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viernes, 2 de septiembre de 2016

Comentarios a las lecturas del Domingo XXIII del Tiempo Ordinario 4 de septiembre de 2016.

"Señor, que yo te conozca a Ti que me conoces. Que yo te conozca como soy conocido por Ti". Encontró, después de una larga búsqueda, la verdad y, con la verdad, encontró la felicidad: "La búsqueda de Dios es la búsqueda de la felicidad. El encuentro con Dios es la felicidad misma". (San Agustín).
¿Qué es lo que Dios espera de mí? ¿Qué hombre conoce el designio de Dios? -¿Buscamos a Dios de verdad?. ¿Anhelamos su sabiduría?. ¿Se nota, no solo de palabra, que el Señor es nuestra  riqueza?. Comprender el designio de Dios. Dios como refugio, el cambio que supone la vida cristiana de recibir a todos como hermanos, la exigencia de renuncia de la propia vida cristiana para ser discípulos de Jesús, las condiciones del seguimiento.
Todas estas preguntas y realidades resonarán hoy en las lecturas propuestas.
La primera lectura es del Libro de la Sabiduría ( Sab 9,13-18), nos presenta a la Sabiduría auténtica como que es el mismo Espíritu de Dios, es Dios mismo. La razón es de los hombres, la sabiduría es de Dios y ¡qué difícil es para nuestra pobre razón conocer los designios de Dios, si Dios no nos da su santo Espíritu! Ante el misterio de Dios, el hombre debe proceder siempre con humildad y reconocimiento de nuestros límites.
 Los designios de Dios solo los podrá conocer el hombre con ayuda del Espíritu Santo. Así es. Así fue. Y así seguirá. Sin la ayuda permanente del Espíritu es imposible conocer lo que Dios quiere de nosotros. Es verdad que Jesús "fue la imagen del Dios invisible" y nos enseñó a reconocer el amor desbordante del Padre hacia sus criaturas. Pero eso mismo, sin la ayuda del Espíritu, no nos llegaría, no lo entenderíamos. Muchas de las especulaciones "cientificistas" que hacen algunos respecto a la figura de Cristo, o en torno a la presencia de Dios en la creación, y que se pierden por caminos de adivinanzas o de conjeturas interminables, se deben a la ausencia del Espíritu. Cuando el Espíritu Santo está en nosotros todo llega fluidamente y con una profundidad que no procede de nosotros mismos. Pretender llegar al "fondo" de Dios cerrándose al Espíritu es –casi—una pérdida de tiempo. Eso no quiere decir que no tengan mérito los esfuerzos de personas que, sin recibir al Espíritu, buscan a Dios. El contenido del texto que leemos hoy en el Libro de la Sabiduría nos demuestra que eso ya lo sabían muchas generaciones antes del nacimiento de Cristo.
"¿Qué hombre comprende el designio de Dios, quién comprende lo que Dios quiere...?" (Sb 9, 13). Los planes de Dios, sus intenciones, sus pensamientos están ocultos a los hombres. Los deseos, las motivaciones humanas son más o menos previsibles. Muchas veces sabemos lo que nuestro interlocutor piensa con sólo mirarle a los ojos. Sabemos qué es lo que desea, qué es lo que está buscando. Con Dios no ocurre lo mismo. Él se escapa a nuestras previsiones, está por encima de nuestros cálculos. Y a menudo nos sorprende su forma de actuar, nos extraña quizá su pasividad, su prolongado silencio. Y nos preguntamos, inútilmente, el porqué de las cosas. Hoy nos dice el sabio inspirado por Dios: Los pensamientos de los mortales son mezquinos y nuestros razonamientos son falibles; porque el cuerpo es el lastre del alma y la tienda terrestre abruma la mente del que medita... Por eso ante Dios sólo nos queda en ocasiones el silencio por respuesta, la aceptación rendida de cuanto Él quiere disponer. Conscientes de que sus planes son siempre justos e inapelables. Contentos al pensar que, además de inteligente como nadie, Dios es sobre todo amor.
"Pues, ¿quién rastreara las cosas del cielo, quien conocerá tu designio?" (Sb 9, 17). Los planes de Dios están escondidos para los hombres, el Señor puede mostrarlos con el fulgor de tu luz, esa luz que luce en las tinieblas y que las tinieblas no sofocaron, esa luz verdadera que, con su venida a este mundo ilumina a todo hombre. La luz, nos ha penetrado, sembrando el gozo y la alegría en nuestros corazones, porque sabemos lo que buscas, lo que intentas desde el principio de los tiempos. Salvar a los hombres, a todos. Esa es la voluntad del Señor, su deseo de universal salvación. Y para que esa redención no fuera como una limosna que nos humillase, permite que podamos cooperar a nuestra propia salvación, conquistar con nuestro pequeño esfuerzo, sostenido por tu gracia, ese Reino maravilloso que él ha venido a proclamar.
El responsorial es el salmo 89 (Sal 89,3-6.12-17). Volvemos a presentar el comentario hecho el Domingo XVIII del Tiempo Ordinario. 31 de julio de 2016.
  Decíamos que este es uno de los llamados salmos reales. Estos salmos tienen dos modalidades: algunos salmos que hablan sobre el rey de Israel y otros que muestran la realeza divina. La tradición de ambos grupos de salmos es davídica en el sentido de que se apoya tanto en la elección divina del Rey David como en la promesa que Yahveh le hizo sobre la perpetuidad de su dinastía. Inicialmente usados para la consagración de reyes o para ceremonias reales, con la caída de la monarquía son reutilizados en sentido mesiánico. Los más representativos son el Salmo 2, el 45, el 89 y el 110 (para los directamente relacionados con la dinastía davídica).
En este salmo, un himno al Señor rey del universo (vs. 1-18) y una evocación de las promesas hechas a David y a su descendencia (vs. 19-37) sirven de base para una súplica en favor del rey (vs. 38-52). El salmo fue compuesto probablemente hacia fines de la época de los reyes, cuando el creciente poderío de Babilonia se había convertido en una grave amenaza para el reino de Judá.
El hombre de la Biblia en ningún instante cubre sus ojos con disfraces, ni intenta ocultarnos la vieja sabiduría sobre la fugacidad de la vida y la relatividad de las cosas. Al contrario, lo sentimos impresionado por la condición efímera de la existencia humana, y frecuentemente se nos presenta agobiado, por no decir abrumado, por el peso de la contingencia.
"Señor, Tú has sido nuestro refugio de generación en generación".
El salmista se presenta en el escenario, y de entrada, comienza por levantar la cabeza y extender la mirada hacia atrás por encima de los horizontes y los siglos pasados buscando un centro de gravedad que ponga una cierta estabilidad en el vaivén inestable de las generaciones humanas. En efecto, necesitábamos una roca porque las generaciones subían y bajaban como las olas, y la vida era un perpetuo movimiento como las entrañas del mar.
Y, por encima de las estaciones y vaivenes, el Señor estuvo con nosotros, como una constelación sosegada sobre las olas. El estaba -estuvo-- en el fondo de nuestros pensamientos como testigo, en el fondo de nuestros sueños como confidente; y, desde el fondo de los recuerdos, ya casi olvidados, apenas conseguimos rescatarlo a El como un ser familiar con el típico encanto de un antiquísimo compañero con quien compartimos los peligros y las alegrías. Nuestro refugio de generación en generación.
En medio de ese remolino de contrastes en que se mueve el salmista, la impresión, entre tantas impresiones, que más vigorosamente resalta el salmo 89 es la de la caducidad de la realidad humana y, en general, de toda la realidad, frente a la consistencia de Dios. Todo, en el salmo, está en una mezcla confusa: las leyes biológicas junto a las iras divinas, el vacío, el silencio, el olvido.
"Mil años en tu presencia
son un ayer que pasó,
una vela nocturna...
"(Sal 89,4)
"Enséñanos a calcular nuestros años
para que adquiramos un corazón sensato
"(v.12).
El Señor nos enseña a «contar nuestros días» para que, aceptándolos con sano realismo, «entre la sabiduría en nuestro corazón» (v. 12).
Sabiduría de corazón. ¿En qué consiste ella? En «conocer mi fin» y «la medida de mis años» para comprender «lo caduco que soy», y en «calcular nuestros años» para, de esta manera, adquirir un «corazón sensato». He ahí la fuente y el camino de la sabiduría.
Corazón sensato es el de aquel hombre que tiene una visión objetiva sobre todo su entorno, dispone en su mente de la medida de las cosas y sabe aplicar, cuando corresponde, la ley de la proporcionalidad. Por lo demás, es capaz de hacer una correcta distinción entre lo verdadero y lo ficticio, entre la apariencia y la realidad. En suma, sabe que la verdad consiste en saber que todo lo humano es caduco.
"Por la mañana sácianos de tu misericordiay toda nuestra vida será alegría y júbilo" (v. 14)
Pasó la tempestad, las nubes se alejaron, y de nuevo brilla el sol. Hemos buscado al salmista y lo hemos encontrado acorralado por la muerte, asfixiado entre dos nadas, hostigado por los rayos divinos, verdaderamente en el ojo de la tempestad.
Todas las verdades, proclamadas fragorosamente en la primera parte del salmo, siguen y seguirán en pie, pero la Misericordia es capaz de cualquier metamorfosis: capaz de transfigurar el polvo en risa, el lamento en danza y la muerte misma en una fiesta. ¿El problema? Uno sólo: «saciarse de Misericordia».
Cuando el hombre despierta por la mañana, y abre los ojos, y deja entrar por la ventana de la fe el sol de la Misericordia, y ésta consigue inundar todas las estancias interiores y todos los espacios hasta la saciedad total, entonces no hay en la tierra idioma humano que sea capaz de describirnos esta metamorfosis universal: como por arte de magia el viento se lo llevó todo, la cólera divina, y las culpas, y el polvo, y la muerte, y la caducidad, y el miedo, y el humo, y la sombra, como papelitos se llevó todo el viento, y la vida y la tierra entera se entregaron frenéticamente a una danza general en que todo es alegría y júbilo (v. 14).
Las cosas de Dios no son para ser entendidas intelectualmente sino para ser vividas, y cuando se viven, todo comienza a entenderse. El secreto está, reiteramos, en saciarse, verbo eminentemente vital, casi vegetativo. Dios es banquete; hay que «comerlo» (experimentarlo) y llega la saciedad. Dios es vino; hay que «beberlo», y viene la embriaguez en que todas las cosas saltan de su quicio y, en milagrosas transfiguraciones, lo caduco se transforma en lo eterno, la tristeza en alegría, el luto en danza.
Dios hace estos prodigios, no el Dios de la venganza, que ya «murió» sobre el monte de las bienaventuranzas, sino el Dios de las Misericordias, el verdadero Dios, Aquel que nos reveló Jesús.
Después de beber este «vino», los días y los años que se abren ante nuestros ojos estarán colmados de alegría (v. 15). Y el salmo acaba con una estrofa en que una esperanza invencible llena por completo y guarda nuestro futuro. Lo diré con la traducción de la Biblia de Jerusalén:
"Aparezca tu obra ante tus siervos
y tu esplendor sobre tus hijos.
La dulzura del Señor sea con nosotros.
Confirma tú la acción de nuestras manos"
(vv. 16-17).
 
En la segunda lectura carta a Filemón (Flm 9b-10.12-17) , San Pablo pide clemencia por el esclavo Onésimo, fugado de su casa y, posteriormente, reunido con el Apóstol. San Pablo nos va a dar siempre esa aproximación insuperable a la realidad de su tiempo sin dejar de dar mensajes válidos para todas las épocas. La esclavitud era un "sistema de producción" dentro de la economía de ese tiempo. Sin duda, esa mano de obra barata y fiel había ayudado a construir imperios. Hombres, mujeres y niños constituían parte del botín de las guerras y pasaban a ser utilizados por los vencedores. En el Antiguo Testamento aparecen las deportaciones que sufrió el pueblo judío. Egipto, Babilonia son destinos de esclavitud. San Pablo pide hermandad entre esclavo y amo y, sorpresivamente, no pide la liberación de Onésimo. Pero es que el respeto por la ley civil del Apóstol es lo que dio marcha a su largo camino.
San Pablo pone en práctica las exigencias del evangelio de Jesús. Por la aceptación del evangelio y merced al bautismo, el esclavo tampoco es ya simplemente esclavo, ya no es un objeto sin derechos perteneciente a su propietario, de modo que éste pueda hacer lo que le plazca, sino que es un liberto del Señor, un hermano en Cristo. La relación de amo respecto a su esclavo ha quedado modificada. La llamada de Cristo acarrea una transformación radical de las relaciones: el esclavo se convierte en un liberto de Cristo y el libre se hace esclavo de Cristo. Onésimo quiere decir "útil". No habrá ya entre los hombres una relación de "utilidad" sino de "fraternidad. Esta libertad gracias a Cristo es la solución dada por el cristianismo primitivo al problema de la esclavitud. San Pablo manifiesta que merced al evangelio se produce una nueva relación del hombre para con Dios, y ella crea a su vez una nueva relación respecto a los demás hombres, cuyo determinante es el amor.
 
El Evangelio de este domingo de San Lucas (Lc 14,25-33),, se encuentra dentro de la sección de Lucas -iniciada en 9,51- que nos presenta a Jesús en viaje hacia Jerusalén. El texto está formado por dos comparaciones enmarcadas por tres frases de Jesús sobre el discipulado.
En los vv. 25-26, Jesús explica que ser su discípulo no significa simplemente caminar detrás de Él. Por esta razón, al ver que tantos lo siguen, se voltea y explica que para poder ser su seguidor de verdad, hay que preferirlo a Él por sobre todos. El amor que pide Jesús para sí es mayor que los lazos familiares más profundos, como el padre, la madre, los hijos o hermanos. Como ya había hecho en 9,57-62, el Señor enseña que solo poniéndolo a Él en el centro de nuestro corazón, prefiriéndolo incluso a la propia vida, podemos ser sus seguidores.
El v. 27, nos indica que para seguir a Jesús, es necesario cargar con la propia cruz. Del mismo modo que Él camina sin dudar hacia Jerusalén para entregar su vida (cf. Lc 9,51), quien quiere seguirlo debe hacer de su existencia un camino de entrega y servicio, y no de comodidad.
Al final del texto, en el v. 33, Jesús deja ver que tampoco puede ser discípulo suyo quien no renuncia a todo lo que tiene, es decir, a los bienes materiales que posee. Nuestro pasaje nos enseña así que el Señor debe ser preferido a todos y a todo.
Es de notar que las tres frases sobre el discipulado que hemos leído no son consejos para seguir mejor a Jesús, sino condiciones sin las cuales es imposible seguirlo (en las tres ocasiones se repite la expresión “no puede ser mi discípulo”). De este modo, el Evangelio nos invita a revisar nuestra escala de valores y prioridades para asegurarnos que Jesús esté siempre en el lugar más alto.
Jesús advierte de la absoluta necesidad de discernir antes de tomar una decisión tan importante: “¿Quién de vosotros, en efecto, si quiere construir una torre, no se sienta primero a calcular los gastos...? Y ¿qué rey, si quiere presentar batalla a otro rey, no se sienta primero a deliberar si le bastarán diez mil hombres para hacer frente...?” (los vv. 27-32). Los dos ejemplos propuestos sirven para demostrar que la decisión no puede hacerse a la ligera. Los medios humanos con que se puede contar son del todo insuficientes para acometer la construcción del reino de Dios y para afrontar las dificultades humanamente insuperables que se derivan de ello. La única escapatoria inteligente de este callejón sin salida es sopesar la gravedad de la situación, renun­ciando a contar exclusivamente con los propios medios. Sola­mente así se podrá hacer la experiencia del Espíritu, la fuerza de que Dios dispone para la construcción del Reino.
 
Para nuestra vida.
 
El libro de la Sabiduría formula hoy a modo de interrogante la dificultad que tiene conocer el designio de Dios y comprender lo que Dios quiere. Será necesario para ello recibir de Dios sabiduría y Espíritu Santo desde el cielo para adecuar nuestra vida a la voluntad de Dios manifestada por Jesús. Necesitamos ir contra corriente y tener la capacidad de renuncia total que pide el evangelio y a la que debemos estar dispuestos, llegado el caso. Pero esto que en el evangelio se nos propone como exigencias radicales de Jesús hoy no es tanto el comienzo del camino, sino la meta a la que debemos aspirar, aquello a lo que debemos tender, si queremos seguir a Jesús. Tal vez no lleguemos nunca a vivir con esa radicalidad las exigencias de Jesús, pero no debemos renunciar a ello, por más que nos encontremos a años luz de esa utopía.
 
En su Carta a Filemón, Pablo nos brinda una consecuencia concreta del seguimiento, y las necesarias renuncias a los propios bienes. Por haber abrazado la propuesta del evangelio, Onésimo ha dejado de ser un esclavo para ser un hermano de Filemón. Mediando la caridad y la buena voluntad de éste, quizá también se convierta en colaborador del apóstol que se encuentra encarcelado.
 
Hoy el evangelio es tremendamente exigente. Jesús se presenta  a sí mismo como el centro de su mensaje, Él mismo es el Reino que predica. Por eso, pide una adhesión sin reservas a su Persona con términos como jamás se atrevió  a usar hombre alguno:“ Si alguno viene a mí y no me ama más que a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío”.
Por la primera ("si uno quiere venirse conmigo y no me prefiere a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y hasta a sí mismo, no puede ser discípulo mío"), el discípulo debe estar dispuesto a subordinarlo todo a la adhesión al maestro. Jesús pide
una renuncia total, para que nuestra entrega a Él sea también total,  quiere dejar muy claras las condiciones para ser discípulo suyo: como Él es libre ante su familia y ante el ambiente social, así, sus discípulos deben vivir esa libertad y estar dispuestos a renunciar a todo: familia, riquezas, trabajo y al propio egoísmo. Ciertamente Jesús no nos está invitando a odiar o a despreciar a la familia. Ni a suicidarnos, cuando dice que tenemos que renunciar incluso a nosotros mismos. Nos está diciendo que tenemos que saber distinguir entre lo importante, lo absoluto, que es Dios mismo, y lo menos importante. Ya sabemos que el Señor quiere que amemos a los nuestros. El amor a los hijos, el amor fraterno, el amor conyugal son santos, pero el amor de Dios que los sostiene y anima debe ser mayor todavía en cada uno de nosotros. Si en el propósito de instaurar el reinado de Dios, evangelio y familia entran en conflicto, de modo que ésta impida la implantación de aquél, la adhesión a Jesús tiene la preferencia. Jesús y su plan de crear una sociedad alternativa al sistema mundano están por encima de los lazos de familia.
Por la segunda ("quien no carga con su cruz y se viene detrás de mí, no puede ser discípulo mío"), no se trata de hacer sacrificios o mortificarse, como se decía antes, sino de aceptar y asumir que la adhesión a Jesús conlleva frecuentemente la persecución por parte de la sociedad, persecución que hay que aceptar y sobrellevar conscientemente como consecuencia del seguimiento. Por eso es necesario no precipitarse, no sea que prometamos hacer más de lo que podemos cumplir. El ejemplo de la construcción de la torre que exige hacer una buena planificación para calcular los materiales de que disponemos, o del rey que planea la batalla precipitadamente, sin sentarse a estudiar sus posibilidades frente al enemigo, es suficientemente ilustrativo.
La tercera condición ("todo aquel  que no renuncia a todo lo que tiene no puede ser discípulo mío")  parece excesiva. Por si fuera poco dar la preferencia absoluta al plan de Jesús y estar dispuesto a sufrir persecución por ello, Jesús exige algo que parece estar por encima de nuestras fuerzas: renunciar a todo lo que se tiene. Se trata, sin duda, de una formulación extrema, paradigmática, que hay que entender. El discípulo debe estar dispuesto incluso a renunciar a todo lo que tiene, si esto es obstáculo para poner fin a una sociedad injusta en la que unos acaparan en sus manos los bienes de la tierra que otros necesitan para sobrevivir. El otro tiene siempre la preferencia. Lo propio deja de ser de uno, cuando alguien lo necesita para vivir. Sólo desde el desprendimiento se puede hablar de justicia, sólo desde la pobreza se puede luchar contra ella. Sólo desde ahí se puede construir la nueva sociedad, el Reino de Dios, luchando por erradicar la injusticia de la tierra.
 
 
Rafael Pla Calatayud.
rafael@sacravirginitas.org
 

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