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domingo, 20 de marzo de 2016

Comentario a las lecturas del Domingo de Ramos 20 de marzo de 2016

Estamos en el pórtico de la Semana Santa, vamos a contemplar el dolor y la muerte de nuestro Señor, a recordar todo cuanto él hizo por nosotros y animarnos a quererle más y a hacer algo, o mucho, por él.
La Iglesia en la liturgia de hoy , ha puesto el relato completo de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo para que –digámoslo así—no haya duda sobre que celebramos hoy. La liturgia tiene una lectura de júbilo, asociada a la procesión de Ramos y el relato íntegro de la Pasión. En este ciclo C hemos escuchado la Pasión según San Lucas que nos da la idea de que lo que se nos relata es testimonio de la voluntad salvadora universal de Dios y de su amor representado en el sacrificio y posterior victoria de Cristo Jesús.
Nos dice el Papa Francisco: " Jesús entra en Jerusalén. La muchedumbre de los discípulos lo acompaña festivamente, se extienden los mantos ante él, se habla de los prodigios que ha hecho, se eleva un grito de alabanza: «¡Bendito el que viene como rey, en nombre del Señor! Paz en el cielo y gloria en lo alto» (Lc. 19,38).
...Este es Jesús. Este es su corazón atento a todos nosotros, que ve nuestras debilidades, nuestros pecados. El amor de Jesús es grande. Y, así, entra en Jerusalén con este amor, y nos mira a todos nosotros. Es una bella escena, llena de luz –la luz del amor de Jesús, de su corazón–, de alegría, de fiesta.
...También nosotros hemos acogido al Señor; también nosotros hemos expresado la alegría de acompañarlo, de saber que nos es cercano, presente en nosotros y en medio de nosotros como un amigo, como un hermano, también como rey, es decir, como faro luminoso de nuestra vida. Jesús es Dios, pero se ha abajado a caminar con nosotros. Es nuestro amigo, nuestro hermano. El que nos ilumina en nuestro camino. Y así lo hemos acogido hoy. Y esta es la primera palabra que quisiera deciros: alegría. No seáis nunca hombres y mujeres tristes: un cristiano jamás puede serlo. Nunca os dejéis vencer por el desánimo. Nuestra alegría no es algo que nace de tener tantas cosas, sino de haber encontrado a una persona, Jesús; que está entre nosotros; nace del saber que, con él, nunca estamos solos, incluso en los momentos difíciles, aun cuando el camino de la vida tropieza con problemas y obstáculos que parecen insuperables, y ¡hay tantos! Y en este momento viene el enemigo, viene el diablo, tantas veces disfrazado de ángel, e insidiosamente nos dice su palabra. No le escuchéis. Sigamos a Jesús. Nosotros acompañamos, seguimos a Jesús, pero sobre todo sabemos que él nos acompaña y nos carga sobre sus hombros: en esto reside nuestra alegría, la esperanza que hemos de llevar en este mundo nuestro. Y, por favor, no os dejéis robar la esperanza, no dejéis robar la esperanza. Esa que nos da Jesús.
...¿Por qué Jesús entra en Jerusalén? O, tal vez mejor, ¿cómo entra Jesús en Jerusalén? La multitud lo aclama como rey. Y él no se opone, no la hace callar (Lc. 19, 39-40). Pero, ¿qué tipo de rey es Jesús? Mirémoslo: montado en un pollino, no tiene una corte que lo sigue, no está rodeado por un ejército, símbolo de fuerza. Quien lo acoge es gente humilde, sencilla, que tiene el sentido de ver en Jesús algo más; tiene ese sentido de la fe, que dice: Éste es el Salvador. Jesús no entra en la Ciudad Santa para recibir los honores reservados a los reyes de la tierra, a quien tiene poder, a quien domina; entra para ser azotado, insultado y ultrajado, como anuncia Isaías en la Primera Lectura (cf. Is 50,6); entra para recibir una corona de espinas, una caña, un manto de púrpura: su realeza será objeto de burla; entra para subir al Calvario cargando un madero. Y, entonces, he aquí la segunda palabra: cruz. Jesús entra en Jerusalén para morir en la cruz. Y es precisamente aquí donde resplandece su ser rey según Dios: su trono regio es el madero de la cruz. Pienso en lo que decía Benedicto XVI a los Cardenales: Vosotros sois príncipes, pero de un rey crucificado. Ese es el trono de Jesús. Jesús toma sobre sí... ¿Por qué la cruz? Porque Jesús toma sobre sí el mal, la suciedad, el pecado del mundo, también el nuestro, el de todos nosotros, y lo lava, lo lava con su sangre, con la misericordia, con el amor de Dios. Miremos a nuestro alrededor: ¡cuántas heridas inflige el mal a la humanidad! Guerras, violencias, conflictos económicos que se abaten sobre los más débiles, la sed de dinero, que nadie puede llevárselo consigo, lo debe dejar. Mi abuela nos decía a los niños: El sudario no tiene bolsillos. Amor al dinero, al poder, la corrupción, las divisiones, los crímenes contra la vida humana y contra la creación. Y también –cada uno lo sabe y lo conoce– nuestros pecados personales: las faltas de amor y de respeto a Dios, al prójimo y a toda la creación. Y Jesús en la cruz siente todo el peso del mal, y con la fuerza del amor de Dios lo vence, lo derrota en su resurrección. Este es el bien que Jesús nos hace a todos en el trono de la cruz. La cruz de Cristo, abrazada con amor, nunca conduce a la tristeza, sino a la alegría, a la alegría de ser salvados y de hacer un poquito eso que ha hecho él aquel día de su muerte". (Padre Francisco: Homilía del domingo, 24 de marzo de 2013).
El evangelio de la bendición de los ramos comienza diciendo que Jesús iba hacia Jerusalén, marchando en cabeza. Es un detalle que indica cómo el Maestro precedía a los suyos en el camino hacia la cruz. Todos sabían que ese viaje a Jerusalén podría ser fatídico. Era ya público el odio de los fariseos, los letrados y los sumos sacerdotes que cada vez estrechaban más el cerco en torno a Jesús de Nazaret.
En el relato de la entrada en Jerusalén comienza la exposición clara de la gran lección de su vida, nos anima a seguirle de cerca, no sólo a la hora del triunfo de los ramos, sino también en los momentos difíciles del Calvario.
En contraposición del odio de los jefes de Israel, destaca el entusiasmo de la gente sencilla del pueblo. A ellos no les importa la opinión de las autoridades , ni temen posibles represalias. Ante la figura amable y majestuosa de Jesucristo su entusiasmo se desborda y le aclaman abiertamente como el Rey de Israel, el hijo de David, el Mesías anhelado. Supieron descubrir al Hijo de Dios detrás de aquellas apariencias sencillas, intuyeron que en aquel hombre se ocultaba una persona, capaz de redimir al mundo. Bendito el que viene como rey -exclaman-, en nombre del Señor. Son aclamaciones que sólo el Mesías, el Hijo del Altísimo, podía recibir. De ahí que los fariseos se escandalicen y pidan al Maestro que callen sus discípulos.
Si éstos callan, responde Cristo, gritarán las piedras. Es una respuesta valiente y comprometida. El Jesús hace frente a sus enemigos. Es el momento de la gran batalla, ha sonado la hora que el Padre había señalado y es preciso acudir a esa cita que le acarrearía la muerte. Pronto el clamor de la victoria se convertirá en tremenda derrota. Jesús lo sabe, pero esto no le detiene. Al contrario, le estimula a la entrega generosa, consciente de que sólo por medio de la cruz, llegará el triunfo grandioso de la luz.

La primera lectura es de Isaías (Is 50,4-7), tiene tres partes. Primero el profeta dice que Dios lo ha escogido y lo ha impulsado para proclamar la palabra de Dios. Segundo, el profeta no echa para atrás. Ofrece la espalda a golpes, recibe los insultos por ser profeta de Dios. Finalmente, el profeta persiste en mostrar coraje: su rostro fue como roca.
Las palabras del "cántico del Siervo del Señor" (Is 50,4-7) son una descripción anticipada de cuanto acontece en el drama de la Pasión a la que Cristo se somete voluntariamente: "Y yo no me resistí, ni me hice atrás. Ofrecí mis espaldas a los que me golpeaban, mis mejillas a los que mesaban mi barba. Mi rostro no hurté a los insultos y salivazos" (vv.5b-6). En todo el cántico resplandece la actitud humilde del Mesías ante los sufrimientos a los que se ve sometido en la realización de su misión. Todo ello se realiza de manera plena en Cristo.

El responsorial es el salmo 21  (Sal 21,8-9.17-24). Uno de los momentos más impresionantes de la pasión de Cristo es cuando pronuncia  aquellas palabras: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" Expresan todo el  drama espiritual que sufre en medio de los tormentos de la cruz. San Marcos y san Mateo  nos han transmitido estas palabras, incluso en la lengua original: "Eli, Eli, lama sabactani?". Si todos recuerdan fácilmente estas palabras que inspiran un hondo sentimiento de  admiración hacia el crucificado agonizante, no todos sabrán seguramente que las palabras  de Jesús son el inicio del salmo 21, y que él probablemente lo continuaría rezando, siendo  consuelo para su alma y realización de una palabra profética sobre el Mesías.  A la luz de este salmo, la cruz no era un fracaso, no era una derrota de uno que se había  excedido en ilusiones mesiánicas: era el cumplimiento de un plan trazado por Dios y desde  antiguo anunciado a su pueblo de Israel.
El salmo 21 tiene, en el Antiguo Testamento, un paralelo impresionante, también muy  conocido del pueblo cristiano: el canto del Siervo de Yahvé, del profeta Isaías . 
El texto de Isaías es más bien una profecía mesiánica sobre lo que sufriría el Siervo de  Yahvé para la redención de los hombres. El profeta contempla al Mesías en su aspecto  doliente y redentor. El salmo 21, aun siendo también una profecía mesiánica, expresa la  realidad de un hombre justo, el salmista, que ha vivido en carne propia las amargas  experiencias que describe. 
El salmo 21 se expresa en primera persona. Es el mismo hombre que sufre el que  describe su dolor. Su descripción es algo vivencial, que sufre en carne viva. Algo existencial  que afecta a todo su ser. 
Y lo primero que manifiesta es el sentimiento de ser abandonado de Dios. El silencio de  Dios: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? A pesar de mis gritos, mi oración  no te alcanza. Dios mío, de día te grito, y no respondes". 
El salmista se siente desamparado, como olvidado de Dios. El salmo 21 refleja  perfectamente la situación vivencial de Cristo en su postración y en su angustia, cuando él  también se sintió abandonado de Dios, herido en su cuerpo y en su corazón, rodeado de  burlas y desprecios. 
Dios nunca falla. Siempre responde. A veces se hace esperar, pero jamás desoye la  súplica de sus fieles. Dios prueba la fe de los suyos, como la de Abraham. Pero nunca  defrauda y luego da una espléndida recompensa que supera en mucho el dolor o la  aflicción de la prueba. 
Cristo tendría también la sensación de ser desoído, cuando en Getsemaní pidió al Padre  que alejara de él el cáliz. Y Cristo bebe el cáliz de la amargura. En la cruz se siente  desamparado, solo. Pero no pierde la confianza. Reza. Y luego aparece la respuesta  magnífica del Padre: la Resurrección, la gloria, la salvación de todo el mundo. 

En la segunda lectura de San Pablo a los filipenses (Flp 2,6-11),  San Pablo, describe en un himno lírico como Jesús abandonó sus prerrogativas divinas para tomar la condición de siervo, para humillarse, para morir en una cruz.
San Pablo está en la cárcel, probablemente en Éfeso. Cuando escribe a los filipenses ya ha comparecido ante el tribunal, pero la sentencia está todavía pendiente. Encarcelado y juzgado por ser cristiano (Fil. 1, 13), Pablo puede pedir con coherencia y autoridad a los miembros de la comunidad de Filipos que den a su vez testimonio cristiano. ¿Qué tipo de testimonio? El de la concordia y el amor. En efecto, el egoísmo, la envidia y la presunción habían empezado a causar estragos en la comunidad; ésta se estaba convirtiendo en un antisigno escandaloso. Dada esta situación. Pablo pide a los cristianos de Filipos que tengan la grandeza de ánimo suficiente para superar el propio interés y abrirse con sencillez a los demás (Flp 2, 3-4). Al pedir esto, Pablo no se basa en una simple pedagogía humana, sino en el caso concreto de Cristo Jesús, que siendo Dios se hace hombre. Para ello, Pablo se sirve de un himno litúrgico, que él incorpora a su carta. Este himno describe la dinámica existencial de Cristo Jesús:
Con probabilidad estos versículos son un himno procedente de una comunidad prepaulina que el Apóstol adoptó, insertó y retocó en este lugar de la carta.
Es el himno a la Kenosis y la glorificación del Señor distinguimos tres estrofas:
-Versículos 6 y 7a: dos menciones de Dios: contraposición entre la condición de Dios y la condición de esclavo, y el tema "se anonadó a Sí mismo".
-Versículos 7bc y 8: dos menciones del hombre, y el tema "se rebajó a Sí mismo".
-Versículos 9-11: contraposición entre esclavo y Señor, entre obediente y exaltado. A la exaltación y a la asignación del nombre corresponden, en el v. 9 como en los vv. 10-11, la genuflexión y la confesión.
El conjunto del himno se asemeja a los discursos familiares de Pablo sobre la caridad cristiana, que es olvido de sí mismo, a la manera del Señor (2 Cor. 8, 9; Rom. 15, 1-3).
El primer tema del himno -aunque no el más importante en su estructura- es la preexistencia de Cristo. Quiere indicar que la existencia total de Jesús no comienza con su aparición en el mundo, sino tiene una "prehistoria". Dicho de otro modo: la preexistencia es una forma de expresar la trascendencia en términos temporales. Cristo-Jesús es el Hijo de Dios desde siempre, igual al Padre.
El segundo punto es el vaciamiento. No se trata de afirmaciones ontológicas sobre un imposible abandono de la naturaleza divina por parte del Hijo, sino de insistir en su solidaridad con el hombre, compartiendo el destino de ésta aun en sus lados más oscuros y negativos. Indica una actitud contrastante con la de Adán, que quiso ser lo que no podía. El Hijo, en cambio, no vive como podía, sino como nosotros, haciendo una suerte de milagro por puro amor gratuito.
Tercer punto: Jesús es hombre, pero, además, tal hombre. Muere, pero muere tal muerte, la de cruz -probablemente retoque personal paulino del himno original-. Lleva a cabo su misión de predicar el Reino asumiendo las consecuencias de su vida, de su acción concreta de predicar la justicia y el amor en un mundo donde ello a menudo no se admite. Con ello corre el riesgo, al ser pobre, desamparado y pacífico, de morir injustamente. Ello sucede de hecho.
Por último: el proceso no termina en lo negativo, sino en la exaltación, como indica la segunda parte del himno. Se trata de Jesús en su destino final y definitivo gloriosos, de su proclamación como Señor de todo, o sea, de reconocimiento de cuanto era de hecho, pero disimulado a lo largo de su vida mortal. Comenzado todo ello en su Resurrección.

El evangelio es el relato de la Pasión según San Lucas ( Lc. 22,14-23,56) ,nos recuerda los últimos momentos vividos intensamente por Jesús. No podemos quedarnos con la contemplación piadosa de un cuadro melodramático. La lectura de la pasión debe ayudarnos para descubrir el drama que hoy vive la humanidad y nuestra actitud ante ella. No se proclama la Pasión de Jesús para contemplar o imaginar un espectáculo masoquista que nos muestra cómo unos hombres malos mataron al Hijo de Dios. Tampoco se proclama para que los fieles nos demos golpes de pecho y lloremos desgarradamente por el “pecado de Adán”, ni para sentirnos culpables porque en esa cruz pesada. No podemos olvidar que Él cargó con nuestros pecados.
Nos encontramos con gentes que gritan pidiendo la condena de Jesús; los que gritan ahora eran los mismos que le aclamaron cuando entraba en Jerusalén. ¿Por qué lo hacían? El texto evangélico dice que porque los sumos sacerdotes habían soliviantado a la gente.

Para nuestra vida.
Este Domingo de Ramos da inicio a la Semana santa en la que viviremos el misterio pascual: pasión, muerte y resurrección de Cristo. La liturgia de la palabra apunta hacia el drama de la cruz. Así el tercer "cántico del siervo del Señor" preludia cuanto acontecerá en la Pasión de Cristo. San Pablo, en el himno recogido en su carta a los Filipenses, ofrece un resumen del proceso de humillación y exaltación de Cristo que se cumple en el triduo pascual. Pero, de modo particular, el Evangelio, con el relato de la pasión, nos reclama a revivir ese evento central de nuestra fe en el que se realiza nuestra redención.
La primera lectura es como un preludio de la Pasión: Jesús tampoco se echó atrás. Sabía que su ministerio y su predicación acababan en estas torturas y humillaciones, en esta muerte tan cruel y fea. Obedeció al Padre. Proclamó la verdad del Padre. Cumplió su misión por el Padre. Nosotros no lo podíamos hacer. No lo tenemos que hacer porque Jesús lo hizo por nosotros. Sí, nosotros también tenemos que obedecer, endurecer la cara como roca, hasta recibir insultos y golpes, pero no es nada comparable con la Pasión de Cristo porque Cristo era Dios mismo.
En el evangelio previo a la bendición de ramos, vemos como se cumple lo que Jesús había enseñado a sus discípulos que era preciso negarse a sí mismo, coger la cruz de cada día y caminar hacia adelante en un cumplimiento fiel de la voluntad de Dios. Por eso marcha decidido, para mostrarnos con su propio ejemplo el modo de cumplir las exigencias que implican su doctrina de salvación.
De la lectura de San Pablo nos viene una reflexión acerca de la humildad. Nosotros no somos divinos, nosotros mismos nos humillamos en muchas cosas antes que otros nos humillan, para nosotros la muerte es inevitable. Pero no fue así con Cristo. El Hijo se hizo humano y escogió ser humillado y morir. Para nosotros, al contrario, la humillación y la muerte son parte de nuestra condición desde nuestro nacimiento. Jesús hizo lo que nosotros nunca pudiéramos hacer.
El himno de la carta a los Filipenses nos ayuda a tomar conciencia de todo lo que presupone y entraña el misterio pascual: el Verbo de Dios que desde su condición divina se rebaja a la humana y llega al anonadamiento total abrazando la humillación de la muerte. Todo esto representa un movimiento descendente, desde donde, en un movimiento ascendente, la fuerza de Dios lo eleva como Señor de toda la creación. De este modo descubrimos todo lo trágico y doloroso que fue la Pasión de Cristo, pero también que ésta abrazada por amor se convirtió en fuente de bendición y salvación eterna para todos los que creen en Él. De la contemplación de estos misterios debe brotar en nuestro corazón una inmensa gratitud a Cristo y el propósito de seguir su ejemplo de obediencia hasta la muerte de cruz, en las expresiones concretas de nuestra vida diaria.
De la lectura de la Pasión surge un interrogante ante la actitud de las gentes. Podríamos decir que el pueblo, las masas, eran entonces más fácilmente manejables y manipulables de lo que son ahora. Ahora, como entonces, la gente prefiere creer al que le promete un futuro mejor, más rápido, y con el menor sacrificio posible. Todos queremos que llegue cuanto antes el reino de Dios, un reino de justicia, de amor y de paz. Pero no queremos andar el camino propuesto por Cristo para llegar a él, el camino de las Bienaventuranzas. Dejamos que otros sean los pobres, los mansos, los que luchan por la justicia, los que perdonan, los que son generosos en amar a todos, preferentemente a los más necesitados. Nosotros queremos primero el éxito, el dinero, las satisfacciones materiales, el poder político y económico; para nosotros eso es lo primero y urgente; el camino de las bienaventuranzas puede esperar. Y por eso, al que nos pide humildad, fortaleza en la adversidad, lucha contra la injusticia, corazón limpio y un amor generoso y sacrificado a Dios y al prójimo le volvemos la espalda. Y dejamos que crucifiquen al Cristo que predica amor y perdón, lucha contra el mal y amor hasta la muerte.
Abramos nuestros oídos y también nuestros ojos, nuestra mente y nuestro corazón, para descubrir, en la lectura de la Pasión, nuestra propia realidad. Tal vez nos identifiquemos con el que traiciona y vende a su amigo, a su familia, o a su pueblo por dinero. El hombre que facilita su casa para celebrar la cena pascual y provee generosamente para el compartir fraterno. El miedo de los discípulos ante el peligro; la falsa promesa de Pedro de acompañar a Jesús y estar dispuesto a morir con él, y la negación posterior. La debilidad en la oración por parte de los discípulos, el sueño que no los deja ver la realidad y la invitación a estar siempre vigilantes y orantes, pues no es fácil aceptar nuestra propia cruz nos cuesta mucho, pero nos puede ayudar a llegar hasta Dios.
Estamos llamados a vivir la Pasión junto a Jesús. Llamados a abrir nuestro corazón, en solitario, al influjo de esa Pasión del Señor.
En este Domingo de Ramos hagamos el propósito de luchar siempre contra el mal y de ponernos a favor de tantas personas que, por amor a Dios y al prójimo, son capaces de exponer hasta su propia vida en defensa de los valores del evangelio de Jesús. Así lo hizo Jesús, el aclamado primero como Rey y crucificado después como reo.
Rafael Pla Calatayud.
rafael@sacravirginitas.org


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