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sábado, 30 de abril de 2016

Comentarios a lecturas del VI Domingo de Pascua 1 de mayo de 2016.

A una semana de la Ascensión del Señor y dos de Pentecostés, en este domingo VI de Pascua, la liturgia preanuncia la presencia de la Tercera Persona de la Santísima Trinidad: El Espíritu Santo como continuador de la ausencia física de Jesús. Es este Espíritu Santo, que hoy colabora en la primera lectura con el discernimiento humano de los Apóstoles reunidos y en el Evangelio es la fuerza que nos permitirá vivir la nueva vida en el Amor. Esta nueva vida es posible gracias al  Espíritu que es defensor, maestro, abogado, animador e iluminador de la fe de la Comunidad y de cada uno de nosotros creyentes. El Espíritu nos enseña y recuerda todo lo dicho por Jesús.

La primera lectura del libro de los Hechos de los apóstoles ( Hech 15, 1-2. 22-29). El texto nos dice que Pablo, cuando fue invitado por los atenienses a que hablara en el Areópago para explicarles lo que afirmaba sobre Cristo, llamándole Dios, les citó a un poeta estoico, Arato, que ya había afirmado tres siglos antes que en Dios vivimos, nos movemos y existimos. Si vosotros mismos, como dice vuestro poeta, argumentaba san Pablo, dice que todos vivimos, nos movemos y existimos en Dios, no debíais escandalizaros de que yo os diga que el Cristo del que yo os hablo fue Dios. Hasta ahí, parece que los atenienses escucharon con interés a Pablo, pero cuando le oyeron hablar de la resurrección de Cristo le abandonaron, considerándolo un charlatán un poco loco.

Resumiendo el texto bíblico, la primera lectura es una caso temprano de altercado y violenta discusión (Hch 15,2) de la Iglesia naciente, aún en vida de los Apóstoles. Sabemos que los primeros cristianos provenían del pueblo judío y en algunos convertidos dentro de sus comunidades ya cristianas quedaba un rescoldo humano judaizante, que pensaba que el mundo pagano o gentil, es decir, el mundo greco-romano circundante al hacerse cristiano debía aceptar tradiciones judías (circuncisión, caducos legalismos mosaicos de tipo disciplinar, etc.).
Ante esta tensión entre vieja sinagoga judaizante y nueva Iglesia o evangelio abierto al mundo, es decir, entre AT y NT, Pablo y Bernabé ya misionando fuera de Palestina, inmersos en la controversia deciden entrevistarse con los Apóstoles para tomar una decisión (Gal 2,1-10). Y reunidos Apóstoles y presbíteros (Hch, 15,1-2) en Jerusalén (hacia el año 49), como en un pequeño concilio, que es como pórtico apostólico de los XXI Concilios Ecuménicos habidos, invocan a Dios, dialogan, para tomar decisiones, es decir, oración y reflexión, gracia y estudio, que todo eso significa esa breve, densa y colaboradora expresión literal y con doble sujeto, así como en familia, como a 50%: Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros  Hch 15,28), elemento divino y humano en colaboración. ¿qué hemos decidido? Sobre las dudas planteadas, Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros no imponeros más cargas que las indispensable: que os abstengáis de carne sacrificada a los ídolos, de sangre de animales estrangulados y de uniones ilegítimas (15,28-29). Es decir, ni idolatrías, ni matrimonios ilegítimos, que vale tanto como cumplir el primero, sexto y novenos mandamientos; y un residuo transitorio de norma judía de no comer animales estrangulados, sin haber extraído antes la sangre por creer erróneamente que el alma estaba en la sangre.

El responsorial  de hoy es el Salmo 66 ( Sal 66, 2-3. 5. 6 y 8)
Salmo de petición y alabanza agradecida, asi en la estrofa-estribillo: " Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben".
Este salmo -de tres estrofas con estribillo intercalado- parece un comentario poético a la bendición sacerdotal de Núm 6,24-27: «Que el Señor te bendiga y te guarde; que haga resplandecer su faz sobre ti y te otorgue su gracia; que vuelva a ti su rostro y te dé la paz»
El salmista sabe elevarse de las bendiciones temporales otorgadas a Israel a la bendición universal sobre todas las gentes, como fue predicho a Abraham (Gn 12,3): todos los pueblos deben alegrarse y felicitarse por el gobierno justo de Dios sobre todo el universo. Estas alabanzas que ahora dirige a Yahvé el pueblo escogido, deben repetirse por gentes de todas las naciones; la perspectiva es universal y mesiánica.
(vv. 1-4). El salmista inicia su poema comentando la bendición sacerdotal de Núm. 6,24-27, dando una proyección universalista. La benevolencia divina se manifiesta en el resplandor de la faz de Yahvé sobre los suyos; se dice de Dios que «aparta su faz» cuando priva a alguno de su protección; y, al contrario, cuando dispensa a alguno su ayuda y protección se dice que su faz brilla sobre él. El salmista aquí considera al pueblo elegido como vehículo para dar a conocer los caminos o modos de proceder de Dios para con los pueblos. La protección dispensada a Israel será como una lámpara que atraerá la atención de todas las gentes hacia Dios. La glorificación del pueblo elegido será una prueba de que Dios protege a los que le son fieles, y en ese sentido es un reclamo para dar a conocer sus caminos.
(vv. 5-6). Todas las gentes deben sentirse felices y exultantes, porque es el propio Dios quien lleva las riendas del gobierno en el mundo, y, en consecuencia, sus decisiones tienen que llevar el sello de la equidad y de la justicia. Ello debe dar seguridad a sus fieles que se conforman a las exigencias de su Ley. Esto que se manifiesta en la historia de Israel, debe ser reconocido por todas las naciones, vinculadas al pueblo elegido en virtud de la bendición de Dios a Abraham sobre todas las gentes (Gn 12,2). Por eso se invita a todos los pueblos a unirse en alabanza del Dios omnipotente y justo, que gobierna el mundo conforme a sus designios salvadores.
Todos los habitantes de la tierra, desde sus más remotos confines, deben reconocer reverencialmente este poder superior de Dios, que gobierna el mundo con equidad (v. 8).
San Juan Pablo II lo comenta así: " La tradición cristiana ha interpretado el salmo 66 en clave cristológica y mariológica. Para los Padres de la Iglesia «la tierra que ha dado su fruto» es la Virgen María, que da a luz a Cristo nuestro Señor.
Así, por ejemplo, san Gregorio Magno en la Exposición sobre el primer libro de los Reyes comenta este versículo, apoyándolo con muchos otros pasajes de la Escritura: «A María se la llama con razón "monte lleno de frutos", porque de ella ha nacido un fruto óptimo, es decir, un hombre nuevo. Y el profeta, contemplando su hermosura y la gloria de su fecundidad, exclama: "Brotará un renuevo del tronco de Jesé, un vástago florecerá de su raíz" (Is 11,1). David, exultando por el fruto de este monte, dice a Dios: "Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben. (...) La tierra ha dado su fruto". Sí, la tierra ha dado su fruto, porque aquel que la Virgen engendró no lo concibió por obra de hombre, sino porque el Espíritu Santo la cubrió con su sombra. Por eso, el Señor dice al rey y profeta David: "Pondré sobre tu trono al fruto de tus entrañas" (Sal 131,11). Por eso, Isaías afirma: "Y el fruto de la tierra será sublime" (Is 4,2). En efecto, aquel que la Virgen engendró no fue solamente "un hombre santo", sino también "Dios fuerte" (Is 9,5)» (Testi mariani del primo millennio, III, Roma 1990, p. 625). [San Juan Pablo II. Audiencia general del Miércoles 17 de noviembre de 2004]

La segunda lectura del libro del Apocalipsis  (Ap.  21, 10-14. 22-23), nos habla de la nueva Jerusalén. Esta nueva ciudad «baja del cielo». Es decir, entronca con el querer básico de Dios que no es otro, que la buena relación en la historia, la fraternidad que anuncia la vida nueva y plena del cielo. Y por eso esta ciudad refleja «la gloria de Dios» que, como lo dijo acertadamente la patrística, no es otra cosa sino que la persona viva, sobre todo que la persona pobre, la que lo tiene difícil para vivir. 
Resulta sorprendente escuchar que es una ciudad sin santuario («santuario no vi ninguno»), cuando en la mentalidad de todos los tiempos una ciudad sin templo no es ciudad. Pero aquí, en la ciudad nueva, el santuario es el Cordero, la entrega generosa, la donación que posibilita la fraternidad. Cabe preguntarse qué derroteros habría tomado el mensaje de la resurrección en una fe sin templos, mezclada a la vida y en lugares de encuentro seculares y comunes. 
En la misma línea se dice que la iluminación de la ciudad no proviene de los astros, sino de la gloria de Dios y del Cordero. Es decir: una ciudad es luminosa en la medida en que acoge a gente entregada y generosa, fraterna y bien relacionada. Entonces hay luz en esa ciudad; de lo contrario, la oscuridad se cierne sobre ella. Esa luz es la que dimana de la resurrección de Jesús, el entregado y generoso, lámpara que ilumina la senda de la historia. 
Que la ciudad tenga doce puertas con tres de ellas en cada punto cardinal está indicando que es una ciudad abierta a toda persona, a toda cultura, totalmente incluyente. La ciudadanía era limitada a los ciudadanos de cada ciudad. La nueva ciudad es de todos, toda persona puede participar en su ciudadanía, basta ser persona, nadie queda excluido. Es el sueño inagotable y nunca logrado de la fraternidad universal, la certeza de que la casa de la persona es la persona. Esta es la «ciudad soñada» ya por la profecía (Ezequiel) y que la resurrección alienta y tipifica. 
Que los nombres de los apóstoles estén en el cimiento de la muralla está indicando que los valores del Evangelio que los apóstoles difunden son los valores sobre los que se cimienta la ciudad. Una relación humana asentada en los valores de Jesús que son valores primordiales, comunes, perfectamente compartibles con toda persona. La resurrección empuja a construir una ciudadanía de valores y no solamente de mercados. 

El  evangelio  continua siendo de  San Juan  (Jn 14, 23-29), en el capítulo 14, todo el está envuelto en una atmósfera de despedida. Continuación del domingo pasado, en la sobremesa, pues, de la cena de Pascua, con Jesús y sus discípulos como comensales.
Víspera consciente del paso de este mundo al Padre. Y, en efecto, Padre y discípulos son las referencias personales de Jesús. Jesús anuncia, promete y revela una nueva presencia que, sin duda, supone una novedad significativa. Los frutos de la resurrección son la alegría, la paz y el testimonio de vida. ¿La alegría se nota en nuestra vida y en nuestras celebraciones?. El Padre como fuente de su vida pasada, los discípulos como proyección en el futuro de esa su vida pasada. El resultado es una terna: Padre-Hijo-Discípulos (en el cuarto evangelio sinónimo de creyentes). A través de ella discurre una misma realidad que se transmite: del Padre a Jesús: de Jesús a los discípulos; de los discípulos entre sí. Esta realidad tiene un nombre: amor.
Cuatro veces aparece como sustantivo y seis como verbo. Constituye el dato central del texto de hoy. Ella colma las expectativas de gozo de los discípulos (v. 11); ella crea niveles nuevos de relación (vs. 13-15).
¿Y la paz? Según el versículo 27 Jesús deja a los suyos la paz como un regalo de despedida. El hecho en sí indica ya que la palabra ha de entenderse en un sentido pleno y singularmente importante, como don y como promesa que abarca cuanto Jesús reserva a la fe. En el lenguaje bíblico el concepto de paz (hebr: shalom; gr. eirene) comprende un campo tan amplio y vario, que no puede reducirse a una fórmula unitaria. El significado básico de la palabra hebrea shalom "es bienestar y, desde luego, con una clara preponderancia del lado físico" (G. von Rad). Se trata de un estado de cosas positivo, que no sólo incluye la ausencia de la guerra y de la enemistad personal -ésta es el requisito previo, para la shalom-, sino que comprende además la prosperidad, la alegría, el éxito en la vida, las circunstancias felices y la salud entendida en sentido religioso. En su palabra de salud los hombres de Israel y del próximo oriente siguen hasta el día de hoy deseándose la paz, shalom. En la aclamación al rey se dice: "Que los montes mantengan la paz (shalom; otros traducen: salud, bienestar) para el pueblo; las colinas, la justicia. Que él dé a los humildes sus derechos, libere a los hijos de los pobres, reprima al opresor. Viva tanto tiempo como duren el sol y la lluvia sobre el césped, como los chubascos que riegan las tierras. Que en sus días florezca la justicia y la plenitud de la paz (shalom) hasta que deje de brillar la luna" (/Sal/071/072/02-07).
La que Jesús nos regala es lo más grande del mundo, es la plenitud de todos los dones del Espíritu. Si la paz reina en nuestro corazón seremos capaces de transmitirla a los demás y de construirla a nuestro alrededor. “La paz os dejo, mi paz os doy”: la paz la ofrece Jesús como un don precioso. En la Biblia, la paz es uno de los grandes signos de la presencia de Dios y de la llegada del Reino, síntesis de todos los deseos de bienestar, de justicia, de abundancia, de fraternidad.

Para nuestra vida.
La primera lectura nos da la síntesis de la vida cristiana, cuando el problema de la circuncisión obligatoria estaba rompiendo la unidad de la primitiva Iglesia de Jesús. La respuesta de los Apóstoles fue clara: que ni la circuncisión, ni la ley de Moisés entera podrían salvarles; sólo el amor a Dios y al prójimo en Dios pueden salvar. Porque el mandamiento nuevo de Jesús era esencialmente sólo eso: que nos amemos unos a otros como él nos ha amado. No seamos ahora nosotros tan literalmente legalistas, que olvidemos que el espíritu de la ley de Jesús es siempre sólo eso: el amor. La famosa frase de san Agustín, “ama y haz lo que quieras”, bien entendida, quiere decir esto mismo.
En este siglo XXI los cristianos, creemos en la resurrección de Cristo y creemos (a veces con dificultad practica), como nos dice en el evangelio de hoy san Juan, que si amamos a Dios existimos en Dios, porque Dios viene al alma del que le ama y hace en él su mansión. Si amamos a Dios somos personas habitadas por Dios, espiritualmente llenas de Dios. Lo importante es que nosotros amemos a Dios como verdad y vida de nuestra vida, porque si lo hacemos así Dios no nos va a fallar nunca. Si Dios es Amor, Dios vive en toda persona a la que ama. Si amamos al Dios Amor, no podemos vivir de otra manera que amando, porque, de lo contrario, no amaríamos al verdadero Dios. Dejémonos amar por Dios, abramos las puertas de nuestro corazón a Dios, y Dios vivirá en nosotros como amor. Esto, que es algo gratuito por parte de Dios, exigirá de nuestra parte un gran esfuerzo, si de verdad nos decidimos a vivir como linaje de Dios, como hijos amados de Dios. En esta vida no hay nada más difícil que amar a dios y al prójimo de verdad, como Dios quiere que amemos.
El que ama de verdad a Dios y al prójimo vive con el alma llena de paz interior, porque sabe que si Dios está en él y con él nada ni nadie lo podrá derribar espiritualmente. La paz del mundo es una paz llena de sobresaltos físicos, sociales y políticos; la paz de Dios es vivir en Dios, con el alma siempre abierta al bien de los hermanos. Aprendamos a vivir nosotros hoy en paz, en la paz de Dios, aunque las circunstancias sociales y políticas nos inviten a vivir en continuo sobresalto. Los grandes santos fueron almas llenas de paz interior, de la paz de Dios.
La “nueva Jerusalén” de la que nos habla el Apocalipsis es la ciudad ideal, la ciudad en la que reinará Dios, el verdadero reino de Dios. Hacia esa Jerusalén ideal, hacia ese reino de Dios, es adonde debemos aspirar a vivir los cristianos de hoy. Una ciudad y un reino que aún no están por desgracia en este mundo, pero al que los cristianos debemos caminar con nuestro comportamiento y con nuestros deseos, con nuestro amor. Para llegar a ella, nuestra única ley, nuestro único santuario, es el Señor Dios todopoderoso y el Cordero. Sólo si Dios es el verdadero rey de nuestros corazones, si de verdad amamos a Dios, podremos decir también nosotros que vivimos, somos y existimos en Dios, porque Dios nos amará y vendrá a nosotros y hará en nuestro corazón su morada, como nos dice san Juan.
El Espíritu prometido por Jesús, nos enseña y recuerda todo lo dicho por Él . Ésta es la gran tarea que Jesús le encomienda. Es fácil deducir que el creyente no está solo, no es un huérfano. Primero, porque el Padre no es Alguien lejano y distante; más bien, somos santuario y morada de Dios mismo: “vendremos a él y haremos morada en él”. Esto lógicamente supone unas relaciones nuevas con Dios-Padre: no es posible vivir como si todo fuera como antes; desde Jesús, todo ha cambiado. La muerte de Jesús ha sido ocasión para ser llenados por la presencia viva del Espíritu, que vive en nosotros, está en nosotros y nos enseña el arte de vivir en verdad. El creyente vive animado por el Espíritu, que hace nacer en nosotros el gozo de la fe.
Esta nueva vida impregnada del amor de que habla Jesús es mucho más que un mero sentimiento. Está ratificado con la fidelidad, con el cumplimiento constante de la voluntad de la persona amada. Es decir, en definitiva, sólo quien cumple con los mandamientos de la ley divina es quien realmente ama al Señor. Lo demás es palabrería, una trampa que ni a los mismos hombres engaña, y mucho menos a Dios. Eso es lo que el Jesús nos enseña: El que me ama guardará mi palabra. Y por si acaso no lo hemos entendido añade: El que no me ama, no guardará mis palabras. Examinemos nuestra conducta y veamos si de verdad amamos al Señor. Y en caso contrario, tratemos de rectificar.
Caminemos con esta persuasión y avancemos alegres por la vida, desgranando nuestros días en un ambiente de incesante gozo pascual. Que nada ni nadie nos turbe. Que pase lo que pase, conservemos la calma, vivamos serenos y optimistas, persuadidos de que Jesús, con su muerte y con su gloria, nos ha salvado de una vez para siempre. Y nos libera del poder del pecado y de la muerte.

Rafael Pla Calatayud.
rafael@sacravirginitas.org



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