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domingo, 15 de marzo de 2015

Comentario a las lecturas del IV Domingo de Cuaresma 15 de marzo de 2015

En este cuarto domingo de la Cuaresma, un domingo más, la Palabra de Dios, nos invita a ser conscientes del amor que Dios nos tiene. Vino en Belén para alegrarnos la vida y subirá al calvario para darnos otra, sin fecha de caducidad. ¿Se puede esperar más del amor de Dios?

En la primera lectura (Segundo Libro de la Crónicas, 36, 14-16. 19-23), se nos muestra la
benignidad de Dios. "Yahvé, Dios de sus padres, les envió continuos mensajeros, porque quería salvar a su pueblo y a su templo ".Yahvé había estado siempre al lado de su pueblo, defendiéndolo, conservándolo, multiplicándolo. Era el Dios de los antepasados, el que los padres habían mostrado a sus hijos, el que las madres hebreas habían puesto en el corazón y en los labios de sus pequeños... El Dios de nuestros padres, ese que en nuestra tierra se ha reverenciado durante siglos, ese que nos ha dado a su Hijo como hermano y a María, la más agraciada mujer, como Madre.
A lo largo de toda su historia fueron llegando quienes daban los consejos de Dios. Venían cargados con palabras bellas, encendidas palabras que animaban y llenaban el espíritu de paz, con deseos de ser mejores. Dios quería salvar a su pueblo. El peligro acechaba a la vuelta de cualquier esquina. Los enemigos se habían conjurado, tenían planes de aniquilación, ansias de reducir el gran templo en un montón de escombros.
El pueblo de Israel había pecado y había despreciado los buenos consejos que Yahvé, su Dios, le había enviado por medio de sus profetas. Yahvé les abandona, el pueblo de Israel es llevado al destierro; el templo es incendiado y Jerusalén es destruido. Todos los días el pueblo clama a Yahvé para que les envíe algún caudillo que les rescate y les lleve de nuevo a su patria. Y Dios escoge a Ciro, rey de Persia, un rey pagano, no judío, para que les libere de la cautividad. Ciro es un rey magnánimo y tolerante, que permite a los israelitas volver a Jerusalén y les ayuda a reconstruir el templo. Así habla Ciro, rey de Persia: el Señor, rey de los cielos, me ha dado todos los reinos de la Tierra Quien de vosotros pertenezca a su pueblo, ¡sea su Dios con él y suba!. Es este un buen ejemplo para convencernos de que Dios no hace distinciones y juzga a cada uno según sus obras, sea de la nación o religión que sea. El que hace obras buenas y practica la justicia misericordiosa es bueno y agrada a Dios, sea de donde sea. No estaría nada mal que nos fijáramos hoy en el rey Ciro, como ejemplo de rey justo y tolerante en lo político y en lo religioso. Dios nos juzgará por nuestras obras, no por nuestro carné de identidad político, o religioso.

El Salmo de hoy (Salmo 136), con una expresión fuerte nos invita a recordar las obras de Dios,
QUE SE ME PEGUE LA LENGUA AL PALADAR SI NO ME ACUERDO DE TI.
Junto a los canales de Babilonia
nos sentamos a llorar con nostalgia de Sión;
en los sauces de sus orillas
colgábamos nuestras cítaras. 
Allí los que nos deportaron nos invitaban a cantar;
nuestros opresores, a divertirlos:
«Cantadnos un cantar de Sión.»

En la segunda lectura (Efesios, 2, 4-10),nos dispone a entrar en la obra salvadora de Dios, “Dios, rico en misericordia, por el gran amor con el que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, no ha hecho vivir con Cristo –por pura gracia estáis salvados”-. El estar salvados por pura gracia sólo quiere decir, en san Pablo, que no es la Ley la que nos salva, sino el amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús. Las buenas obras son consecuencia necesaria de estar salvados, puesto que Dios nos ha creado en Cristo Jesús para que nos dediquemos a las buenas obras, que Él determinó que las practicásemos. En el Himno al amor, que escribió san Pablo en su primera carta a los Corintios, nos pide que seamos comprensivos, humildes, sacrificados, siempre verdaderos y misericordiosos. Porque el amor es la definición permanente de nuestra relación esencial con Dios y con el prójimo. Por pura gracia estamos salvados y esto lo demostraremos practicando siempre obras de amor, porque creemos en un Dios que nos salva por amor.


El Evangelio de hoy, también de San Juan (Jn3, 14- 21), se nos proclama la obra de salvación de Dios, a través de su Hijo Jesucristo.” El Evangelio de Juan nos habla de una charla de Jesús con Nicodemo. Aparece en escena este personaje singular, miembro del Sanedrín, convertido a Cristo y que fue, junto con José de Arimatea, quien fue a pedir al Gobernador Pilato el cuerpo de Jesús, ya muerto. La escena descrita es de los primeros momentos en los que Nicodemo se acercaba a Jesús y lo visitaba por la noche para no ser visto. En el silencio de la noche, oculto en la oscuridad de las altas horas, Nicodemo que desciende desde la cima de su posición social -formaba parte del Sanedrín-, pregunta y escucha las palabras de aquel aldeano, el hijo de José el carpintero. Después, y ante su muerte y con la dispersión de los discípulos más cercanos, sería él quien diera la cara ante las autoridades, lo cual, sin duda, fue un peligro para él.
“Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna”. Esta es la esencia del mensaje cristiano: que Dios es amor y salva por amor. Dios padre envió a su Hijo al mundo para salvar al mundo, no para condenarlo, porque es un Dios amor. Creer en Cristo supone creer en un Dios amor, en un Dios que quiere salvar, no condenar. Naturalmente, esto no quiere decir que todos estemos salvados, independientemente de las obras que hagamos. Para que Dios pueda salvarnos, nosotros debemos creer en el Dios amor y, guiados por la luz de este Dios amor, hacer obras de amor. Es el mismo Cristo el que nos dice que, si detestamos la luz y nuestras obras son malas, Dios no podrá salvarnos, porque serán nuestras malas obras las que nos condenen. Creer en Cristo es dejarse guiar por su luz, es decir tratar de vivir como él vivió, haciendo obras buenas, obras de amor. La vida de un cristiano será verdaderamente cristiana si hace obras buenas, obras de amor. El cristianismo es seguir a una persona, a Cristo, caminar en su luz, tratar de vivir como él vivió. Donde no hay amor no hay cristianismo y donde hay auténtico amor hay auténtico cristianismo. Creer en Cristo no es una simple afirmación teórica, es un compromiso de vida, un propósito continuo de vivir dirigidos por la luz de Cristo, de vivir en el amor de Cristo, practicando obras de amor. Y ya sabemos que el amor de Cristo se verifica en el amor al prójimo, porque si decimos que amamos a Dios, pero no amamos al prójimo, somos unos mentirosos. En este sentido, es verdadera la frase tantas veces repetida, y cantada, de que, al atardecer de la vida, Dios nos examinará en el amor, en nuestras obras de amor.

Las lecturas hoy nos han recordado que Jesús de Nazaret, es la señal visible, el amor de Dios en forma de carne. Es el amor de Dios para que el hombre encuentre un horizonte de alegría, de paz y seguridad en su vida.
Quien mira, frente a frente a Jesús, se topa con el amor de Dios. Uno siente el vértigo de la eternidad, pero vértigo en positivo, cuando piensa, medita y se asombra ante una persona que es estandarte y altavoz de la bondad de Dios.
Es muy clara la primera lectura de hoy para determinar que, muchas veces, los planes de Dios no coinciden con los del ser humano. Por el contrario, muchos de nosotros, alguna vez, hemos intentado que Dios se ponga de nuestra parte y que nos ayude a sacar adelante cuestiones que, probablemente, no tienen la idoneidad que el Señor busca para nosotros. Y así en el Segundo Libro de las Crónicas se habla con un rey extranjero, Ciro será el elegido para reconstruir el Templo de Jerusalén y dar nuevos bríos al culto que el Dios quiere. Las continuas traiciones del pueblo de Israel crean esa nueva situación. Es posible que muchos judíos, incluso de buena voluntad, no entendiesen ese giro que el Señor estaba dando a la historia, les parecería inconcebible por sentirse pueblo elegido de Dios.
San Pablo en su carta a los Efesios destaca el renacer a la nueva vida por efecto de la gracia de Jesucristo. Se muere al pecado para resucitar a una vida más limpia, más entregada, más luminosa. El bautismo es nuestra entrada en la gracia de Jesucristo, pero el seguimiento del Maestro produce de manera sensible y consciente los beneficios que San Pablo nos cuenta. Las palabras del apóstol dan idea de una nueva creación, de una nueva naturaleza del género humano gracias al sacrificio de Cristo. Y si recapacitamos un poco en ello veremos que hay pruebas objetivas en nosotros mismos de esa renacer a una nueva vida. Quien ha descubierto el camino se seguimiento de Jesús se siente transformado, renacido. Los viejos tiempos ya no cuentan y una nueva vida se abre ante los ojos de los creyentes.
Jesús ante Nicodemo despliega la catequesis del hombre nuevo. La de renacer a una vida de luz, alejada de la tiniebla. Jesús enseña a Nicodemo que el episodio de la Cruz es necesario y que forma parte de una realidad salvadora como lo fue la serpiente de bronce que Moisés se construyó para salvar al pueblo errante en el desierto de las mordeduras venenosas de las serpientes. Una vez elevado en la Cruz, una simple mirada servirá para salvarse. Y es cierto –nadie lo puede negar—que una mirada angustiada dirigida a un crucifijo ha traído la salvación y la paz a muchos a lo largo de más de dos mil años de historia. La profecía de Jesús sigue funcionando. No sabemos lo que Nicodemo dijo a Jesús. Tal vez, le recomendaba moderación y paciencia frente a sus enemigos del Templo y del Sanedrín. Sería el consejo lógico de alguien de tanta altura. Sin embargo, Jesús, una vez más, y como ocurrió con Pedro, no acepta variación alguna en su misión. Y explica que es necesario el sacrificio de la Cruz para que sus hermanos no mueran por las picaduras venenosas del Mal. La revelación de Jesús sobre el Padre modifica la concepción de Dios que los hombres tenían. No su realidad intrínseca, porque Jesús viene a mostrar la verdadera cara de Dios Padre, la misma de siempre, pero que los humanos habían modificado en función de sus intereses.
El mensaje es claro, por nuestra salvación, Dios, es capaz de cualquier cosa.
La historia se repite y, Dios en la próxima Pascua pretende salvarnos a todos. Y lo hace en la dirección contraria a las soluciones falseadas o maquilladas que nos ofrecen los ilusorios salvadores de nuestra sociedad: el amor es la fuente de la felicidad y no el indagar caminos cortos que, entre otras cosas, producen ansiedad y no serenidad.
¿Qué dificultades existen para creer y aceptar todo esto? Que la realidad sensual del mundo es incapaz de considerar, gustar y definirse por una amistad tan limpia y tan original como la del Señor: se nos excita en conquistas de amores a coste barato. Se confunde amor con placer. Gratuidad con interés. Y así nos va. La felicidad del hombre hace tiempo que está pendiente de un peligroso hilo: el sálvese quien pueda.

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