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sábado, 14 de mayo de 2016

Comentario a las lecturas del Domingo de Pentecostés. 15 de mayo de 2016

Comentario a las lecturas del Domingo de Pentecostés 15 de mayo de 2016

El domingo pasado decíamos que Jesús había mostrado a la humanidad el único camino posible para llegar a ser seme­jantes a Dios (la entrega por amor en favor de los hombres) y que, tras realizar él este camino, está permanentemente al lado del Padre.
Diez días después de la Ascensión, según las cuentas que hace San Lucas en los Hechos de los Apóstoles, Dios volvió a bajar a la tierra para meterse dentro de un puñado de hombres que estaban asustados pero que se hallaban dispuestos a tomar el relevo y a andar también ellos el camino que anduvo Jesús.
En esta solemnidad de Pentecostés vamos a prestar atención en las tareas del Espíritu en el interior de los creyentes y en el conjunto de la comunidad creyente. El Espíritu ejercita, primeramente, la tarea de consolador y abogado protector del cristiano, combinando esta tarea con la de maestro interior (evangelio). En la primera lectura el Espíritu, bajo la imagen del viento y del fuego, cumple su tarea de potencia transformante del hombre y promotora del Evangelio en todas las naciones. Finalmente, él es fuerza vivificadora, a la vez que testigo y artífice de nuestra filiación divina (segunda lectura).

La primera lectura es del Libro de los Hechos de los apóstoles ( Hch 2,1-11),. Es un relato germinal, decisivo y programático; propio de Lucas, como en el de la presencia de Jesús en Nazaret (Lc 4,1ss). Lucas nos quiere da a entender que no se puede ser es­pec­tadores neutrales o marginales a la experiencia del Espíritu. Porque ésta es como un fenómeno absurdo o irracional hasta que no se entra dentro de la lógica de la acción gratuita y poderosa de Dios que transforma al hombre desde dentro y lo hace capaz de relaciones nuevas con los otros hombres. Y así, para expresar es­ta realidad de la acción libre y renovadora de Dios, la tradición cristiana tenía a disposición el lenguaje y los símbolos religiosos de los relatos bíblicos donde Dios interviene en la historia hu­mana.


"Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar cada uno en la lengua que el Espíritu les sugería". La lengua del Espíritu es siempre la bondad, la justicia misericordiosa, la verdad, el amor. Es un lenguaje fácilmente inteligible para todos los que nos ven y nos escuchan. Hace falta estar lleno de espíritu, de Espíritu Santo. Esto es siempre una gracia, un don que se ofrece siempre, generoso, a todo el que lo pide con humildad y amor. Pero, como nadie da lo que no tiene; si no estamos habitados por el Espíritu no podemos hablar la lengua del Espíritu. En nuestra sociedad faltan personas llenas de espíritu, de Espíritu Santo; la mayor parte de nosotros somos simples charlatanes, vendedores de palabras sin Espíritu. ¡Así nos va! No vivimos en un mundo de hermanos. Hablando en general, se puede afirmar que en la calle, en los medios de comunicación, en el lenguaje intrafamiliar, en la política y en el comercio, se oyen siempre palabras interesadas, lengua de tratantes, mercaderes o vendedores de humo. Hay, gracias a Dios, personas distintas, lenguas distintas, pero son minoría. Espiritualmente hablando, no vivimos en el mejor de los mundos posibles.
El responsorial de hoy es el salmo  103 (Sal 103, 1.24.29-31.34). Este salmo es, quizá, uno de los salmos más antiguos que contiene el libro de los salmos y uno de los más estudiados por los comentaristas del presente siglo. El salmo canta la grandeza de Dios en las obras maravillosas de la creación.
Es un himno celebrativo que brota de un corazón ardiente de fe que sabe reconocer la presencia del creador en la naturaleza y su providencia en la asistencia que presta a las diferentes criaturas.
Hay otros salmos que comparten con éste la labor de alabar al creador a partir de sus obras: 8, 18 (v.2-7), 28 y 148. Pero este salmo, a diferencia de los demás, hace una presentación amplia y sistemática de las maravillas de la creación, lo que motiva que algún comentarista lo haya situado al lado de Gn 1 y Gn 2, como una tercera relación de la obra creadora de Dios.
En la parte inicial el salmista describe la grandeza real de Dios.
La invitación introductoria, "Bendice, alma mia, al Señor", la hallamos también en el salmo 102 que nos habla de Dios como un padre misericordioso para con sus hijos. La bendición que el hombre dirige a Dios es un humilde reconocimiento de su bondad y un vivo agradecimiento por la acción de esta bondad hacia el salmista y el mundo que le rodea. La bendición hebrea abarca un contenido más amplio que la bendición cristiana, hasta el punto que una buena parte de las plegarias litúrgicas judías son bendiciones, que van rimando la jornada del creyente.
Nos presenta una alabanza global a las obras del Señor con una referencia a la vida del mundo marino, desde una perspectiva optimista: el mar, ancho y dilatado, en él bullen, sin número, animales pequeños y grandes, lo surcan las naves y el retozón Leviatán (v.24-26); finalmente, este cuerpo del salmo, subraya la providencia divina, sosteniendo la vida de las criaturas y nutriéndolas con el alimento cotidiano (v.27-29).
El salmo 103 proclama a Dios admirable en las obras de la creación. Para el creyente, la creación se hace transparente, y ve en ella la mano de Dios. Especialmente, en el misterio de la vida. Una misma palabra, "ruah", designa en hebreo el viento, el aliento y el espíritu vital (los traductores griegos lo llamarán pneuma, y los latinos spiritus). Si un hombre, animal o planta muere, el salmista que contempla la naturaleza entiende que Dios le ha retirado el ruah, y por eso vuelve al polvo de donde había salido (v. 29). Pero Dios no cesa de enviar su espíritu a la tierra, renovando así la creación y repoblando la faz de la tierra . Todo aliento de vida de la creación es una participación o reflejo del ruah de Dios. Si hay vida sobre la tierra es porque Dios no cesa de enviar su aliento. Por eso la vida es sagrada.
La segunda lectura es de la primera carta a los corintios (1 Cor 12,3b-7.12-13), ns recuerda algo fundamental en la vida cristiana "hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu". Lo importante es que cada uno de nosotros, desde nuestra realidad personal, pongamos Espíritu en todo lo que pensamos, hacemos y decimos. No siempre nos va a resultar fácil, pero es necesario que lo intentemos cada día. Jesús de Nazaret vivió siempre habitado plenamente por el Espíritu Santo y este mismo Espíritu es el que quiere llenar ahora nuestro pobre y muy limitado corazón. Dejémonos llenar por el Espíritu del Resucitado y pongamos todo lo que somos y tenemos al servicio del Espíritu, para que, en cada uno de nosotros, el Espíritu de Jesús se manifieste para el bien común. Si estamos llenos del Espíritu de Jesús seremos personas fuertes, en medio de nuestra debilidad, y repartiremos paz, amor y perdón en un mundo lleno de egoísmos y de amenazas paralizantes. Que en este día de Pentecostés, y siempre, el Espíritu exhale su aliento sobre cada uno de nosotros y nos diga: ¡RECIBIDME!. El evangelio de hoy  es de San Juan (Jn 20,19-23) Las observaciones que presenta el texto, nos hace concluir que en el momento en que este Evangelio se fijó por escrito era costumbre de la comunidad cristiana reunirse el primer día de la semana, es decir, el mismo día de la resurrección de Jesús. Por este motivo, desde muy temprano, a este día se le dio el nombre en griego de "kyriaké hemera" (cf. Apoc 1,10). Traducido al latín suena "dominica dies" y traducido al castellano, "día domínico"; de aquí viene nuestra palabra "domingo". En todas estas lenguas significa: "Día del Señor".
El evangelista da por descontado el hecho de que ese día debían encontrarse todos los discípulos reunidos: "estaban cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos". El Evangelio no relata en qué momento se reunieron todos los discípulos, excepto Tomás. Más bien relata lo que hicieron esa mañana dos de ellos -Pedro y Juan- y concluye que estos dos, después de verificar que el sepulcro de Jesús estaba vacío, "volvieron a sus casas". Si el evangelista no explica más, es porque a él mismo y al lector debía parecerles obvio el hecho de que todos los discípulos de Jesús se encontraran reunidos el primer día de la semana. ¿Para qué se reunían? Si nos fijamos, en ambas apariciones percibimos otra insistencia del evangelista: "Estando las puertas cerradas, se presentó Jesús en medio". Jesús resucitado en medio de la comunidad de sus discípulos reunidos. Esta es la descripción de lo que ocurre hoy cada vez que la Iglesia celebra la Eucaristía dominical. Esto es lo que hacía la comunidad cristiana original, según se deduce de este Evangelio que estamos comentando; esto es lo que ha hecho la comunidad cristiana en toda la historia; esto es lo que debe seguir haciendo cada domingo. El Evangelio insiste también en que "estaban las puertas cerradas". Y, no obstante, Jesús entra y se pone en medio. No es un fantasma. Por eso él muestra las heridas de los clavos en sus manos y de la lanza en su costado: "Les mostró las manos y el costado". Era Cristo resucitado según la carne. Pero con un cuerpo glorioso, es decir, no sujeto ya a muerte ni corrupción ni enfermedad ni ninguna de las molestias corporales que se sufren en esta vida, y tampoco a la resistencia de las puertas cerradas. En esta misma forma está él actualmente en el cielo sentado a la derecha de Dios, y en esta misma forma se hace presente en medio de sus fieles en la Eucaristía y se nos da como alimento de vida eterna. Allí se hace efectiva su promesa: "El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día" (Jn 6,54).
Una última insistencia del evangelista es la frase de Jesús resucitado y presente en medio de sus discípulos: "Paz a vosotros". Se repite tres veces. Esto es lo que Jesús tiene de más precioso que ofrecer a los suyos. Lo había prometido durante la última cena: "La paz os dejo, mi paz os doy" (Jn 14,27). Los discípulos, que habían negado a Jesús y lo habían abandonado ante su pasión, y que estaban llenos de temor a los judíos, necesitaban escuchar de labios de Jesús una palabra que pusiera su corazón en paz. Por eso, en la celebración de la Eucaristía hoy, cuando ya Cristo va a hacerse presente resucitado y vivo en medio de sus fieles, el sacerdote comienza con ese mismo saludo: "La paz esté con vosotros". El don de la paz y el perdón ofrecido por Jesús a sus discípulos es el signo más claro de su misericordia. El texto nos presenta la despedida y el don del Espíritu Santo "Dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: recibid el Espíritu Santo". El Espíritu de Jesús es el que nos hace ser cristianos, el Espíritu de Jesús debe ser el fundamento y la fuente de nuestra vida espiritual. Como nos recuerda la Secuencia el Espíritu es "Luz que penetra en nuestras almas, es Huésped divino dentro de nuestro corazón; es fuente de Vida y del mayor consuelo, es tregua, es brisa, es gozo que enjuga nuestras lágrimas y nos reconforta en los duelos" . Nuestra vida cotidiana debe estar abierta al Espíritu, a sus dones y carismas, para que en nuestra vida se materialicen sus frutos.
Para nuestra vida.
En la 1ª lectura, tomada del libro de los Hechos de los Apóstoles, escuchamos el relato del Pentecostés cristiano: La venida del Espíritu Santo, prometido por Jesucristo, sobre los apóstoles y los demás componentes de la Iglesia naciente, entre ellos María, la madre de Jesús, y otras mujeres. Pentecostés era una fiesta judía que se celebraba a los cincuenta días de la Pascua, inicialmente una fiesta agraria, de campesinos, que había sido asociada al recuerdo de la llegada del pueblo de Israel al pie del monte Sinaí, y al don de la ley y de la alianza en medio de los portentos que lo acompañaron: fuego en la montaña, viento huracanado, sonar de truenos y trompetas. San Lucas, el autor del libro de los Hechos, ha querido presentar la inauguración oficial del ministerio apostólico, en el marco de esta celebración judía, cuando llegaban a Jerusalén miles de peregrinos, como sucedía también en Pascua y en la fiesta otoñal de los tabernáculos o de las tiendas.
Así como en el Sinaí fue constituido el pueblo de Israel con sus instituciones, así también ahora, en Jerusalén, sobre el monte Sión, es constituido el nuevo pueblo de Dios: la Iglesia de Jesucristo. No es obra puramente humana, es obra del Espíritu Divino que el Resucitado envía del Padre como supremo don al mundo. Por eso las manifestaciones portentosas: las lenguas de fuego, el huracán y el ruido. La gente reunida por el portento, asiste a la primera predicación de Pedro y los demás apóstoles. Una predicación que no ha dejado de resonar en el mundo a lo largo de estos 20 siglos y a pesar de todas las dificultades y persecuciones. Para los cristianos ya no rige la ley judía con sus minucias a veces inhumanas, y a la alianza antigua sellada con los sacrificios de animales, sucede ahora la alianza nueva y eterna refrendada por la sangre misma de Cristo. Por todo esto la Iglesia exulta hoy de júbilo, porque es como el aniversario de su fundación, y porque hoy se renuevan en ella los prodigios de los orígenes, pues el Espíritu Santo sigue colmándola de dones.

San Pablo, en la 2ª lectura de hoy, tomada de su 1ª carta a los Corintios, nos habla de la unidad de la Iglesia bajo la imagen de un cuerpo bien coordinado, en el que cada uno de los miembros contribuye al bienestar de todos, desempeñando distintas funciones cada uno. Es cierto que Pablo pudo tomar la imagen de autores paganos que la aplicaban a la sociedad en general, pero lo novedoso es que en la Iglesia la unidad del cuerpo es otorgada por el don del único Espíritu Divino que recibimos en el bautismo, y la diversidad de sus miembros es la manifestación de los diversos dones del mismo Espíritu. Ya no hay distinción entre judíos y paganos, ni entre esclavos y libres, ninguna otra distinción: todos somos llamados a ocupar nuestro lugar en la comunidad, un lugar diverso según los dones, funciones o servicios que se nos hayan confiado, pero un lugar en la unidad de la misma Iglesia, nuevo pueblo de Dios, familia de Dios convocada por el Espíritu.
Hoy podemos pedirle al Espíritu Santo que, manifieste y selle, por fin y definitivamente, esa unidad tan anhelada, concediéndonos a todos comprender las palabras inspiradas de Pablo, de que somos un solo cuerpo de bautizados en el mismo Espíritu.

La lectura del evangelio de Juan nos da otra versión de Pentecostés, diferente pero no contradictoria de la que leímos en Hechos. Para san Juan el Espíritu es un don que procede directamente de Cristo Resucitado: es su aliento, su soplo vital. Él lo transmite, al atardecer del día mismo de la resurrección, a los discípulos reunidos en una casa de Jerusalén, y llenos de miedo por la hostilidad de los judíos. El Señor resucitado se pone en su presencia deseándoles reiteradamente la paz, identificándoseles como el Jesús de Nazaret que ellos habían conocido, el crucificado, pues les muestra las llagas de las manos y del costado. Enviándolos a predicar la Buena Nueva, como el Padre lo había enviado a El. Aquí la imagen del Espíritu es también el viento, el soplo, el aire en movimiento. Pero no el simple viento de la tierra, sino el soplo que sale de las entrañas mismas del Resucitado, pues en El está presente el Espíritu Divino que lo ha resucitado de entre los muertos y por eso puede comunicarlo a otros sin medida.
En el evangelio proclamado, tomado de San Juan, describe a los discípulos que estaban atemorizados, con las puertas cerradas, por miedo a los judíos. ¿Había tenido algún sentido la cruz?
Hoy estamos atemorizados, igual que los discípulos: terrorismo, guerras preventivas, choque de culturas, hedonismo ilimitado, pérdida de valores, paro, drogas... ¿Cuál es el sentido de la cruz hoy? ¿ cuál es el sentido que da a nuestras vidas el resucitado?.
Parece que los cristianos, además de temor, estamos incluso en actitud conformista ante todo lo anterior, nos da miedo exponer en público nuestra creencia, y muchas veces también en privado.
Ante esta situación existencial, los cristianos invocamos al Espíritu. ¡Ven hoy, Espíritu de Dios y haznos testigos, danos la fuerza para salir de nuestros lugares de cristianos cumplidores, sácanos de nuestra comodidad y haznos proclamadores  de tu palabra en nuestro entorno cotidiano, en el trabajo, en el grupo de amistades, en la opción política,.
Al Señor debemos pedirle que no nos falte nunca su Espíritu, porque, de lo contrario, nuestra vida será una vida espiritualmente vacía y estéril. El Espíritu es para nuestra vida como el sol y el agua para la tierra; si nos falta el Espíritu somos sólo cuerpo, vida mundana, egoísmo, consumismo, materialismo puro y duro. Sin Espíritu, la sociedad y cada uno de nosotros en particular, nos convertimos en puro mercado y la vida humana pasa a ser una competición egoísta, una guerra de todos contra todos, en la que siempre ganan o los más fuertes, o los más listos, o los más aprovechados. Una sociedad que no esté movida por el Espíritu Santo será siempre una sociedad desigual y radicalmente injusta, en la que no tendrán lugar ni los más pobres, ni los más enfermos, ni los menos afortunados. Una sociedad que no esté movida por el Espíritu Santo será siempre una sociedad antievangélica y anticristiana. Los discípulos de Jesús debemos levantarnos cada día invocando al Espíritu, al Espíritu del Resucitado, y abriéndole las puertas y las ventanas de nuestra alma para que nos llene de su luz y de su fuerza. Para que podamos así vivir siempre en un Pentecostés inacabado.
En este evangelio también hemos visto cómo desde la primerísima comunidad cristiana ha sido siempre un deber de los discípulos de Cristo reunirse el domingo para celebrar su presencia viva en medio de los suyos. En la carta apostólica "Tertio millennio ineunte", publicada el 6 de enero de este año, San Juan Pablo II presentaba la recuperación de este deber como uno de los puntos programáticos centrales para el milenio que comenzaba: "Quisiera insistir... para que la participación de la Eucaristía sea, para cada bautizado, el centro del domingo. Es un deber irrenunciable, que se ha de vivir no sólo para cumplir un precepto, sino como necesidad de una vida cristiana verdaderamente consciente y coherente... El deber de la participación eucarística cada domingo es uno de los aspectos específicos de la identidad cristiana" (N. 36).
¡Ven Espíritu Santo,
llena nuestros corazones,
 enciende en nuestras almas el fuego de tu amor
y renueva la faz de la tierra!
Ven, Espíritu divino,
manda tu luz desde el cielo.
Padre amoroso del pobre,
don en tus dones espléndido,
luz que penetra las almas,
fuente del mayor consuelo (Secuencia).
Una última consideración destacar como el texto concluye destacando que el don del Espíritu Santo está asociado al perdón de los pecados. Porque el pecado es como el paradigma, el ejemplo exacto, de todos los males que nos pueden afligir a los seres humanos. El pecado es la injusticia, la opresión, la violencia y la muerte. Él es la causa de nuestra caducidad, de todas nuestras lágrimas y de todas nuestras perplejidades. Cuando el Espíritu divino perdona nuestros pecados es como si volviéramos a nacer y como si el mundo se renovara milagrosamente delante de Dios, liberado de la carga de males con que lo afligen nuestros crímenes.


Rafael Pla Calatayud.
rafael@sacravirginitas.org

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