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viernes, 22 de julio de 2016

Comentarios a las lecturas del Domingo XVII del Tiempo Ordinario 24 de julio de 2016.

En este domingo XVII del Tiempo Ordinario, Jesús nos va a enseñar que somos comunidad y no individualidades. Nos enseña a orar llamando al Padre “Nuestro” y no “Mío”.
 Presencia de Cristo en la vida del cristiano, oración, intercesión, confianza del orante, estas serán ideas de las lecturas de este domingo.

En la primera lectura  tomada del libro del Génesis ( Gn 18,20-32)  Se nos muestra un relato entrañable: cuando Abrahán, de manera insistente, negocia con Dios la salvación de Sodoma y Gomorra. Y esa negociación se lleva acabo en proximidad total, en diálogo de amistad. Abrahán fue un gran amigo de Dios.
  "Entonces Abrahán se acercó y dijo a Dios: ¿Es que vas a destruir al inocente con el culpable?" (Gn 18, 23). Abrahán intercede ante Dios. Le asusta la idea del castigo divino. Él cree en el poder infinito del Señor, él sabe que no hay quien le resista. Tiembla al pensar que
la ira de Yahveh pueda desencadenarse. Y Abrahán, llevado de la gran confianza que Dios le inspira, se acerca para pedir misericordia. Un diálogo sencillo. Abrahán es audaz en su oración, atrevido hasta la osadía: si hay cincuenta inocentes en la ciudad, ¿los destruirás y no perdonarás a la ciudad por los cincuenta inocentes que hay en ella? ¡Lejos de ti tal cosa...! Dios accede a la proposición. Entonces Abrahán se crece, regatea al Señor el número mínimo de justos que es necesario para obtener el perdón divino. Así, en una última proposición, llega hasta diez justos. Y el Señor concede que si hay esos diez inocentes no destruirá la ciudad. Diez justos. Diez hombres que sean fieles a los planes de Dios. Hombres que vivan en santidad y justicia ante los ojos del Altísimo. Hombres que sean como pararrayos de la justicia divina. Amigos de Dios que le hablen con la misma confianza de Abrahán, que obtengan del Señor, a fuerza de humilde y confiada súplica, el perdón y la misericordia.

El responsorial de hoy es el salmo de hoy es el 137 (Sal 137,1-8) . Es un canto de acción de gracias, que a su vez dispone el corazón del orante para terminar en súplica confiada.- La Biblia de Jerusalén da a este salmo el título de Himno de acción de gracias Nos recuerda el acto de agradecimiento de David a Dios por haberle dado el Trono de Israel y por la promesa de estabilidad para su dinastía.
Atribuido por la tradición judía al rey David, aunque probablemente fue compuesto en una época posterior, comienza con un canto personal del orante. Alza su voz en el marco de la asamblea del templo o, por lo menos, teniendo como referencia el santuario de Sión, sede de la presencia del Señor y de su encuentro con el pueblo de los fieles.
A nosotros nos sirve este salmo como acción de gracias por los bienes recibidos y en espera que Dios nos proteja siempre.
El salmista está a la escucha en el espacio terreno del templo ( v. 1), afirma que «se postrará hacia el santuario» de Jerusalén (cf. v. 2): en él canta ante Dios, que está en los cielos con su corte de ángeles.
La mirada se dirige por un instante al pasado, al día del sufrimiento: la voz divina había respondido entonces al clamor del fiel angustiado. Dios había infundido valor al alma turbada (v. 3).
Después de esta premisa, aparentemente personal, el salmista ensancha su mirada al mundo e imagina que su testimonio abarca todo el horizonte: «todos los reyes de la tierra», en una especie de adhesión universal, se asocian al orante en una alabanza común en honor de la grandeza y el poder soberanos del Señor ( vv. 4-6).
En esta alabanza destacan la «gloria» y los «caminos del Señor» ( v. 5), es decir, sus proyectos de salvación y su revelación. Así se descubre que Dios, ciertamente, es «sublime» y trascendente, pero «se fija en el humilde» con afecto, mientras que aleja de su rostro al soberbio como señal de rechazo y de juicio (v. 6).
Como proclama Isaías, «así dice el Excelso y Sublime, el que mora por siempre y cuyo nombre es Santo: "En lo excelso y sagrado yo moro, y estoy también con el humillado y abatido de espíritu, para avivar el espíritu de los abatidos, para avivar el ánimo de los humillados"» (Is 57,15). Por consiguiente, Dios opta por defender a los débiles, a las víctimas, a los humildes. Esto se da a conocer a todos los reyes, para que sepan cuál debe ser su opción en el gobierno de las naciones. Naturalmente, no sólo se dice a los reyes y a todos los gobiernos, sino también a todos nosotros, porque también nosotros debemos saber qué opción hemos de tomar: ponernos del lado de los humildes, de los últimos, de los pobres y los débiles.
Se habla, de modo sintético, de la «ira del enemigo» (v. 7), una especie de símbolo de todas las hostilidades que puede afrontar el justo durante su camino en la historia. Pero él sabe, como sabemos también nosotros, que el Señor no lo abandonará nunca y que extenderá su mano para sostenerlo y guiarlo. Las palabras conclusivas del Salmo son, por tanto, una última y apasionada profesión de confianza en Dios porque su misericordia es eterna. «No abandonará la obra de sus manos», es decir, su criatura (v. 8).
Resumiendo vemos como en el salmo rezuma la historia misericordiosa de Dios, tanto del pasado como del presente. Dios vio la aflicción de su pueblo. Bajó para liberarlo del poder de los egipcios. Así se explica la confianza que respira este salmo: la diestra divina salva a su pueblo, aunque camine entre peligros. Israel puede mirar confiadamente el futuro. Dios completará sus favores. El salmista puede suplicar con esperanza que Dios concluya lo que ha comenzado. Ha iniciado una historia de amor incomparable: Su presencia en nuestra carne, en el hombre. Los discípulos podrán experimentar el amor del Padre y responder a él como Jesús, gracias al Espíritu recibido. El discípulo sabe que la historia del amor de Dios para con él pide un desprendimiento, una heroicidad hasta el extremo. Por eso suplica: «No abandones, oh Dios, la obra de tus manos. Lleva a feliz término lo que has comenzado en nosotros». Una confianza desde una actitud humilde de orante

En la segunda lectura de hoy  Carta a los Colosenses, (Col 2,12-14) San Pablo señala que el misterio pascual de Cristo está presente en el bautismo y su poder regenerador alcanza a todos por la fe. Nos dice, además, que Dios nos dio la vida en Cristo, perdonándonos todos los pecados.
Ya indicamos la semana pasada que la característica de esta carta es su cristología. Intenta aclarar la doctrina acerca de una serie de especulaciones sobre el mundo angélico, al que se le atribuía mucha  importancia, entrañando un grave peligro: de que sufriese mengua la posición de Cristo, único mediador entre Dios y los hombres. La intención de Pablo, desde el principio al fin de la carta, es dejar bien sentada la absoluta suficiencia de Cristo en su función con respecto al Universo. No que ponga en duda la existencia y función de otros intermediarios, pero será siempre en relación y dependencia de Cristo (cf. 1:1 6; 2:10), único en quien habita todo el "pleroma" de la divinidad (cf. 1:19; 2:9). Es ésta una carta en que Cristo aparece en su plena función de Kyrios del Universo.
El bloque Col 2:4-23, es una puesta en guardia contra las falsas doctrinas que ofenden la fe debida a Cristo, de el es parte el texto de hoy.
Afirmada ya la primacía de Cristo y nuestra incorporación a El, el Apóstol describe con más detalle cómo se ha realizado esa incorporación (v.11-14). Dice primeramente, pensando quizás en que los judaizantes de Colosas exigían la circuncisión, que los cristianos no necesitamos el rito de la circuncisión material, pues tenemos otra más perfecta: "eliminación del cuerpo carnal, circuncisión de Cristo" (v.11).
Cuál sea esta circuncisión de Cristo lo explica en el v.12, con evidente alusión al rito del bautismo. Es en el bautismo donde resucitamos a nueva vida, despojándonos  de un pequeño trozo de piel, como en la circuncisión mosaica, sino del "cuerpo carnal" o "cuerpo del pecado" u "hombre viejo," que de todas estas maneras llama San Pablo al hombre viciado por el pecado y esclavo de la concupiscencia (cf. 3:9; Rom 6:3-11; Ef 4:22).
Luego, en los v.13-14, sigue insistiendo en la misma idea de cómo se efectuó nuestra incorporación a Cristo; pero lo hace en forma más dramática. Dice que la condonación de nuestros delitos y resurrección a nueva vida (v.13), la hizo Dios "borrando el acta (χειρό-γραφον) que nos era contraria y clavándola en la cruz" (v.14).
           
 El evangelio de hoy de San  Lucas (Lc 11,1-13) , nos muestra como es el mismo Jesús, quien nos enseña a orar.
            Lucas dedica muchos pasajes de su evangelio al tema de la oración, y en ellos nos transmite varios momentos de oración de Jesús. En Lucas es común encontrar a Jesús orando (a la madrugada, en el monte, antes de tomar decisiones), también nos transmite varias oraciones propias de Jesús, y finalmente nos ofrece varias enseñanzas de Jesús a los discípulos, referidas a la oración.
            Este conocido texto es una excelente catequesis sobre la oración. En él encontramos tres partes: el contenido de la oración de Jesús (qué rezar), las características de la oración (cómo rezar) y el sentido de la oración (para qué rezar).
            Enseña a sus apóstoles –y a nosotros-- el Padrenuestro, que es una oración
fundamental y modélica. Pero además nos revela la constante disposición del Padre a escuchar a sus hijos.
            Muchas son las veces que Jesús aparece en los Evangelios sumido en oración. El evangelista san Lucas es el que más se fija en esa faceta de la vida del Señor y nos la refiere en repetidas ocasiones. Esa costumbre, ese hábito de oración, llama la atención de sus discípulos, los anima a imitarle. Por eso le ruegan que les enseñe a rezar, lo mismo que el Bautista enseñó a sus discípulos.
            Jesús no se hace rogar y les enseña la oración más bella y profunda que jamás se haya pronunciado: el Padrenuestro. Lo primero que hay que destacar es que nos enseñe a dirigirnos a Dios llamándole Padre. La palabra original aramea es la de Abba, de tan difícil traducción, que lo mismo san Marcos que san Pablo la transmiten tal como suena. Es una palabra tan entrañable, tan llena de ternura filial y de confianza, tan familiar y sencilla, tan infantil casi, que los judíos nunca la emplearon para llamar a Dios. Le llamarán Padre; incluso Isaías lo compararán con una madre, o mejor dicho, con las madres del mundo, pero no lo llamarán nunca Abba. En ella nos enseña a reconocer su santidad y pidiendo por su Reino.
            Las tres primeras peticiones del Padrenuestro centran la mirada en Dios, mientras las tres segundas la centran en la vida y en la experiencia humana. Pedimos el pan de cada día, el perdón mutuo que recompone las relaciones, y fuerza para no caer en la tentación, es decir las pruebas y conflictos de la vida.
            Jesús nos enseña a pedir con insistencia, pues el Padre Bueno escucha nuestras peticiones. Y nos muestra que a través de la oración recibimos el Espíritu Santo, que nos anima a vivir como discípulos, en la huella de Jesús.

Para nuestra vida

En la primera lectura, Dios revela a Abrahán los planes que tiene sobre la ciudad de Sodoma. Pero el conocimiento que tiene Abrahán de esa revelación le lleva a interceder por éstos delante de Dios. La conversación amistosa de Abrahán con el Señor muestra que Dios rige el mundo con soberana justicia y preocupado por la causa de los débiles y excluidos. Dios está dispuesto a perdonar si se arrepienten y va cediendo ante la insistente intercesión de su amigo Abrahán. Este regateo y esta condescendencia revela hasta qué punto la justicia divina está llena de misericordia. Dios sabe perdonar a los pecadores por amor a los justos y, de ningún modo, es su intención que paguen justos por pecadores.
El diálogo de Abrahán con Dios es un ejemplo de oración de intercesión. Abrahán habla con Dios, desde la humildad y la confianza. Es un modelo de oración de intercesión para todos nosotros. La intercesión de Abraham no será del todo inútil. Se salvará su familia. En la verdadera oración de intercesión no nos mueve el egoísmo, sino la misericordia. No nos fijemos tanto en las culpas y en las causas de la miseria de estas personas, sino en la realidad miserable y marginal en la que viven. Pensemos siempre en los más pobres, en los enfermos, en los marginados, en los refugiados, en los emigrantes en general. No son, en general, más pecadores que nosotros; entre ellos, como entre nosotros, los hay buenos y malos, mejores y peores. Son, en general, víctimas de las circunstancias familiares y sociales en las que han nacido y vivido las que les han llevado a vivir como viven. Todos queremos vivir bien, ellos y nosotros. Demos gracias a Dios por todas las personas que podemos vivir con dignidad e intercedamos ante Dios y ante los hombres por todos aquellos que, con culpa o sin culpa propia, se han visto forzados a vivir en la mayor miseria y fragilidad. Y hagamos siempre nuestra oración de intercesión con humildad, confianza y perseverancia.

Del salmo surge una oración al Señor, puestos nuestros ojos en Cristo, que «ora en nosotros como cabeza nuestra» (S. Agustín, Comentario al salmo 85,1). El Señor, en efecto, verdadero rey del nuevo pueblo de Dios, al emprender, en su pasión, la lucha contra el pecado y la muerte, invocó a Dios, su Padre, y Dios le escuchó, caminando entre peligros; a pesar de haber penetrado incluso en el sepulcro, le conservó la vida, y, por eso, ahora, delante de los ángeles, le da gracias de todo corazón.
"Escucha, Señor, la oración de tu Iglesia, que, delante de los ángeles, tañe para ti; tú, que te fijas en el humilde y de lejos conoces al soberbio, extiende tu derecha sobre nosotros y sálvanos, completando con nosotros aquella obra de tus manos, que iniciaste al resucitar a tu Hijo de entre los muertos. Te lo pedimos, Padre, por el mismo Jesucristo, nuestro Señor. Amén".
En la Carta a los Colosenses, san Pablo insiste en la idea central de toda su predicación, desde el momento mismo de su conversión a Cristo Jesús: es Cristo el que nos salva, no es la circuncisión, ni el cumplimiento de las demás leyes mosaicas son el requisito necesario para salvarnos. Sepultados con el Bautismo vamos a resucitar sin pecados. Por el bautismo nos incorporamos a Cristo y por la fuerza de Cristo resucitamos con él. Los cristianos sabemos que Cristo es nuestro camino, nuestra verdad y nuestra vida. Debemos vivir en comunión con Cristo, comulgar con él y dejarnos guiar por él.
Vivamos como personas bautizados en el espíritu de Cristo y así podremos resucitar con él. Y estemos seguros de que, si lo hacemos así, estaremos contribuyendo a que nuestro mundo sea un poco mejor, es decir, un poco más cristiano y por ello mas humano.

En el evangelio de hoy, Jesús nos enseña cómo debemos dirigirnos al Padre y qué es lo que tenemos que pedirle en nuestras oraciones. El cristiano no ora tan sólo porque sienta necesidad de hacerlo, sino porque Cristo le ha dicho que lo haga, porque está en comunión con él y con su Padre. La condición esencial de la oración, es pues, la obediencia y la fe que permiten estar unido al Padre; no es ya una cuestión de actitudes o de contenido sino de confianza íntima y desinteresada que no depende, en última instancia, ni de la calle ni de la habitación, ni de oraciones cortas o largas, ni del individuo ni de la comunidad, sino tan sólo de la convicción de tener un Padre y de la obediencia a Cristo que nos dice que le hablemos en su nombre. Santa Teresa escribe que le bastaban las dos palabras “Padre nuestro” para hacer una larga oración... un Dios Padre... un Dios que nos ama.
Es importante que cuando recitemos el Padrenuestro, lo hagamos meditando cada expresión pausadamente. Cuando decimos "que estás en los cielos" no nos referimos a un lugar. Quiere decir que Dios está por encima de todas las cosas terrenas, más allá de nuestro mundo visible. A este Dios santo, que es el totalmente Otro, cuya grandeza no podemos imaginar, le podemos llamar Padre y le alabamos diciendo “santificado sea tu nombre". El nombre se identifica con la persona. Este Dios inalcanzable se ha dado a conocer. Pedimos que se manifieste, se dé a conocer cada vez más y cumpla sus promesas. Las dos peticiones siguientes “venga a nosotros tu reino” y “hágase tu voluntad” insisten en la misma idea de colaborar con él en la instauración de un mundo nuevo. En el Padrenuestro también pedimos el pan cotidiano, que llegue a todos los hombre de una vez para siempre. Pedimos perdón, pues todos somos pecadores. Prometemos que va nuestro perdón por delante. La súplica final en el evangelio de Lucas es que no nos deje caer en la tentación. Ahí está amenazante el peligro de engañarnos a nosotros mismos buscando la felicidad por caminos equivocados. Mateo añadirá “líbranos del mal”, tal como decimos en el padrenuestro que rezamos hoy.
Al rezar el padrenuestro estamos poniéndonos en manos de Dios con confianza filial para que nos guíe por el camino adecuado
Rafael Pla Calatayud.
rafael@sacravirginitas.org

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