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viernes, 23 de septiembre de 2016

Comentarios a las Lecturas del domingo XXVI del Tiempo Ordinario 25 de septiembre de 2016.

De nuevo en este domingo se nos presenta con la viveza de las palabras proféticas y con la sencillez de una parábola el tema de la división de los hombres en ricos y en pobres (el tema dominante de hoy es el mismo: el dinero que esclaviza). Son mucho más numerosos los pobres que los ricos. Un problema grave en nuestra sociedad es la insensibilidad ante las estadísticas: apenas nos impresiona conocer que hay ocho millones de pobres en España. Todos corremos el peligro de olvidarnos de los pobres, pasar de ellos en cualquier semáforo o acostumbrarnos a su presencia.
 
En la primera lectura  ( Am 6,1a.4-7) oímos al profeta Amós que interviene en el Reino del Norte (Israel) durante el reinado de Jeroboan II. La coyuntura política y económica de este siglo VIII produjo, tanto en el reino de Israel como en el de Judá, una profunda separación entre los ricos, que se aprovecharon al máximo de los acontecimientos, y los pobres, que en estos momentos se ven más desamparados que nunca.
En Samaria, algunos de sus habitantes se enriquecen a costa de los otros, y el lujo aparece por todas partes: se construyen "casas de sillares" (5.11); el mobiliario es de lujo: "os acostáis en lechos de marfil" (6,4) se divierten sin conocimiento (4,1;6,4-6) y sin preocupación alguna. Su fe en Samaria es ciega: su pueblo es la flor y nata del mundo próspero.
Amós es un hombre del desierto; por esta razón es sumamente sensible a la injusticia social en todas sus formas. Yahvé no puede soportar que su pueblo viva como un advenedizo, y su castigo se ve ya perfilarse en el horizonte. Las invectivas del profeta contra la clase poderosa le valdrán la expulsión.
Amós describe en los vv. 4-6 el lujo y goces a los que se entrega esta gente despreocupada. El profeta no puede soportar que el lujo de los poderosos (vv. 4-6) insulte descaradamente la miseria de los oprimidos,  acaba con un breve oráculo de condena (v.7).
En nombre de Dios condena sin paliativos el despilfarro, la molicie y la injusticia de los opresores y la seguridad (totalmente falsa) en que creen moverse.
Tocan el arpa, como David, pero con un fin muy diverso: divertirse; beben en copas que sólo estaban destinadas a uso cúltico (Ex 38. 3; Nm 4. 14). Dedicándose a los placeres de la mesa creen servir a los intereses del pueblo; sólo viven para la fiesta, "... pero no os doléis del desastre de José".
El "pues ahora" del v. 7 introduce el oráculo de condena: la inminencia del juicio divino caerá como jarro de agua fría sobre las ilusiones alienantes de los samaritanos. Los que se llamaban flor y nata de los pueblos tendrán el lugar que les corresponde: "encabezarán la cuerda de los deportados" (v. 1b).
La tremenda realidad del destierro abrirá los ojos a los que ahora no quieren abrir sus oídos a las quejas de los pobres y a la denuncia del profeta. El mismo Dios hablará con hechos tremendos y dará "un corte" a la orgía de los disolutos. Los dirigentes de Israel serán los primeros en ser deportados. Todo esto ocurriría unos treinta años más tarde de la predicación de Amós.
 
El responsorial de hoy es el salmo 145 ( Sal 145,7-10). Es un "himno" del reino de Dios. A partir del salmo 145, hasta el último, el 150, tenemos una serie que se llama el "último Hallel", porque cada uno de estos seis salmos comienza y termina por "aleluia". En esta forma el salterio termina en una especie de ramillete de alabanza. El salmista canta el amor de Dios en una especie de carillón festivo, más sensible en hebreo por la repetición, nueve veces, de una misma construcción gramatical que se llama el "participio hímnico":
Dios
-Que ha creado los cielos
-Que mantiene su fidelidad
-Que hace justicia a los oprimidos...
-Que da el pan a los hambrientos...
Yahvé
-Que libera a los prisioneros...
Yahvé
-Que abre los ojos a los ciegos...
-Que endereza a los encorvados...
Yahvé
-Que ama a los justos...
Yahvé
-Que guarda a los peregrinos...
-Que protege al huérfano y a la viuda...
Dios es creador del cielo y de la tierra; es custodio fiel del pacto que lo vincula a su pueblo. Él es quien hace justicia a los oprimidos, da pan a los hambrientos y liberta a los cautivos. Él es quien abre los ojos a los ciegos, quien endereza a los que ya se doblan, quien ama a los justos, quien guarda a los peregrinos, quien sustenta al huérfano y a la viuda. Él es quien trastorna el camino de los malvados y reina soberano sobre todos los seres y de edad en edad.
Son doce afirmaciones teológicas que, con su número perfecto, quieren expresar la plenitud y la perfección de la acción divina. El Señor no es un soberano alejado de sus criaturas, sino que está comprometido en su historia, como Aquel que propugna la justicia, actuando en favor de los últimos, de las víctimas, de los oprimidos, de los infelices.
En efecto, el salmista nos recuerda que el hombre es un ser frágil y mortal, como dice el mismo vocablo 'adam, que en hebreo se refiere a la tierra, a la materia, al polvo.
 
La segunda lectura (1 Tim 6,11-16) es una  exhortación sobre el testimonio cristiano. El v.12 alude a cómo Timoteo "hizo noble profesión ante muchos testigos".
Esta profesión de fe, se pone en relación con la confesión del propio Jesús, que ante Poncio Pilato dio testimonio de la verdad y proclamó sin temor su realeza (v.13). El discípulo de Jesús tampoco debe tener miedo de proclamar la verdad delante de las autoridades de este mundo.
Pero hay también otro testimonio, en cierto modo más difícil, porque no es la decisión heroica de un momento, de la que todo el mundo es más o menos capaz, sino que está hecho de fidelidad indefectible en la práctica cotidiana de las virtudes, ante Dios (religión, fe) y ante el prójimo (justicia, amor, paciencia, delicadeza) (v.11). El testimonio es posible a partir de la fe, que significa vivir el presente pendientes de un futuro que no palpamos, en función de la venida de JC y del Dios inmortal, a quien "ningún hombre ha visto ni puede ver" (vv. 15-16)
 
Hoy el evangelio (Lc 16,19-31) vuelve a ofrecernos una parábola de Jesús. En esta ocasión la parábola forma parte de una más amplia réplica, a los fariseos. Son buenos conocedores de la Ley
y de los Profetas, y deberían saber que aquello que los hombres tienen por más elevado, para Dios es sólo basura (Lc.16,15). Pero parecen desconocerlo, a pesar de que el principio mantiene toda su vigencia, especialmente ahora que el Reino de Dios es una realidad. Para recalcar esa vigencia cuenta Jesús la parábola, En ella Jesús se sirve de los mismos espacios figurativos con que sus interlocutores fariseos concebían el más allá de la muerte. Estos espacios eran el seol o infierno como lugar de tormento y el seno de Abrahán como lugar de dicha. Seno de Abrahán es en realidad una imagen que designa el puesto de honor en un banquete, es decir, el puesto a la derecha del anfitrión. Por no estar los comensales sentados, sino reclinados o tumbados, el comensal contiguo a otro daba la impresión de estar recostados, de tener apoyada su cabeza en el regazo del otro.
 El pobre ocupaba ahora el puesto de honor junto a Abrahán, el padre de todos los judíos. Observemos que la situación del rico y del pobre es ahora exactamente la inversa a la descrita al comienzo de la parábola.
El rico se dirigió a Abrahán solicitando la presencia benéfica del pobre, a lo que Abrahán respondió invitando a su hijo al recuerdo del pasado, para añadir después: "Ahora, en cambio, él encuentra aquí consuelo y a ti te toca sufrir". La parábola no habla para nada de una compensación a Lázaro por haber sido antes pobre, ni de un castigo al rico por haberlo sido con anterioridad. La parábola invierte situaciones sin más, empleando la misma técnica de contraste que ya conocemos por otros textos, p.ej. en el caso de Marta y María. El rico, se hizo la reflexión de la situación y pidió a Abrahán el favor de enviar a Lázaro a sus hermanos que todavía vivían en la tierra, en el convencimiento de que la presencia de un muerto les haría reflexionar. Abrahán no se lo concedió, alegando que es suficiente con prestar oídos a lo que dicen la Ley y los Profetas.
La parábola termina así, remitiendo a los fariseos a la Ley y a los Profetas, es decir, a lo que ellos tan bien conocen. Ellos siguen siendo el hijo mayor de hace dos domingos.
 
 
Para nuestra vida
Hoy se nos plantea el tema de lo necesario y lo superfluo. Dice que el pobre esperaba lo que tiraban de la mesa del rico. Fácilmente el rico piensa que resuelve su problema moral dando de lo que a él le sobra. Hubo -hace no muchos años- teólogos que distinguían entre lo necesario y lo superfluo. Todo se solucionaba dando de lo superfluo. Pero la parábola afirma claramente que la solución no está ahí, ya que el problema -el pecado- está en que uno tenga "bienes" y el otro "males".
No se trata de atenuar los males y reducir los bienes. La solución única es terminar con la división entre ricos y pobres. Que todos participen de la misma mesa. Quizá convendría decir claramente que eso no depende principalmente de la buena voluntad de los ricos. A menudo -en la organización actual de la sociedad- estos no pueden hacer gran cosa si se limitan a ayudar (una ayuda que puede tener su valor, pero que deja intacta la máquina económica que genera ricos y pobres). El cristianismo -como tal- no tiene una solución económica para conseguir una sociedad más justa e igualitaria.
Pero los cristianos -junto con otros hombres que caminan hacia esta sociedad- debemos trabajar, luchar, por conseguir esta mejor organización social.
Hablar de los ricos no es difícil. Son los que centran como única preocupación de su vicia la comida y la bebida, los que reducen toda su filosofía existencial a un concepto de hedonismo materialista, los que se acuestan en "lechos de marfil" en un lujo despreocupado e insultante con los parados y chabolistas, los que creen que la vida es una orgía de olores, de sonidos y sensualidades, los injustos que explotan a los más débiles.
Es más fácil elogiar la pobreza que soportarla, pues siempre humilla al hombre y a algunos los hace humildes, pero a los más los hace malévolos. De ahí que cuando se experimenta la pobreza, se aprende a compadecer la de tantos desgraciados que giran en cualquier necesidad humana o espiritual.
 
En la primera lectura nos encontramos una vez más el profeta Amós critica con palabras durísimas la explotación que hacían los ricos y gobernantes de su tiempo con los más pobres e indefensos. Además, les dice ahora, lo hacen valiéndose de la religión establecida por ellos mismos, dando culto a Dios desde Sión, en Jerusalén, o en Samaría. Debemos examinar también hoy cada uno de nosotros nuestra conducta religiosa y nuestra conducta social, porque la justicia social debe ser siempre justicia religiosa. No podemos los cristianos decir que estamos dando verdadero culto a Dios si no practicamos una verdadera justicia social cristiana.
 
En el salmo expresamos nuestra alabanza a Dios, que cuida del hombre , especialmente de aquel que sufre las consecuencias de  la maldad, del egoísmo y del orgullo. Dios apoya a quienes han caído o pueden caer en los caminos resbaladizos, en los senderos tortuosos y  sendas llena de revueltas que conducen al hombre a la desesperación y lo deja en situaciones de fracaso.
 
San Pablo en la Primera Carta a Timoteo anima a la práctica de varias virtudes: la justicia, la piedad, la fe, el amor, la paciencia, la delicadeza. Es curioso, pero la primera de todas es la justicia. No hay caridad (amor) sin justicia, la piedad desligada de la justicia puede ser falsa, la fe que no se traduce en obras está muerta, la paciencia y la delicadeza no son enemigas de la denuncia y del compromiso solidario con los oprimidos. Hace falta una civilización del amor y de la solidaridad. Hoy a escala mundial hay naciones bien alimentadas y otros muchos pueblos hambrientos. El apego a los bienes de este mundo corrompe el corazón del hombre y destruye toda posibilidad de sentido fraternal. Por eso, no basta redescubrir el valor de la pobreza, sino que es preciso abrirse a la solidaridad con los demás.
 
El evangelio nos presenta la parábola del rico Epulón y el pobre Lázaro, lo relatado no es cosa del pasado, es de lo más actual, sólo que multiplicados los Lázaros por millones y en situación más hiriente y escandalosa. Este amor preferencial... no puede dejar de abarcar las inmensas muchedumbres de hambrientos, mendigos, sin techo, sin cuidados médicos y, sobre todo, sin esperanza de un futuro mejor, no se puede olvidar la existencia de esta realidad. Ignorarlo significaría parecemos al “rico Epulón”, que fingía no conocer al mendigo Lázaro, postrado a su puerta. El nombre Epulón significa "convidado", o "comensal". En latín "épulo" es aquél que da un convite, o también el invitado. En castellano lo asociamos con aquél que come y bebe mucho. Pero en realidad, el rico en la parábola no tiene nombre, el pobre sí: Lázaro. Quizá es una forma de manifestar que el más importante no es siempre el que se piensa, pues Dios hace una opción por aquél que lo está pasando mal.
Optar los por pobres es optar por una riqueza compartida, por una vida en sobriedad solidaria, por una sociedad en la que la justicia social sea una virtud primera e indiscutible. Que los Epulones vean a los Lázaros de la sociedad en la que viven no sólo para aprovecharse de ellos, cuando los necesitan, sino para ayudarlos cuando los ven necesitados. Parece evidente que muchos ricos se han hecho ricos a costa del esfuerzo, del trabajo y de la explotación de los pobres, lo cual es algo totalmente antievangélico, contrario al comportamiento de Jesús. Los cristianos de hoy debemos ser los primeros en defender una justicia social evangélica, optando por una sociedad cristiana en la que la distancia entre ricos y pobres sea cada día menor y en la que los Epulones y los Lázaros se vean y se ayuden mutuamente, más como hermanos que se necesitan, que como enemigos que se autodestruyen. Esto es, repito, lo que predicó Jesús de Nazaret en una sociedad en la que la desigualdad social entre ricos y pobres era grandísima y escandalosa. Y si esto es lo que hizo Jesús de Nazaret en su vida, esto es, necesariamente, lo que debemos hacer los cristianos de hoy.
Hay quienes piensan que con asistir a Misa, con comulgar de cuando en cuando, con rezar determinadas oraciones o dar algunas limosnas, ya está todo arreglado. Y viven completamente al margen de lo que es el camino señalado por Dios, seguros de que al final todo se solucionará, de que habrá tiempo de arrepentirse. Y mientras llega ese momento, tan lejano al parecer, viven como paganos, sin pensar más que en sí mismos.
"Y un mendigo llamado Lázaro estaba echado en su portal…" (Lc 16, 20). Jesús actuaba y hablaba con plena franqueza, decía con libertad lo que tenía que decir, tanto a los de arriba como a los de abajo, tanto a los ricos como a los pobres. Tocaba, además, todos los temas. En muchas ocasiones sus palabras aquietan el alma, en otras inquietan al hombre. Habla de premio pero también de castigo. Nos refiere cuán grande es el amor y la misericordia del Padre, pero nos advierte también cuán terrible es su ira y su eterno castigo. Él nos quiere transmitir la verdad, pero toda la verdad, esa que nos hace libres y nos redime si la aceptamos con el entendimiento y la acatamos con la voluntad, luchando para que toda nuestra vida se acople a las enseñanzas del Evangelio.
Hoy nos habla el Señor de aquel ricachón que se daba la gran vida, sin reparar siquiera en el pobre Lázaro que mendigaba a la puerta de su casa, ávido de recibir unas migajas de las muchas que se caían de la mesa del epulón. Sólo los perros se le acercaban para lamerle las llagas. El hombre rico estaba tan abismado en sus negocios y en sus francachelas que no veía, porque no quería ver, la miseria que rodeaba su grandeza. Pero la muerte iguala al poderoso y al débil. Ambos murieron y ambos fueron enterrados. El uno con gran pompa y festejos, el otro de modo sencillo. Uno fue a reposar en un gran nicho de mármol, el otro en la blanda tierra. Sin embargo, tanto uno como otro fueron pasto de los gusanos y la podredumbre. Sus cuerpos, que sin nada llegaron a la tierra, despojados volvieron a ella. Pero ahí terminaba su historia, pues, digan lo que digan, en el hombre hay un algo distinto de los animales, y ese algo se llama alma inmortal.
El tribunal de Dios no admite componendas, no hace distinciones entre el rico y el pobre. Sólo mira en el libro de la vida donde se hallan escritas las buenas y las malas acciones. Según sea el balance, así es la sentencia. Aquel que en su abundancia se olvidó de la necesidad ajena fue arrojado al infierno, el que nada tuvo y aceptó con humildad su pobreza fue llevado por los ángeles al descanso y la paz. Es verdad que no podemos hacernos una idea clara del infierno, ni tampoco del cielo. Pero lo cierto es que ambas realidades existen y que en una se sufre lo indecible y sin remedio, mientras que en la otra realidad se goza plenamente y sin fin. Casi siempre se habla del fuego, también del llanto y las tinieblas, de la desesperación que hace rechinar los dientes, de la sed insaciable, de la separación definitiva de la imposibilidad de amar y de ser amado. Es la más terrible amenaza, el último y tremendo recurso que el Amor, sí el Amor, tiene para atraernos y salvarnos. Es verdad que la lejanía de ese castigo, aunque quizá sea mañana, nos puede dejar indiferentes. Peor para nosotros. Luego no diremos que nadie nos avisó.
 
Rafael Pla Calatayud.
rafael@sacravirginitas.org
 

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