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sábado, 11 de abril de 2015

Comentarios a las Lecturas del II Domingo de Pascua 12 de abril de 2015.

Comentarios a las Lecturas del II Domingo de Pascua 12 de abril de 2015


Hoy es el domingo de la Divina Misericordia.
San Juan Pablo II, instituyó esta fiesta, ahora el Papa, Francisco, ha convocado el "Jubileo de la Misericordia". Misericordia tiene dos significados: perdón y solidaridad. En el evangelio de hoy Jesús envía a sus discípulos: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados”. El perdón de Dios se derrama en plenitud en la humanidad. Celebrar la misericordia de Dios es algo más que venerar una imagen, es celebrar que Dios es un Padre con entrañas que quiere a sus hijos. "La misericordia es un camino que comienza con una conversión espiritual, y todos estamos
llamados a recorrer este camino", ha dicho el Papa Francisco.
El "Jubileo de la Misericordia" comenzará el próximo 8 de diciembre con la apertura de la Puerta Santa de la Basílica de San Pedro del Vaticano y concluirá el 20 de noviembre de 2016. Para el próximo Año Santo extraordinario, la elección de la fecha en que se ha publicado  la bula, justo en la víspera del Segundo Domingo de Pascua, manifiesta claramente la atención especial del Papa hacia el tema de la misericordia. Su apertura significa que, durante el tiempo jubilar, la Iglesia ofrece a los fieles una "vía extraordinaria" hacia la salvación. La Iglesia quiere recordarnos que Dios tiene compasión, que siempre hay un camino de vuelta a casa.

En la primera lectura de hoy de los Hechos de los Apóstoles (Act . 4, 32-35), se nos narra  el modo de vida que llevaban los primeros cristianos lo que animaba a los no creyentes a seguirles. No era tanto lo que oían decir a los apóstoles, sino lo que veían que los apóstoles hacían. Era el ver, más que el oír, lo que animaba a la gente a seguir a los apóstoles.
El Salmo de hoy (salmo  117)  era un himno que los judíos contemporáneos de Jesús utilizaban en la fiesta de las tiendas o tabernáculos, una de las más importantes del calendario litúrgico hebreo. Y se cantaba en la procesión de entrada al Templo en dicha fiesta. Según algunos tratadistas fueron los éxitos militares de Judas Macabeo contra los sirios los que, originariamente, debieron inspirar el Salmo. Para nosotros, hoy, representa un canto de alegría pascual: la victoria de Cristo sobre la muerte.
" Das gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia".

En la segunda lectura de hoy (1ª carta de San Juan 5, 1-6)  se nos explica que quien ha nacido de Dios vence al mundo. Y creer en Jesús como Mesías, es lo que nos hace Hijos predilectos de Dios. Dice también Juan que el auténtico amor a Dios se demuestra cumpliendo sus mandamientos. Es, en cierto modo, una aplicación teológica del antiguo refrán castellano: “Obras son amores, y no buenas razones”.
San Agustín en su comentario a la Primera carta de San Juan y concretamente en los versículos de hoy nos dice: " Veamos, pues, qué significa creer en Cristo, creer que el mismo Jesús es Cristo. Así sigue la carta: «El que cree que Jesús es el Cristo, ha nacido de Dios». ¿Pero qué significa creer eso? «Todo el que ama al que le da el ser, debe amar también al que lo recibe de él». Une inmediatamente el amor a la fe, porque la fe sin amor no sirve para nada. La fe con amor es la del cristiano; la fe sin amor es la del demonio. Y los que no creen son peores y más tardíos que los demonios. No conozco a nadie que no quiera creer en Cristo, pero si hay alguien, ni siquiera ese está en la misma situación que los demonios. Ya cree en Cristo, pero le odia. Confiesa la fe, pero por temor al castigo, no por amor a la corona. Los demonios también temían recibir un castigo. Añade a esta fe el amor para que sea la fe de la que habla el apóstol Pablo: «La fe que actúa por medio del amor» (Gál 5, 6). Has encontrado al cristiano, has hallado al ciudadano de Jerusalén, al ciudadano de los ángeles, te has cruzado en el camino con un viajero que suspira por el final del camino. únete a él, pues es tu compañero, y corre con él, si es que tú eres lo mismo que él. «Y todo el que ama al que le da el ser, ama también al que lo recibe de él». ¿Quién es el que engendró? El Padre. ¿Y quién es el engendrado? El Hijo. ¿Qué quiere, pues, decir? Que todo el que ama al Padre, ama al Hijo.
«En esto conocernos que amamos a los hijos de Dios». ¿De qué se trata, hermanos? Hace un momento Juan hablaba del Hijo de Dios, no de los hijos de Dios. Cristo era el único que se ofrecía a nuestra contemplación cuando decía: «El que cree que Jesús es el Cristo ha nacido de Dios, pues todo el que ama al que le da el ser —es decir, al Padre— ama a quien lo recibe de él», o sea, al Hijo y Señor nuestro Jesucristo. Y continúa: «En esto conocemos que amamos al Hijo de Dios», como si dijera: en esto sabemos que amamos al Hijo de Dios. El que poco antes decía «Hijo de Dios», dice ahora «hijos de Dios», porque los hijos de Dios son el cuerpo del Hijo único de Dios. Y como él es la Cabeza y nosotros los miembros, no hay más que un único Hijo de Dios. Luego el que ama a los hijos de Dios ama al Hijo de Dios. Y el que ama al Hijo de Dios ama al Padre. Porque es imposible amar al Padre si no se ama al Hijo. Y si se ama al Hijo, se ama también a los hijos de Dios.
¿A qué hijos de Dios? A los miembros del Hijo de Dios. Y, al amar, él mismo pasa a ser miembro y, por el amor, se incorpora a la unidad del cuerpo de Cristo. Pues si se ama a los miembros, se ama también al cuerpo. «¿Que un miembro sufre? Todos los miembros sufren con él. ¿Que un miembro es agasajado? Todos los miembros comparten su alegría».
¿Qué es lo que dice a continuación?: «Ahora bien, vosotros formáis el cuerpo de Cristo y cada uno por su parte es un miembro» (1 Cor 12, 26.27).
Al hablar un poco antes del amor fraterno, Juan decía: «Quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve». Si amas a tu hermano, ¿cómo es posible que le ames a él y no ames a Cristo? Por tanto, si amas a los miembros de Cristo, amas también a Cristo. Si amas a Cristo, amas al Hijo de Dios. Y si amas al Hijo de Dios, amas también al Padre. El amor no se puede dividir. Elige qué vas a amar, porque, una vez que lo eliges, lo demás viene por sí mismo. Si dices: «Sólo amo a Dios, a Dios Padre», estás mintiendo. Porque si amas, no le amas sólo a él. Si amas al Padre, amas también al Hijo. O si dices: «Amo al Padre y al Hijo, pero sólo a Dios Padre y a Dios Hijo y Señor nuestro Jesucristo, que subió a los cielos y está sentado a la derecha del Padre, al Verbo por el que todo fue hecho, al Verbo que se hizo carne y habitó entre nosotros», vuelves a mentir. Porque si amas a la Cabeza, amas también a los miembros; y si no amas a los miembros, tampoco amas a la Cabeza. ¿Es que no te estremece la voz de la Cabeza que grita por los miembros: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?» (Hch 9, 4). Dijo que el que perseguía a los miembros le perseguía también a él, y que el que amaba a sus miembros le amaba también a él. Pues bien, hermanos, ya sabéis cuáles son sus miembros: la Iglesia de Dios.
«Por tanto, si amamos a los hijos de Dios, es señal de que amamos a Dios». ¿Cómo es posible?, ¿es que no son una cosa los hijos de Dios y otra muy distinta Dios? Pero el que ama a Dios, ama sus mandamientos. ¿Y cuáles son sus mandamientos?: «Os doy un mandamiento nuevo: Amaos los unos a los otros» (Jn 13, 34). Que nadie se excuse de un amor en virtud del otro amor, porque este amor es absolutamente coherente. Y del mismo modo que está perfectamente ensamblado, a todos los que dependen de él los convierte en una sola cosa, como si el fuego los hubiera fundido. He aquí el oro, la masa se ha fundido, no hay más que una sola cosa. Pero si no la calienta el fervor del amor, es imposible que la multitud se convierta en una sola cosa. «Por tanto, si amamos a los hijos de Dios, es señal de que amamos a Dios».
¿Y en qué conoceremos que amamos a los hijos de Dios? «En que amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos». Y ahora suspiramos porque es difícil cumplir el mandamiento de Dios. Escucha con atención lo que sigue. Hombre, ¿por qué te cuesta tanto amar? Porque amas la avaricia. Lo que amas cuesta mucho amarlo, pero amar a Dios no cuesta nada. La avaricia te va a traer problemas, trabajos, peligros, tormentos y preocupaciones, y sin embargo la obedeces. ¿Para qué la obedeces? A cambio de tener con qué llenar tu arca, pierdes la tranquilidad. No cabe duda de que estabas más tranquilo cuando no tenías nada que cuando has empezado a tener. Fíjate bien qué te trae la avaricia: has llenado tu casa, pero tienes miedo a los ladrones; ahora tienes oro, pero has perdido el sueño. La avaricia te dijo: «Haz esto», y lo hiciste. ¿Qué es lo que Dios te manda?: «Ámame. Si amas el oro, lo buscarás y puede que no lo encuentres; en cambio, si alguien me busca a mí, estoy con él. Si amas el honor, es posible que no lo consigas. Pero, ¿hay alguien que me haya amado a mí y no me haya conseguido?». Dios te dice: «Quieres tener un protector o un amigo poderoso, y tratas de conseguirlo por medio de otro inferior. Ámame —te dice Dios—; para llegar a mí no necesitas de ningún intermediario, porque el amor me hace presente en ti». Hermanos, ¿hay algo más dulce que este amor? «Los pecadores me han contado sus placeres, pero no hay nada como tu ley, Señor» (Sal 118, 85). ¿Y cuál es la ley de Dios? Su mandamiento. Y este mandamiento, ¿cuál es? El mandamiento nuevo, que se llama nuevo porque renueva: «Os doy un mandamiento nuevo: Amaos los unos a los otros». Esta es realmente la ley de Dios, pues dice el apóstol: «Ayudaos mutuamente a llevar las cargas, y así cumpliréis la ley de Cristo» (Gál 6, 2). El amor es, pues, el culmen de todas nuestras obras. Ahí está el fin. Por él corremos, hacia él nos dirigimos. Y cuando lleguemos a él, descansaremos".

En el  evangelio de hoy (Juan  20, 19- 31 ) vemos como Jesús se apresura a volver junto a sus discípulos y apóstoles después de resucitar. Él sabía lo tristes y decaídos que se
encontraban después de su crucifixión y muerte. Él comprendía que los de Emaús iniciaran una dispersión que, de haber tardado un día más, hubiera sido general. "Al anochecer de aquel día, el primero de la semana...". Aquellos hombres no podían ni imaginar que Jesús atravesara ileso las barreras de la muerte. A pesar de que el Maestro lo había predicho, ellos ni le habían entendido, ni habían aceptado como posible tal realidad; lo mismo que no aceptaron entonces, ni comprendieron luego cómo era posible que el Mesías, el Rey de Israel, terminase sus días en una cruz.
Entre ellos algunos que no estaban no creyeron  lo ocurrido: ·"Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían:
--Hemos visto al Señor.
Pero él les contestó:
-- Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo".
Jesús volvió de nuevo, dándoles otra vez su paz, pasando por alto su incredulidad. "Trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo sino creyente". Tomás cae rendido ante la evidencia y confiesa con humildad el señorío y la divinidad de Jesús. El Señor piensa entonces en nosotros, en los que vendríamos después y también quisiéramos, como Tomás, ver y tocar para creer. En aquella ocasión, para animarnos a creer, enuncia la última de sus bienaventuranzas, la felicidad bienaventurada de quienes no necesitan verle para creer en él y para amarle sobre todas las cosas.

Para nuestra vida
Se nos invita a reflexionar desde la primera lectura con el modo  como vivían los primeros discípulos de Jesús, sin tener nada propio, sino poniéndolo todo en común: “no consideréis nada como propio, sino tenedlo todo en común", no con criterios de igualdad, porque no todos tenemos  idéntica salud, sino conforme a la necesidad de cada cual.
En el relato de los Hechos de los Apóstoles, vemos como tenían todas las cosas en común y se distribuía a cada uno según su necesidad”. La Iglesia cristiana, nuestro Iglesia, debe tener esto siempre muy en cuenta: que la gente vea que vivimos como verdaderos hermanos.
En la primera carta de San Juan se habla de nuestra realidad como Hijos de Dios. Lo somos, si creemos que Jesús es el Señor y si cumplimos sus mandamientos. Es una forma muy sencilla y precisa de definirnos. Sería absurdo que nos quisiéramos hacer Hijos de Dios, cuando ni siquiera creemos en el Él. Y es que cuando, verdaderamente se cree en Él se cumplen, automáticamente, sus mandamientos, si apenas esfuerzo.
El encuentro con Jesús es siempre en la comunidad. Tomás volvió a la comunidad y  allí  es donde tuvo su experiencia pascual. Es un  error retirarse a la soledad  como hizo Tomás al principio. Sólo en la comunidad podemos compartir, celebrar, madurar y testimoniar nuestra fe. Valoremos más que nunca lo privilegiados que somos por haber visto a Jesús y por tener una comunidad en la que compartimos nuestra fe. Sólo si permanecemos unidos haremos signos y prodigios, ayudaremos a los que sufren y seremos capaces de dar un sentido auténtico a nuestro mundo demasiadas  veces perdido y desorientado en sus soledades.
Contemplando la actitud de Tomás, vemos que él no cree en el prodigio de la Resurrección. Y aunque Jesús había anunciado muchas veces que resucitaría, el tema era tan inconcebible que, o no lo recordaban, o no querían recordarlo. Tomás, asimismo, pone muy alto el listón de su apuesta, quiere tocar con sus propias manos esa Resurrección para creer. Nosotros, muchas veces, tenemos posiciones parecidas a las de Tomás. No valoramos la fuerza espiritual de los sacramentos, ni nos terminamos de creer las grandes realidades de nuestra fe. También a nosotros, Jesús nos podría llamar descreídos.
La increencia hoy más que nunca, es un problema añadido para la Nueva Evangelización a la que se nos convoca. Y no porque encontremos resistencias en los nuevos cristianos sino porque, en muchos casos, las mayores dificultades nos vienen de los que en teoría han sido bautizados en el nombre de Cristo pero han olvidado su procedencia: ni tan siquiera se preocupan por acercar los dedos de su vida en el Cuerpo de Cristo, en la familia de la Iglesia o en la gracia de los sacramentos. ¿Resultado? Incrédulos y ateos prácticos. En nada, o en poco se diferencian, con el resto que nunca escucharon nada sobre Dios o ni tan siquiera fueron bautizados. Son los nuevos Tomás de los tiempos de hoy.

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