Comentario
a las lecturas
del Domingo XXX del Tiempo Ordinario 23 de octubre de 2016
Hoy domingo del DOMUND Ver al final *
El hilo argumental de las lecturas en este
Domingo 30 del Tiempo Ordinario es la petición del pecador y la respuesta
salvífica de Dios. El Señor escucha. Pero, además, la perseverancia humilde de
los pecadores mueve a Dios a la ayuda generosa y constante.
La primera lectura define a Dios
como a un “juez justo”, que no se deja sobornar por las ofrendas de esos
poderosos que practican la injusticia con los hermanos; en contrapartida, ese
Dios justo ama a los humildes y escucha sus súplicas. .
En la segunda
lectura,
tenemos una invitación a vivir el camino cristiano con entusiasmo, con entrega,
con ánimo, a ejemplo de Pablo. La lectura se separa un poco del tema general de
este domingo; con todo, podemos decir que Pablo fue un buen ejemplo de esa
actitud que el Evangelio propone: él confió, no en sus méritos, sino en la
misericordia de Dios, que justifica y salva a todos los hombres que la acogen
El Evangelio define la actitud
que el creyente debe tener frente a Dios. Rechaza la actitud de los orgullosos
y autosuficientes, convencidos de que la salvación es el resultado natural de
sus méritos, y propone la actitud humilde del pecador, que se presenta ante Dios
con las manos vacías, pero dispuesto a acoger su don. Esa es la actitud del
“pobre”, la que Lucas propone a los creyentes de su tiempo y de todos los
tiempos
La primera
lectura del Eclesiástico ( Eclo 35,15b-17.20-22a)
nos habla de la
oración constante del débil, del marginado, del pobre, del oprimido, del
huérfano y de la viuda.
El libro del Eclesiástico o libro de Ben Sirá fue escrito a principios del siglo II antes de Cristo (entre
el 195 y el 171), en un momento en el que los seléucidas
dominaban Palestina y la cultura helénica, cada vez más omnipresente, ponía en
riesgo la cultura, la fe y los valores judíos.
El autor del
libro (Jesús Ben Sirá), preocupado porque muchos de
sus conciudadanos se dejaban seducir por los valores extranjeros y renegaban de
las raíces de su Pueblo escribe, para defender el patrimonio cultural y
religioso del judaísmo, sobre su concepción de Dios, del mundo, de la elección
y de la alianza. Quiere convencer a sus compatriotas de que Israel posee en su
“Torah”, revelada por Dios, la verdadera “sabiduría”,
una “sabiduría” muy superior a la “sabiduría” griega.
El texto que se
nos propone se inserta en un paquete de sentencias en el que Jesús Ben Sirá quiere señalar a sus conciudadanos el camino hacia la
verdadera “sabiduría” (cf. Ben Sirá 34,21-35,26).
Ese “camino” pasa
por la práctica de una "religión verdadera”, esto es, por el cumplimiento
riguroso de los mandamientos de la “Torah”, sobre
todo en aquello que respecta a la vivencia de la justicia comunitaria y del
respeto de los derechos de los más pobres.
En estas
sentencias, Jesús Ben Sirá informa que Dios no puede
ser comprado con actos de culto, por parte de aquellos que practican la
injusticia y que esclavizan a los hermanos. La llamada del autor va, por tanto,
en el sentido que se cumplan los mandamientos de la Ley y sean respetados los
derechos de los pobres y de los débiles. Esa es la verdadera religión que Dios
exige del hombre.
Aquellos que
pretenden ser sabios no pueden cometer injusticias por la mañana y por la tarde
aparecer en el Templo proclamando su fe y su comunión con Dios, a través de la
ofrenda de llamativos sacrificios de animales. Eso sería, en la práctica,
querer comprar a Dios y hacerle cómplice de la injusticia. Y eso, Dios no lo
acepta.
El texto nos aclara que
Dios no es parcial al favorecer al pobre frente al rico, porque Dios es justo y
quiere que todos tengamos lo necesario. Si Dios ayuda más al pobre es porque
éste lo necesita más y Dios ayuda más a los que más lo necesitan. Así debemos
ser nosotros, no es que amemos más al pobre que al rico, porque sí, sino que
amamos más al pobre en el sentido que reconocemos que el pobre está materialmente
más necesitado de nuestra ayuda que el rico. Amamos más al que más necesita
nuestra ayuda, sea rico o pobre. No olvidemos que también hay ricos materiales
que son muy pobres en otras cosas y en sus necesidades nosotros debemos
ayudarles igualmente. La enfermedad es pobreza, la soledad es pobreza, el
pecado es pobreza, y aunque los enfermos, las personas que viven solas o
abandonadas, los pecadores sean materialmente ricos, nosotros debemos ayudarles
en lo que son pobres, es decir, en su enfermedad, en soledad, en su condición
de pecadores, porque en estos aspectos están necesitados de ayuda. Sin alimento
uno no puede vivir feliz, pero con solo pan tampoco uno es feliz.
El responsorial
de hoy es el salmo 33 ( Sal 33,2-3.17-19.23). Es un canto de
acción de gracias. Son muchos los beneficios que el salmista ha recibido del
Señor y se ve en la necesidad de agradecérselos. En tantos momentos, especialmente
en las pruebas de la vida, ha visto la mano bondadosa de Dios, su fidelidad, su
solicitud, que ahora quiere expresar en un canto estupendo toda su gratitud al
Dios providente de Israel.
Las pruebas que
Dios permite no superan nunca las fuerzas del justo, de modo que las fuerzas
del mal no parecen romper el equilibrio de la fidelidad.
El salmista tiene
experiencia de esta protección y solicitud de Dios y por eso le agradece su
bondad y al mismo tiempo comunica a los demás su vivencia, exhortándolos a la
fidelidad y a la confianza, invitándoles incluso a que ellos mismos tengan esa
experiencia de la providencia y de la cercanía de Dios.
Por esto este
salmo tiene igualmente un cariz sapiencial y exhortativo.
"Bendigo al Señor en todo momento, su
alabanza está siempre en mi boca..." (Sal 33, 2) Mi alma se gloría en el
Señor: que los humildes lo escuchen y se alegren. Los soberbios, en cambio, que
callen pues nada tienen que decir ante Dios. Y si algo dicen, el Señor no los
oye ni los escucha. Los soberbios son rechazados por el Todopoderoso, que los
considera indignos de su Reino, ineptos para entender y gustar las cosas
divinas, por creerse mejores. De ahí que el verse uno mismo tan frágil y tan
débil, tan vulnerable y tan inclinado al mal, puede ser un motivo de gozo saber
que Dios ama lo que el mundo desprecia, que se complace en la pequeñez de sus
siervos. Sí, así es, a los sencillos y a los humildes el Señor abre de par en
par las puertas de su corazón de Padre bueno.
Por este motivo,
pues, el salmista bendice al Señor en todo momento, y la alabanza al Señor
llena de continuo su boca. De aquí que, ocurra lo que ocurra, si uno se
reconoce como es, sin desanimarse por ello, si uno se olvida de la propia
pequeñez y piensa en el poder divino, entonces brota del alma un canto de gozo
y de gratitud hacia Dios.
"El Señor se
enfrenta con los malhechores para borrar de la tierra su memoria..." (Sal 33, 17).- A
veces pudiera parecernos que Dios es vencido por sus enemigos, por esos que
rompen su Ley divina. Y es cierto que en ocasiones los impíos triunfan, quedan
impunes de sus delitos, riéndose y quizá hasta blasfemando. Siguen su vida como
si tal cosa, impávidos y descarados.
Se tiene toda la
eternidad por delante, bien se puede dar un margen de impunidad. Convencidos de
esta realidad, no cesemos nunca de intentar hacer lo que Dios quiere, acudamos
al Señor llenos de confianza por muy mal que nos vayan las cosas. En todo
momento hay que apoyarse en Dios, y cuando todo va mal todavía más. No
olvidemos que el Señor está cerca y dispuesto a sostenernos con sus brazos
paternales.
La segunda
lectura continua siendo de la segunda carta a Timoteo ( 2 Tim 4,6-8.16-18). Aunque atribuida
a Pablo, se trata (como ya vimos en domingos anteriores) de una carta escrita
por un autor desconocido, de finales del siglo I o principios del siglo II.
Para los
creyentes de la segunda generación cristiana, es una época de persecuciones, de
divisiones, de herejías y, por tanto, de confusión y de desánimo. En ese
contexto, un cristiano anónimo, utilizando el nombre de Pablo, escribió
pidiendo a sus hermanos en la fe que se mantuviesen fieles a la misión que Dios
les había confiado. Su objetivo era revitalizar la fe y el entusiasmo de los
creyentes.
Nos recuerda las palabras que san Pablo decía momentos antes de morir,
poniéndose el mismo Pablo como ejemplo de lo que deben ser todos los seguidores
y discípulos de Cristo.
"Querido
hermano: yo estoy a punto de ser sacrificado..." (2 Tm 4, 6).- San
Pablo se da perfecta cuenta de su situación. Comprende que sus días están
contados, que le aguarda la muerte a la vuelta de la esquina. Sí, el momento de
su partida es inminente. En aquellas circunstancias había motivos para
desesperarse. Y, sin embargo, en esos instantes mira hacia su pasado y dice
sereno y lleno de esperanza: "He combatido bien mi combate, he corrido
hasta la meta, he mantenido la fe".
Cada uno tenemos
nuestro propio entorno vital, cada uno quizá piense que la muerte está lejos, o
por el contrario, que se nos acerca cada vez más. De todos modos, hemos de
vivir de tal forma que podamos morir serenos y confiados en el Señor. "La
gloria de morir sin pena, bien vale la pena de vivir sin gloria". Ojalá
que combatamos bien la batalla de cada día. Que Dios nos ayude a coger hasta la
meta señalada, a ser fieles y leales a la fe de nuestros mayores. Sólo así
podremos decir un día: Ahora me aguarda la corona merecida, con la que el
Señor, juez justo, me premiará a mí... Por mi parte, más que en su justicia,
espero en su infinita misericordia.
"La primera
vez que me defendí ante los tribunales, todos me abandonaron..." (2 Tm 4, 16) Los
recuerdos llenan el corazón anciano y sensible del gran Apóstol. Sólo Lucas
está ahora con él. Antes, ni siquiera eso. Estuvo solo ante los tribunales, sin
apoyo humano alguno para llevar a cabo su defensa. Aquellos que decían ser sus
amigos, aquellos por los que se sacrificó día y noche, aquellos a quienes amó
con entrañas de padre, aquellos le abandonaron cuando más les necesitaba.
Situación triste y casi desesperada. Pero también entonces Pablo se siente
tranquilo y sereno.
nos dice que nuestra oración debe estar
motivada de una profunda humildad y sencillez de corazón. La enseñanza
viene a través de una parábola: la parábola del fariseo y el publicano. San
Lucas nos explica el porqué de esta historia: Jesús quiere hacer escarmentar a
“algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y
despreciaban a los demás”.
Fariseos y publicanos eran dos grupos de la
sociedad judía.
Los
fariseos eran gente bien. Bien situados económicamente, bien considerados
socialmente, bien dotados de cultura y erudición. Y se lo sabían bien. Y el
pueblo lo aceptaba. Orgullosos, pues, sin que se definiesen de tal modo. Uno de
ellos, el primer protagonista que aparece en escena hoy en la lectura, va al
Templo y le dice y repite a Dios lo bien que obra, según los preceptos
escritos. Se lo dice y repite exigente. Aunque eso de exigir no se diga, pero,
evidentemente, está reclamando sus favores. Se mantiene erguido, la frente
elevada, la mirada fija. Un hombre correcto, nadie puede reprocharle nada. Un
orgulloso, no cabe duda tampoco. Y gente de este tamaño, volumen y estatura
espiritual, no caben, no pueden pasar por la puerta del Reino de los Cielos. Su
tinte espiritual no hay quien se lo elimine. No está justificado, dicho en
lenguaje evangélico.
Los publicanos, o cobradores de impuestos, que
también se nombran así, eran unos enchufados. Recolectaban lo que las leyes
romanas exigían, traicionando al Pueblo de Dios, que no sentía otra autoridad
que la divina. La gente los marginaba y ellos lo sabían. Tampoco podían lucirse
en las asambleas litúrgicas de las sinagogas. El personajillo de la parábola
pertenece a este gremio. Entra en escena por una rendija y no se atreve a
avanzar ni a declamar entonando su oración. Nada tiene que decirle a Dios, nada
puede exhibir de sí mismo. Siente lástima de sí, sin exigir compasión que le
ennoblezca, cree que no la merece.
Fijémonos
ahora en uno de los personajes centrales de la parábola de hoy: el fariseo
subió al templo a orar y, “erguido, oraba para sí en su interior”. Es un
monumento al orgullo. Ni siquiera se digna ponerse de rodillas para orar. No.
Se queda en pie, “erguido”, encopetado en su soberbia, mirando por encima de
los hombros a los demás con una autocomplacencia que indigna. Es un tipo
antipático y chocante no sólo por el hecho de alabarse a sí mismo con tanta
desfachatez, sino, sobre todo, por compararse con sus semejantes y
despreciarlos en el fondo de su corazón. Al igual que otros fariseos, se sentía
santo y “perfecto” porque observaba escrupulosamente las prescripciones
externas de la Ley. Sin embargo, aparece como un ser egoísta, soberbio e injusto
con sus semejantes.
Este hombre no habla con Dios, sino que se
habla a sí mismo, se alaba y se auto justifica de un modo ridículo y pedante,
presentando ante Dios sus muchos “méritos” y títulos de gloria: “¡Oh Dios! te doy gracias porque no soy como
los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno
dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”. Ésta era su
“oración”: una auto exaltación y un total desprecio de los demás. Y lo más
triste del caso es que este pobre hombre creía que así agradaba al Señor.
Como contrapunto, nos presenta Jesús al
publicano: “se quedó atrás –en la última
banca del templo— y ni siquiera se atrevía a levantar los ojos al cielo; sólo
se golpeaba el pecho, diciendo: ¡oh Dios!, ten compasión de este pecador”. Este
hombre sabía delante de quién estaba y reconocía todas sus limitaciones
personales. Experimentaba ese religioso y santo temor de presentarse ante Dios
porque sentía todo el peso de sus muchos pecados; era profundamente consciente
de su indignidad y sólo se humillaba, pidiendo perdón por sus maldades. Y en su
humildad, ni siquiera se atrevía a levantar los ojos al cielo y se golpeaba el
pecho pidiendo perdón y compasión al Señor que todo lo puede.
Si
Jesús hubiera dejado opinar a la gente y decir quién de los dos volvió
justificado a su casa, todos hubieran contestado: "¡El fariseo!" Ya
que era ésta la opinión común en aquel tiempo. Jesús piensa de manera distinta.
Según él, aquel que vuelve a casa justificado, en buenas relaciones con Dios,
no es el fariseo, sino el publicano. Jesús da la vuelta al revés. A las
autoridades religiosas de la época ciertamente no les gustó la aplicación que
él hace de esta parábola.
Para nuestra vida.
San Pablo escribe
en la Epístola de hoy su testamento y se lo dirige a Timoteo. Pablo ya es viejo
y no espera otra cosa que llegar a la meta. Es, tal vez, más humilde que en
otras ocasiones y, por ello, más entrañable. "Pero el Señor me ayudó --dice Pablo-- y me dio fuerzas para anunciar
íntegro el mensaje, de modo que lo oyeran todos los gentiles. Él me libró de la
boca del león. El Señor seguirá librándome de todo mal, me salvará y me llevará
a su reino del cielo." Pablo a pesar de su fortaleza, no se olvida de
la ayuda del Señor. Y es que lo que evitará que entremos en caminos de
valoración loca de nuestras posibilidades es no perder en ninguno de los casos
la presencia de Dios. Toda la esencia de ser cristiano es vivir en presencia
del Señor. Y eso solo se consigue con la oración continuada humilde. No es
difícil. Lo dificultoso será, sin embargo, esa estéril soledad de nosotros
mismos, enfrentada a la cálida ternura de Dios.
Les dice Pablo, y
nos dice a nosotros, que si somos fieles a Cristo hasta el final de nuestra
vida, Cristo nos dará después de nuestra muerte la corona merecida, es decir,
la gloria eterna. Lo nuestro es luchar hasta el final de nuestra vida, siendo
fieles seguidores del mismo Jesús, estando dispuestos siempre, como lo estuvo
Pablo, a predicar y vivir el evangelio del reino con todas nuestras apalabras y
acciones. Si nosotros somos fieles seguidores de Jesús mientras vivamos en esta
vida, Cristo no nos va a fallar y, al final de nuestra vida, nos dará el
premio, la corona merecida. La esperanza y la confianza en el cumplimiento de
las palabras de Cristo deben darnos, sobre todo en los momentos difíciles,
fuerza y paz para vivir y predicar el evangelio con valentía y constancia. El
ejemplo de san Pablo debe animarnos hoy a nosotros en estos tiempos difíciles
para la fe que nos ha tocado vivir.
" ¡No les sea
tenido en cuenta-.
Mas el Señor me ayudó y me dio fuerzas... Él me libró de la boca del león. El
Señor seguirá librándome de todo mal, me salvará, me llevará a su reino del cielo.
¡A él la gloria por los siglos de los siglos, amén!...". Cuando
nos veamos traicionados, cuando nos olviden o nos paguen de mala manera, lo
primero que tenemos que hacer es perdonar y poner nuestra confianza en Dios,
apoyarnos en su fuerza inquebrantable. Sólo así renacerá la esperanza en la
desesperación, sólo así nos sentiremos seguros, contentos, con ganas de
bendecir a Dios.
En el evangelio
de San Lucas, la
parábola del fariseo y del publicano
plantea uno de los temas
más importantes de la vida religiosa y una característica fundamental del
cristianismo. Jesús aprueba la humildad y angustia del publicano, doblado por
el peso de sus pecados y reprueba la actitud orgullosa y autocomplaciente del
fariseo.
Jesús nos señala y advierte sobre el gran peligro de creernos los únicos,
los perfectos, los poseedores de la verdad, despreciando a los demás, por
considerarlos inferiores o en todo caso con una capacidad y un tono espiritual
inferior al nuestro. Pues de esa actitud, como de toda actitud egoísta y
vanidosa debemos huir. Nosotros debemos ser siempre humildes y debemos rogar al
Señor que nos de auténtica humildad, no aquella externa, aparente, destinada a
engañar a quienes nos rodean, mientras por dentro nos vanagloriamos de nuestras
cualidades y excelsas virtudes.
El problema no es sólo que nos creemos algo que no es verdad, que no es
cierto, sino que encima esta actitud se convierte en un obstáculo para nuestra
conversión. Claro, si somos tan perfectos, si somos tan virtuosos, no dejamos
espacio a la autocrítica, a la superación, al cuestionamiento de nuestros
defectos, que seguramente los tenemos en cantidad; el orgullo nos satura y
ciega. Así difícilmente enmendaremos nuestro camino y persistiremos en nuestros
errores.
Y como en otros muchos aspectos del mensaje de
Jesús se plantea una gran paradoja, porque, de hecho, un seguidor óptimo de la
doctrina puede sentirse satisfecho de su actividad religiosa y utilizar como
elemento de autoestima el esfuerzo que "le cuesta ser bueno". Pero
ahí aparece el gran peligro porque sin la ayuda permanente de Dios no podemos
acometer nuestro camino de bondad.
Debemos dejar el juicio a Dios. Nosotros debemos limitarnos a servir del
mejor modo posible, procurando corregirnos siempre. Debemos acercarnos con
humildad a nuestro Padre, reconociéndonos pecadores.
* Celebramos hoy DOMUND.
Es una obra pontificia a punto de cumplir ochenta y cinco años y al ser
pontificia pues se celebra en todo el mundo. Antes se llamaba “Domingo Mundial
de la Propagación de la Fe” –de ahí viene la palabra DOMUND— y ahora es la
Jornada Mundial por la Evangelización de los pueblos. Pero el popularísimo
nombre de DOMUND se sigue utilizando. La Iglesia universal emplea ese día como
un toque de atención para pensar en hermanos muy lejanos que no conocen a
Cristo y, sobre todo, en aquellos hombres y mujeres que muy alejados de sus
casas intentan trabajar en la mejora personal de muchas personas de lugares remotos:
los misioneros.
"Sal de tu tierra" es el lema del Domund. Es la
invitación que nos hace el papa Francisco a salir de nosotros mismos, de
nuestras fronteras y de la propia comodidad, para, como discípulos misioneros,
poner al servicio de los demás los propios talentos y nuestra creatividad,
sabiduría y experiencia. Es una salida que implica un envío y un destino. La
misión ad gentes es universal y no tiene fronteras. Solo quedan excluidos
aquellos ámbitos que rechazan al misionero. Aun así, también en ellos se hace
presente con su espíritu y su fuerza. Las huellas que aparecen en el cartel son
expresión del lema “Sal de tu tierra”. Los tonos empleados para las huellas del
caminante y para el fondo son familiares a quienes desde hace muchos años han
identificado los cinco continentes con colores distintos. El mandato de Yahvé
Dios a Abrahán, para que saliera de su tierra y fuera a la tierra prometida,
está permanentemente actualizado por los discípulos misioneros, que han hecho
propia la repetida expresión del papa Francisco: “una Iglesia en salida”. En el
cartel aparecen huellas y cruces. Las cruces en las huellas es un detalle que
podría pasar inadvertido, pero que permite distinguir esas pisadas de las de
otras personas que salen de su tierra por otros motivos diversos. Las cruces
que discretamente aparecen en la marca de esas huellas recuerdan la cruz que
cada misionero o misionera recibe el día de su envío por parte de la Iglesia;
cruz que es el distintivo de su misión de amor y misericordia, continuadora de
la de Cristo. Que también nosotros salgamos de nuestro egoísmo y de todo
aquello que nos retiene, para salir al encuentro del hermano necesitado.
Rafael Pla Calatayud.
rafael@sacravirginitas.org
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