hecho que nos empuja a la generosidad, a la entrega por encima de todo egoísmo,
de toda incomprensión, de toda ingratitud.
Naamán reconoce que Yahvé es el único
Dios verdadero, y en homenaje de adoración quiere hacer un presente a su
profeta, Eliseo (v.15). Este no lo acepta (v.16). Naamán,
con todo, sigue manteniendo su concepción primitiva de la religión. Se quiere
convertir en adorador de Yahvé, pero, como en general los antiguos, piensa que
cada tierra tiene sus dioses, y por ello se quiere llevar dos mulas cargadas
con sacos de tierra de Israel, que se llevará a Damasco para venerar allí al
Dios de Israel (v.17). Naamán no ha descubierto aún
que Yahvé no es Dios sólo de Canaán, sino que es el creador y señor de cielo y
tierra.
Naamán se vuelca gozoso
en ese Dios bueno que ha tenido compasión de su dolor. Es un corazón agradecido
el suyo, un corazón noble. Y su agradecimiento es algo más que un puñado de
palabras. Él llega hasta las obras.
El responsorial es el Salmo 97, (Sal 97, 1. 2-3ab. 3cd-4) nos sitúa ante el momento en que todas las naciones acudirán
al Monte Santo para aclamar a Dios. Ese era para los judíos, contemporáneos de
Jesús, el momento final de la historia.
La primera frase del salmo es
una invitación a la alabanza a Dios con un canto nuevo. Las maravillas de Dios
son tan grandes, tan inesperadas, que el pueblo no puede contentarse con las
alabanzas rituales conocidas: parece que requiere algo nuevo y grandioso. Dios
es el obrador de grandes cosas, y su victoria ha sido total. Su «brazo santo»
se refieren al Éxodo, a la liberación de la esclavitud de Egipto (Cf. versículo
1). La proclamación de la intervención divina dentro de la historia de Israel
(Cf. versículos 1-3).
Estos signos de salvación son
revelados «a las naciones» y a «los confines de la tierra» (versículos 2 y 3)
para que toda la humanidad sea atraída por Dios salvador y se abra a su palabra
y a su obra salvadora. La alianza con el pueblo de la elección es recordada a
través de dos grandes perfecciones divinas: «amor» y «fidelidad» (Cf. versículo
3).
El salmista piensa en la
restauración de Israel después del exilio de Babilonia, cuando tiene lugar un
nuevo inicio en la vida, en la religión, en la liturgia del templo. Este
período feliz vendrá después del retorno, y este solo pensamiento produce en el
salmista (igual que en Isaías) un potencial enorme de alegría y entusiasmo.
Dios realiza estas maravillas de salvación porque ama a su pueblo, porque nunca
lo ha olvidado y ha tenido siempre presentes su misericordia y su fidelidad.
El versículo 3:
"se acordó de su
misericordia y su fidelidad en favor de la casa de Israel"
Estos versículos han inspirado
muy de cerca el Magníficat de María (Lc 1,54),
cántico que se mueve en la misma sintonía de alabanza al Dios que actúa en
favor de su pueblo y de los humildes.
A nosotros, hoy
este salmo, nos sirve para aclamar la grandeza de Dios y el amor por sus criaturas
La
segunda lectura es de la segunda carta del apóstol san Pablo a Timoteo (II Tim 2, 8-13) escribe San Pablo ya en prisión. Es la última carta
escrita por el apóstol. Poco después llegaría su martirio. Pablo, pasa un momento de gran
desencanto ya que, prácticamente, le han abandonado todos, salvo Lucas y la
familia de Onesíforo Es, según la mayoría de los
expertos, la última de las cartas escritas por Pablo. Y, además, de ese fin de
enseñanza doctrinal busca que vengan a visitarle el propio Timoteo y Marcos,
también. Pero Pablo recuerda y alecciona en ella a Timoteo a que los
padecimientos por Jesús –Pablo los está pasando en la cárcel—les llevarán al
Reino de los Cielos, donde reinarán con el Señor Jesús. “Por eso –dice—lo
aguanto todo por los elegidos, para que ellos también alcancen la salvación”.
La tristeza por su encierro y su abandono se ve dulcificada por el
convencimiento pleno de que sus sufrimientos se alinean con los que el Señor
sufrió en la Cruz y que fueron camino total de salvación.
Y así, aunque se
siente profundamente solo todavía intenta enseñar a su discípulo que la
perseverancia –sin importar los duros trabajos y el sufrimiento—nos llevará a
reinar con Cristo.
El
evangelio de hoy según san Lucas (Lc 17, 11-19)
narra el episodio de los diez leprosos, del capítulo 17 del Evangelio de San
Lucas. Hasta
el v.14 el relato tiene simplemente una función preparatoria. Se nos narra un
hecho con vistas a su comentario. Los vv. 15-19 son este comentario en acción.
San Lucas refiere
con frecuencia que Jesús caminaba hacia Jerusalén. De ordinario los viajes a la
Ciudad Santa para los hebreos eran una peregrinación hacia el Templo de Dios
Altísimo. Eran viajes, por tanto, cargados de un profundo sentido religioso en
el que se caminaba con la mirada puesta en Dios, y con el deseo de adorarle, y
de ofrecerle un sacrificio de expiación o de alabanza. Jesús se nos presenta en
el tercer evangelio en un continuo camino hacia el monte Sión, el lugar sagrado
en el que se inmolaría él mismo como víctima de amor para redimir a todos los
hombres.
A lo largo de ese
camino, el Señor enseña a cuantos le siguen; cura y sana a los enfermos que
acuden a él. La fama de su poder y compasión era cada vez más grande. En el pasaje
que contemplamos son diez leprosos los que se acercan cuanto pueden, más quizá
de lo permitido, para implorar que los sane de su repugnante enfermedad.
Exclamación angustiada y dolorida, súplica ardiente de quienes se encuentran en
una situación límite, oración vibrante y esperanzada, que solicita con todas
las fuerzas del alma que sus cuerpos se vean libres de aquella podredumbre que
les roía la carne.
El texto presenta
el encuentro con Dios.
Entrar en relación con Dios, mediante el culto vinculado al templo, era el
deseo de todo judío. Los leprosos han encontrado a Jesús y en él a Dios, pero
los judíos no han comprendido que quedar limpios de la lepra, entrar de nuevo
en comunión con Dios y con los hombres no es fruto de ser miembro del pueblo
elegido, sino que se ofrece, como un don, a todo el que acepta y encuentra a
Dios en el Mesías, Jesús. Sólo uno, y este samaritano, ha comprendido el
significado del encuentro salvífico y da culto, glorifica, a Dios sin templo.
Al curar a los leprosos, Jesús
los reintegra a la sociedad y demuestra que en él se ha hecho presente el reino
de Dios y la superación de toda forma de esclavitud y marginación. En Jesús la
salvación llega hasta la salud del cuerpo, supera la resignación, se abre a la
esperanza y se retorna a la alabanza a Dios.
Sólo uno ha comprendido esta
realidad. Los otros han vuelto a la religiosidad del templo sin descubrir que
se han encontrado con Dios no en unas prácticas religiosas sino en un hombre,
en Cristo.
La clave nos la da el propio
narrador cuando nos dice que el que retornó era un samaritano. Se trata de un
retorno religioso. En esto está lo que el narrador quiere resaltar. Alguien no sociológica ni institucionalmente religioso reconoce la
acción de Dios en él y se abre a ella. Lo que en él ha acontecido no lo
interpreta como algo que le sea debido, como algo normal. Así es como lo
interpretan los que no retornan: son oficialmente religiosos, el pueblo de
Dios. Por lo tanto, piensan que Dios se debe a ellos.
No tienen nada que agradecerle,
es normal que actúe en ellos salvíficamente. Desde el punto de vista de Jesús,
el pueblo de Dios no tiene fe; sólo el samaritano la tiene. Y ésta es
precisamente su salvación.
Para nuestra vida.
Hoy
las lecturas nos recuerdan una acción tan humana como la acción de gracias. El agradecimiento, la postura
de esperanza confiada, la alegría, no son precisamente signos muy visibles en
nuestra Iglesia. El mismo acto de acción de gracias que constituye nuestra
reunión más importante parece convertido, las más de las veces, en un acto frío
y gris donde todo está perfectamente sometido a unas reglas formales y pasivas.
Nuestra oración hace más
hincapié en pedir cosas que en agradecer otras muchas, y la participación y
reconocimiento de los sencillos, de los de a pie, en nuestro sistema
institucional deja mucho que desear.
Los que parecen extraños, los
que no parecen buenos, los que son de otra manera distinta, incluso los que
calificamos de rebeldes y poco religiosos, pueden estar más próximos a Dios que
nosotros mismos y hacerlo presente de un modo más eficaz que el nuestro.
Pero reconocerlo es peligroso
para nuestra seguridad, para nuestro ordenamiento institucional, para nuestra
pretendida verdad total, aunque el Evangelio nos lo repita constantemente y nos
invite a ser más abiertos, más sencillos, más inquietos y más agradecidos.
En
la primera lectura, Naamán reconoció a través de la
acción que le había ordenado el profeta Eliseo, que sólo el Dios de Israel era
el verdadero Dios,
y quiso recompensar materialmente al profeta por su buena acción. El profeta no
aceptó recompensas materiales, porque para él la única recompensa era la
conversión del magnate sirio. Actuemos también nosotros siempre con generosidad
de espíritu.
En
la segunda lectura, se nos recuerda como San Pablo tenía el cuerpo encadenado,
pero su espíritu era libre, porque estaba lleno del espíritu de Cristo. Como sabemos, San Pablo llega
a decir que no es él realmente el que vive, sino que es Cristo quien vive en
él. Este espíritu de san Pablo es el que debemos pedir nosotros todos los días
a Dios. ¡Ser libres de espíritu! es una meta y un medio. Socialmente pueden
encadenarnos las tentaciones y dificultades de la vida, hasta cierto punto,
nuestro cuerpo, las enfermedades corporales también pueden encadenar en cierto
modo el cuerpo, pero el verdadero cristiano siempre será una persona libre.
Libre para anunciar con nuestra palabra y con nuestra conducta el evangelio de
Jesús, el reino de Dios.
Esto nos llevara a plantearnos
la vida como lucha (2 Tim. 2,4-7). La libertad de la
Palabra que ha crucificado a Jesús ha llevado a Pablo a la cárcel, probando así
toda su eficacia: sólo se encarcela al que molesta. Un mensaje que no suscitara
oposición no pasaría de ser una bonita palabra.
Pablo pide a Timoteo que tenga
en cuenta todo esto, que no desmienta los himnos que canta su comunidad:
Jesucristo es nuestra razón de vivir, porque El ha sufrido la muerte; nuestra
razón de continuar, porque El continuó hasta el final; nuestra razón de
esperar, porque nuestra infidelidad sería ridícula frente a su indomable
fidelidad. Tener miedo a los riesgos que puedan derivarse del anuncio del
Evangelio, esto sería ya renegar de Jesús.
El
evangelio nos presenta la figura de los leprosos. El leproso en tiempo de Jesús
era tratado como un muerto en vida y se le obligara a vestir como se vestía a
los muertos: ropas desgarradas, cabelleras sueltas, barba rapada. No se les
permitía habitar dentro de ciudades amuralladas, pero sí en las aldeas con tal
de no mezclarse con sus habitantes. Por eso, vivían en las afueras de los
pueblos. Todo lo que ellos tocaban se consideraba impuro, por lo que tenían
obligación de anunciar su presencia desde lejos. Eran "impuros”
ritualmente y vivían una especie de vida de excomulgados.
El Evangelio pone en escena a
diez leprosos curados por la fe en Cristo; esta fe obtiene la salud y no la
ley, ya que es un extranjero, un separado, un cismático, profundamente
despreciado por los fariseos, el que supera a los demás en la aproximación a
Cristo. Los leprosos se fían. Durante el camino son curados. Y entonces pasa
esto: Los que están sometidos a la Ley, los nueve judíos, se atienen a la
aplicación de esta Ley y con ello se consideran libres de deudas. Sólo el
décimo "comprendió". En lugar de ir, con los otros, a cumplir con una
Ley inútil, "vuelve sobre sus pasos", "glorificando a
Dios", "dando gracias a Jesús". En adelante será por Jesús por
donde pase la gloria de Dios y toda la Eucaristía (cf. Jn
4. 20-26). Y es un samaritano el único que ha comprendido esto.
He aquí, pues, la enseñanza
principal de este Evangelio: se salva por la fe en J.C. sin distinción de
origen, se sea judío o no. Y los paganos (o asimilados) menos
"habituados", menos rutinarios de la práctica, menos orgullosos de
sus obras tienen más fácilmente el sentido de la gratuidad, de la
"gracia", del impulso de la acción de gracias. Aquí como en la época
de Jesús, los pobres y marginados son m-as fácilmente dados a la Fe.
En nuestros días la marginación
social no sólo ha crecido sino que se ha agudizado; el rechazo a los leprosos,
sin ser justificable al menos se podía explicar por el temor al contagio (y la
consiguiente impureza legal). Hoy día se sigue marginando a los enfermos;
habrán cambiado las formas, pero la marginación sigue: leprosos, enfermos de
sida, de cáncer..., pero, además, se margina a personas y grupos que nos pueden
contagiar; simplemente se ha creado la costumbre de verlos con malos ojos y se
sigue adelante con la tradición: gitanos, prostitutas, drogadictos, obreros,
emigrantes, refugiados apatridas...; personas y
grupos que, sin duda, tienen sus fallos, sus defectos. La experiencia de la
salvación es una experiencia que, felizmente, siguen teniendo muchas personas
en nuestros días; pero son muchos más los que no sólo no llegan a tenerla, sino
que ni siquiera sienten la necesidad de experimentarla; salvación es, para
ellos, el comamos y bebamos, compremos y acumulemos, el tengamos y
aparentemos... Así, su salvador es el dinero; ya avisó Jesús lo difícil que
resulta para un rico tener la oportunidad de ver en su vida otra necesidad que
la de más y más dinero. A bastantes de ellos los podemos equiparar a los
leprosos. Todas estas lepras y leprosos con los que nadie quiere juntarse son
los que el Papa Francisco llama “los descartados”. Son las personas rechazadas
en el mundo y expulsadas de la comunidad. Sin embargo, la curación de los
leprosos se presenta en los evangelios como señal mesiánica y cumplimiento de
las promesas que ya anunció Isaías. La Iglesia debería ser el “hospital de
campaña” que pide el Papa Francisco para atender a aquellos que nadie quiere, a
aquellos con los que nadie quiere juntarse.
Este relato también
nos sirve para reflexionar acerca de la lepra que viene a ser como un símbolo
del pecado, enfermedad mil veces peor que daña al hombre en lo que tiene de más
valioso. En efecto, el pecado corroe el espíritu y lo pudre en lo más hondo,
provoca desesperación y desencanto, nos entristece y nos aleja de Dios. Si
comprendiéramos en profundidad la miseria en qué quedamos por el pecado,
recurriríamos al Señor con la misma vehemencia que esos diez leprosos,
gritaríamos como ellos, suplicaríamos la compasión divina, confesaríamos con
humildad y sencillez nuestros pecados, para poder recibir de Dios el perdón y
la paz, la salud del alma, mil veces más importante que la del cuerpo.
Rafael Pla Calatayud.
rafael@sacravirginitas.org
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