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martes, 2 de agosto de 2016

Comentario a las lecturas del Domingo XIX del Tiempo Ordinario. 7 de agosto de 2016.

Comentario a las lecturas del Domingo XIX del Tiempo Ordinario. 7 de agosto de 2016.
 
La primera lectura es del libro de la Sabiduría  (Sb 18, 6-9). El fragmento es de la tercera parte del libro de la Sabiduría (caps. 11-12 y 16-19), es un comentario didáctico muy libre a siete de las diez plagas narradas en el libro del Éxodo, en las que Dios y sus representantes se enfrentan al Faraón y a los suyos.
Los vs. de esta pericopa forman parte del comentario a la sexta plaga: muerte de los primogénitos.
" Aquella noche..." es una fórmula consagrada en el recuerdo israelítico: noche de la acción de Dios y del futuro del pueblo. Ese "ánimo" que se da a los padres puede referirse tanto a los patriarcas, informados de la servidumbre y de la salida de Egipto (cf. Gn 15,13-14), como a los hebreos del Éxodo a quienes Moisés hizo conocer con anterioridad la noche pascual (cf. Ex 12,21-28). De cualquier manera la promesa de Dios sostiene el ánimo de los que pasan la prueba de la fe, lo mismo ayer que hoy.
El texto nos habla del acontecimiento capital de la historia de salvación de Israel, la Pascua: «Los piadosos herederos de las bendiciones ofrecían sacrificios a escondidas y, de común acuerdo, se imponían esta ley sagrada: que todos los santos serían solidarios en los peligros y en los bienes, y empezaron a entonar los himnos tradicionales» (18,9), anticipando así el canto del Hallel de la pascua judía. Hallel, es un grupo de salmos que se recitaban la noche de Pascua y en las grandes fiestas (cfr Sal 113-118), y que recitará Jesús con sus discípulos en la Última Cena . En ella los cristianos estamos llamados a vivir en plenitud nuestra liberación. Por esta razón la eucaristía es siempre un encuentro festivo.
Desde este texto nos queda constancia de que Dios ha decidido intervenir de una forma definitiva y clara en la historia del hombre, enviando su palabra liberadora que se compromete en favor de los oprimidos: «Un silencio sereno lo envolvía todo, y al mediar la noche su carrera, tu palabra todopoderosa se abalanzó, como paladín inexorable desde el trono real de los cielos al país condenado" (18,14-15).

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El responsorial es el  Salmo 32  (Sal 32, 1 y 12. 18-19. 20 y 22 (R.: 12b)

R. Dichoso el pueblo que el Señor se escogió como heredad.
El salmo 32, dividido en 22 versículos, tantos cuantas son las letras del alfabeto hebraico, es un canto de alabanza al Señor del universo y de la historia. Está impregnado de alegría desde sus primeras palabras: "Aclamad, justos, al Señor".
VV. 1-3: Invitación a la alabanza, con acompañamiento musical. Los «buenos» o «justos» son la comunidad litúrgica del pueblo escogido. Alabanza y acción de gracias se encuentran con frecuencia unidas.
VV. 10-12: El plan de Dios frente a los planes humanos: es un plan de salvación, que se realiza en la elección de un pueblo, y no tiene término.
VV. 16-19: La salvación: referida a la situación bélica y al peligro mortal del hambre.
VV. 20-22: Conclusión del himno, añadiendo el tema de la confianza y una breve súplica final.
El plan de Dios es un plan de salvación que no pueden frustrar los planes humanos adversos; que incorpora en su realización las acciones de los hombres, conocidos por Dios. La confianza, como enlace del hombre con el plan de Dios, se convierte en factor histórico activo, para encarnarse en la historia de la salvación. Como el plan de salvación de Dios no tiene límites de espacio o de tiempo, así este salmo queda abierto hacia el desarrollo futuro y pleno de dicha salvación, queda disponible para expresar la confianza de cuantos esperan en la misericordia de Dios.-- [L. Alonso Schökel]
El himno concluye con el canto de una antífona que ha entrado en el final del Te Deum: «Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti» (v 22), que prorrumpe del corazón de la comunidad, que lo espera todo del Señor, al que invoca como auxilio y escudo (v 20).
 
La segunda lectura es de la carta a los Hebreos  (Hb 11, 1-2. 8-19). El texto forma parte de la epístola dirigida a unas comunidades que viven en medio de un mundo hostil. A muchos cristianos les parecía que el evangelio era una utopía poco menos que irrealizable y empezaban a desfallecer ante las persecuciones, algunos abandonaban incluso la iglesia (cfr. 10,25). Por eso el autor les exhorta a la perseverancia y a la fidelidad. Recurre, para conseguir el efecto deseado, a los ejemplos bíblicos, sobre todo al ejemplo de Abrahán. No pretende dar una definición de la fe, sino destacar aquellos rasgos fundamentales que obtuvo la fe en los grandes creyentes y que convenía recordar a los que vacilaban: la firmeza en la esperanza, que anticipa los bienes futuros, y el convencimiento de lo que aún está por ver y por venir. La fe, como respuesta a la palabra de Dios que tiene el carácter de promesa, es inseparable de la esperanza.
Lo mismo que los hebreos del siglo I, Abraham conoció la emigración, la ruptura respecto al medio familiar y nacional (v. 8) y la inseguridad de las "personas desplazadas". Pero en esas pruebas encontró motivo para ejercer un acto de fe en la promesa de Dios. Tanto él como sus hijos vivieron también como nómadas (v. 19).
El creyente, en efecto, es un peregrino; está en el mundo pero no se vincula a él, porque ya ha gustado los bienes invisibles. Así, el periplo de Abraham no le lleva tan solo a una ciudad terrestre (esa Jerusalén en que los primeros cristianos deseaban penetrar), ni a una tierra prometida material, sino a la ciudad invisible (v. 10) que constituye la vida con Dios. La fe enseña a no darse por satisfecho con los bienes tangibles ni con esperanzas inmediatas: se verifica en la espera, el alejamiento del final del camino, la inmaterialidad del fin perseguido.
Finalmente, Abraham sufrió los efectos de la esterilidad de Sara y la falta de descendencia (cf. Gén 15, 1-6) (v. 11). Esta prueba fue para él la más angustiosa porque el patriarca se acercaba a la muerte (vv. 12-13) sin haber recibido la prenda de la promesa. Aquí se hace realidad la última calidad de la fe: aceptar la muerte sabiendo que no podrá hacer fracasar el designio de Dios.
La fe de Abraham ofreciendo su hijo Isaac es, a los ojos del autor, una fe en la resurrección. El patriarca ha podido llevar a su hijo a la muerte -ese hijo que debía ser el origen de la descendencia-, porque ha puesto en manos de Dios la necesidad de resucitarle. Abraham afronta la muerte, pues, en la misma actitud que Cristo: con una entrega total de su futuro a disposición de Dios y una confianza absoluta en la abundancia de la vida de Yahvé.
Más que el sufrimiento, es la muerte el signo por excelencia de la fe y de la entrega de uno mismo a Dios. Abraham creyó en un "por encima de la muerte", creyó le sería concedida una posteridad, incluso en un cuerpo ya apagado, porque le había sido prometida. Esta fe constituye lo esencial de la actitud de Cristo ante la cruz. También se entregó a su Padre y a la realización de su voluntad de salvación, pero tuvo que medir -y en eso consistió su agonía- el fracaso total de su empresa: para congregar a toda la humanidad, se encuentra aislado pero confiado en un por encima de la muerte que su resurrección iba a poner de manifiesto.
 
Aleluya
Mt 24, 42a y 44
Estad en vela y preparados, porque a la hora que menos pensáis viene el Hijo del hombre.
 
  El evangelio según san Lucas  (Lc. 12, 32-48). El v.32 de Lucas es propio de este evangelista “o temas, pequeño rebaño, porque ha tenido a bien vuestro Padre a darles el Reino”. En la perícopa anterior se habló de la confianza en Dios, el cual conoce nuestras necesidades y está pendiente de ellas, con tal de que nuestro esfuerzo esté centrado en lo único que cuenta, que es el Reino de Dios.
El “rebaño” es una imagen clásicamente bíblica para designar a Israel, pueblo de Dios, que es su pastor. Actualmente, este rebaño es pequeño, débil insignificante, circunstancia que podría aumentar sus temores, pero ellos están protegidos por una seguridad que supera todas las deficiencias humanas.
La  segunda parte del texto de Lucas (12,35-48) es una unidad de carácter literario construida desde el punto de vista de la idea del juicio. Contiene una serie de pasajes y frases de Jesús que miran hacia la parusía, la nueva venida de Cristo.
El texto nos ofrece una exhortación a la vigilancia con unas parábolas. La parábola sobre el dueño y el empleado (Lc 12,36-38), la parábola  sobre el dueño de la casa y el ladrón (Lc 12,39-40) y la del propietario y del administrador (Lc 12,41-47).
La parábola del dueño de la casa y del ladrón nos situa en nuestro hoy, cuando mucha gente vive preocupada con el fin del mundo. Por las calles de las ciudades, a veces se ve escrito sobre los muros: ¡Jesús volverá! Hubo gente que, angustiada por la proximidad del fin del mundo, llegó a cometer suicidio. Pero el tiempo pasa y ¡el fin no llega! Muchas veces la afirmación “¡Jesús volverá!” es usada para meter miedo en las personas y obligarlas a atender una determinada iglesia. De tanto esperar y especular alrededor de la venida de Jesús, mucha gente deja de percibir su presencia en medio de nosotros, en las cosas más comunes de la vida, en los hechos de la vida diaria. Pues lo que importa no es saber la hora del fin del mundo, sino tener una mirada capaz de percibir la venida de Jesús ya presente en medio de nosotros en la persona del pobre y en tantos otros modos y acontecimientos de la vida de cada día.
En el v. 41, nos encontramos con la pregunta enigmática de Pedro. “Señor, ¿dices esta parábola para nosotros o para todos?" No se ve bien el porqué de esta pregunta de Pedro. El evoca otro episodio, en el cual Jesús responde a una pregunta similar, diciendo: “A vosotros os he dado conocer el misterio del Reino de Dios, pero a los otros todo les es dado a conocer en parábolas” (Lc 8,9-10).
Jesús en la respuesta a Pedro, formula otra pregunta en forma de parábola: La parábola del dueño y del administrador. “¿Quién es, pues, el administrador fiel y prudente a quien el señor pondrá al frente de su servidumbre para darles a su tiempo su ración conveniente?” Inmediatamente después, Jesús mismo en la parábola da la respuesta: el buen administrador es aquel que cumple su misión de siervo, que nunca usa los bienes recibidos para su propio provecho, y que está siempre vigilante y atento. La respuesta dada a Pedro, vale también para cada uno de nosotros. Y allí toma mucho sentido la advertencia final: “a quien se le dio mucho, se le reclamará mucho; y a quien se confió mucho, se le pedirá más.”.
 
Para nuestra vida
La primera lectura del  libro de la Sabiduría nos ha hablado de la noche en que los israelitas se disponían a salir de Egipto. Los egipcios habían decretado hacer morir a los primogénitos varones de los hebreos (cfr Ex 1,15-22). Para eludir la muerte, Moisés, recién nacido, es expuesto (v. 5) sobre las aguas del Nilo en una canastilla y salvado providencialmente por la hija del faraón (Ex 2,1-10). Con la ley del talión como fondo, el crimen de los egipcios debía ser castigado con la muerte de sus propios primogénitos, «a media noche» (Ex 12,29), y también, después, con la ruina de los perseguidores, bajo las aguas del Mar Rojo (Ex 14,26-29).
En esta noche pascual ocurren dos acontecimientos contrapuestos: los primogénitos de los egipcios son heridos, lo que obliga al faraón a dejar partir inmediatamente a los hebreos, que obtienen así el cumplimiento de la liberación prometida a los padres (cfr Gn 15,13-14) y a Moisés (Ex 11,4-7). Pero esa misma noche, antes de partir los hebreos, «los hijos santos de los buenos» (v. 9) celebran a escondidas en sus casas la cena pascual con carácter festivo y sacrificial asumiendo todos el compromiso de com­partir «los bienes y peligros»; de este modo actúan como pueblo consagrado al Señor y «entonan los cantos de alabanza de los padres» (v. 9). Reconocer y agasajar al Dios liberador implica necesaria- mente sentirse unido con todos los miembros de la comunidad "en los peligros y los bienes" (v.9). ¡Celebrar el banquete es compartir todo con todos! ¡Casi nada! Sólo así se puede ser hijo o primogénito de Dios.
Sólo con esta actitud podremos llamarnos "santos" o cristianos. El reino de Dios "ya es", pero "todavía no". Un silencio sereno envuelve nuestra existencia cristiana a la espera no de un juicio histórico sino escatológico. El primero sólo es anticipo y prueba del segundo. Y este silencio sereno nos invita a modificar nuestras vidas, a ser auténticos cristianos.
 
El salmo 32 recuerda la intervención divina, portadora de salvación para su Pueblo, y la respuesta agradecida que engendra en el hombre. Atrás quedan las acciones del pasado, pero la experiencia que generaron no ha enmudecido. En definitiva, tras los numerosos motivos de este salmo, palpita una convicción, un axioma teológico: la solicitud de Yahwéh. Al conjuro de esta convicción lo antiguo adquiere una luz más intensa. La creación, la historia de las naciones, la íntima historia personal y el valor de las potencias opositoras desfilan en esta oración, que termina exponiendo la esperanza de los «justos». Queremos recurrir a la solicitud divina tan patente y latente simultáneamente.
En esa historia la alabanza es expresión de la confianza ilimitada en el poder liberador de Dios, porque su «plan subsiste por siempre y los proyectos de su corazón de edad en edad». Tenemos la certeza de que nuestro servicio a la causa del progresivo reinado de Dios tiene futuro y no es una ilusoria utopía. La certeza no nace de nuestro prestigio social, de nuestras obras o empresas, de nuestras cualidades humanas, de nuestro número o de nuestras técnicas: «No vence el rey por su gran ejército, no escapa el soldado por su mucha fuerza... ni por su gran ejército se salva». La certeza brota de la seguridad de que Dios ha puesto sus ojos en nuestra pobre comunidad, reanimándonos en nuestra escasez, alegrándonos en nuestras penas, auxiliándonos en las situaciones desesperadas: « Dichoso el pueblo que el Señor se escogió como heredad ».
 
El texto de la segunda lectura (carta a los hebreos) es una exaltación de los grandes hombres de fe a lo largo de la historia de la salvación. Caminaron por las sendas de Dios, poniendo en él su confianza.
El justo vive por la fe y por la fe son recordados los antiguos.
Por la fe, ofreció Abel a Dios un sacrificio más excelente que Caín.
Por la fe, Henoc, fue trasladado a Dios.
Por la fe, Noé, advertido por Dios, construyó un arca.
Por la fe, Abraham salió de su casa, dejó su tierra, su parentela y siguió el rastro de Dios.
Por la fe, Sara, ya agotada, de Isaac, tuvo hijos numerosos como las estrellas del cielo.
Y en la cumbre de la fe de Abraham, coger el asno, la leña, el cuchillo y el fuego y subir con Isaac al monte Moria. Se fió de que Dios podría devolverle a la vida a su único hijo, garante de la promesa de una descendencia.
Seguirá el autor de la carta a los hebreos con otros ejemplos de hombres de fe: Isaac, Jacob, Moisés, Gedeón, Barac, Sansón, Jefté, David, Samuel y los profetas...
Todos ellos murieron en la fe, "sin haber conseguido el objeto de las promesas".
Los cristianos, por el bautismo, participamos, en virtud de la muerte y resurrección de Cristo, en una vida nueva, Esta vida nueva la orientamos desde la fe, la esperanza y el amor.
En este camino, no exento de dificultades, tenemos la ayuda y el ejemplo de los hermanos, sobretodo cuando asoma la tentación del abandono. Hay que ser valientes. Recuerda el autor de la carta a los hebreos que se han pasado momentos difíciles de persecución y ha habido que soportar un "duro y doloroso combate" (10, 32). No hay que perder ahora la esperanza en la recompensa. Aguantar un poco más; el que ha de venir, vendrá sin tardanza.
Dios no se avergüenza de ellos; con orgullo, él mismo se llama Dios suyo y les tiene preparada una morada.
Eran "hombres de los que no eran digno el mundo" (v38).
 
En el evangelio seguimos el tema de la semana pasada. El gran regalo del Padre es el Reino de Dios. ¿Qué hay más importante que él?
Aquellos que acogen el reino se caracterizan por su desprendimiento. Hay que confiar en el Señor y poner cada cosa en su sitio.
¡Cuántas preocupaciones por las cosas materiales! Fijaos en los cuervos, Dios los alimenta; fijaos en los lirios, ni Salomón en toda su gloria se vistió como ellos... "Buscad más bien el Reino, y esas cosas se os darán por añadidura" (Lc 12, 31).
Haz del reino tu tesoro, pon en él tu corazón y lo demás no te importe: "Vended vuestros bienes y dad limosna".
Toda la presentación del evangelio gira alrededor de la llegada del Hijo del Hombre y el fin del mundo. Era una problemática que ya había en las comunidades cristianas de los primeros siglos. Mucha gente de las comunidades decían que el fin del mundo estaba cerca y que Jesús volvería después. Algunas comunidades de Tesalónica en Grecia, apoyando la predicación de Pablo, decían: “¡Jesús volverá!” (1 Tes 4,13-18; 2 Tes 2,2). Por esto, había personas que habían dejado de trabajar, porque pensaban que la venida fuera cosa de pocos días o semanas. Trabajar ¿para qué, si Jesús iba a volver? (cf 2Ts 3,11). Pablo responde que no era tan simple como se lo imaginaban. Y a los que no trabajaban decía. “Quien no trabaja, ¡no tiene derecho a comer!” Otros se quedaban mirando al cielo, aguardando el retorno de Jesús sobre las nubes (cf He 1,11). Otros se quejaban de la demora (2Pd 3,4-9). En general, los cristianos vivían en la expectativa de la venida inminente de Jesús. Jesús venía a realizar el Juicio Final para terminar con la historia injusta de este mundo de aquí abajo e inaugurar la nueva fase de la historia, la fase definitiva del Nuevo Cielo y de la Nueva Tierra. Pensaban que esto acontecería dentro de una o de dos generaciones. Mucha gente seguiría con vida cuando Jesús iba a aparecer glorioso en el cielo. Otros, cansados de esperar, decían: “¡No volverá nunca!” (2 Pd 3,4).
Hasta hoy, la venida final de Jesús no ha ocurrido. ¿Cómo entender esta tardanza? Supone que ya no percibimos que Jesús volvió, que está en medio de nosotros: “Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo." (Mt 28,20). El ya está con nosotros, a nuestro lado, en la lucha por la justicia, por la paz y por la vida. La plenitud no ha llegado todavía, pero una muestra o garantía del Reino ya está en medio de nosotros. Por esto, aguardamos con firme esperanza la plena liberación de la humanidad y de la naturaleza (Rm 8,22-25). Y en cuanto esperamos y luchamos, decimos con certeza: “¡El ya está en medio de nosotros!” (Mt 25,40).
Ha resonado en el evangelio una llamada a la vigilancia. Hay que estar preparados para cuando venga el Señor: vestidos y con las lámpara encendidas. Dichoso quien esté así; el mismo Señor lo sentará a su mesa y le servirá. ¿No se arrodilló el Señor delante de los apóstoles y les lavó los pies?
Hay que estar preparado en todo momento: venga entrada la noche o de madrugada, ya que "a la hora menos pensada, viene el Hijo del Hombre".
El administrador fiel, que cuida de que no le falte de nada a los criados, estará al frente de la casa del señor; el que se aprovecha de la ausencia del señor y abusa de su poder, tendrá el castigo de los administradores infieles.
La fe que nos recordaba la segunda lectura, vuelve a resonar aquí, porque si creemos en Dios y en sus promesas, seremos capaces de poner nuestro corazón en el tesoro del Reino de Dios.
El Reino, que sabemos que viene, aunque no cuándo llega a su plenitud,  se va construyendo en la medida que vamos despegando nuestros corazón de las ataduras de las cosas y lo vamos apegando al Señor.
Dichosos aquellos que, cuando el Señor venga, estén con la cintura ceñida y las lámparas encendidas, es decir, estén preparados. El mismo Señor los sentará a su mesa y les servirá.
El Reino de Dios es como el tesoro escondido en el campo. El que lo encuentra, vende todo lo que tiene y compra el campo. Aprendamos la lección.
Los creyentes convocados a la Eucaristía, tenemos  en ella, el gran anticipo de la veracidad del Reinado de Dios: el Señor nos sienta a su mesa, nos sirve, y se da él mismo como alimento. Servicio y ejemplo que motivan y hacen fortalecer nuestra fe.
El que, sabiendo sus obligaciones, no cumple, tendrá más castigo que el que no las cumple porque no sabe, y ahí estamos incluidos los creyentes.
Dos preguntas podemos hacernos: ¿Soy un buen administrador/a de la misión que recibí?. ¿Cómo hago para estar vigilante siempre?.
 
 
 
Rafael Pla Calatayud.
rafael@sacravirginitas.org
 
 

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