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sábado, 20 de diciembre de 2014

Comentarios a las lecturas del Domingo IV de Adviento. 21 diciembre de 2014.

Llegamos al final del Adviento. Hoy completamos la iluminación del altar con la cuarta vela de Ap 3, 20)
nuestra corona. Y que es --¿que ha sido?-- el Adviento para nosotros. Se define muy bien en el Libro del Apocalipsis, cuando Jesús dice: "Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y el conmigo". (

En la primera lectura del segundo libro de Samuel (7,1-5. 8b-12. 14a.16) ya se nos proclama que quien obra es Dios, el Señor Todopoderoso
Retomando la historia de David que no era más que un muchacho, el menor de sus hermanos, que acompañaba a los pastores de los rebaños de su padre. Cuando Samuel recibió la orden de ungir a un nuevo rey, no se pudo imaginar que el elegido sería aquel imberbe, cuya única arma era una honda. El Señor quiso demostrar una vez más que él no mira a las apariencias sino al corazón, al interior del hombre. Por otra parte, con esa elección inesperada nos enseña que en definitiva es él quien vence y triunfa por medio de su elegido, mero instrumento en sus divinas manos.
"Yo te saqué de los apriscos, de andar entre las ovejas, para que fueras jefe de mi pueblo Israel..." (2 S 7, 8)
El profeta Natán, después de muchos años, le recuerda al rey David lo humilde de sus orígenes y que es a Dios a quien debía su poder. Con ello previene al rey de Israel contra el orgullo y la soberbia, le exhorta a no presumir de nada, pues todo lo que tiene lo ha recibido del Señor... Una lección importante que cada uno de nosotros hemos de aprender y practicar.
"Tu casa y tu reino durarán por siempre en mi presencia..." (2 S 7, 16). Le recuerda a david una promesa de futuro. David, como todos los reyes de la tierra, sabía que a su muerte el trono que ocupaba podría ser ocupado por cualquiera. Él vio como la dinastía de Saúl desapareció al morir éste. Lo mismo podría ocurrir, tarde o temprano, con su reinado. Pero Dios le había mirado con una predilección particular. Del linaje David, por designio divino, habría de nacer el Rey de Israel por antonomasia, el Ungido de Yahvé, el Mesías, el Redentor y Salvador del mundo. Todo en la figura de un niño, nacido en un portal.

El salmo de hoy (salmo 88), es una bella acción de gracias.
"Cantaré eternamente las misericordias del Señor..." (Sal 88, 2).
El salmista bajo la luz de la inspiración divina ha intuido de tal modo la misericordia infinita del Señor, que se siente pletórico de gozo y de felicidad. Ese amor divino le da tema para una eterna canción, es motivo y causa de una alegría sin fin.
Anunciaré a todos tu fidelidad, dice a continuación el salmo interleccional de hoy. Tu misericordia, Señor, es como un edificio eterno, está más firme que los cielos, jamás se vendrá abajo, nunca se derrumbará...
Ante nuestras miserias de siempre está la capacidad infinita de perdón que Dios tiene. Basta con que le digamos, humildes y arrepentidos, perdóname, Dios mío, para que él nos perdone. Pedir perdón y ser perdonados, es todo una sola cosa. Por otro lado, pedir perdón es manifestar el dolor de haber desagradecidos al Señor y desear acudir cuanto antes al sacramento de la Reconciliación.
"Te fundaré un linaje perpetuo, edificaré tu trono por todas las edades" (Sal 88, 2) Son las palabras de la promesa hecha a David, según la cual llegaría el momento en que un descendiente suyo se sentaría para siempre en su trono, tendría un reinado sin fin. Se le anunciaba a él y a todo el pueblo que el Rey prometido no moriría jamás, y que su soberanía se extendería por todo el universo y por toda la eternidad.
San Pablo hoy en la segunda lectura (Carta a los romanos 16,25-27) nos recuerda los origenes de la promesa de salvación.  Al principio cuando Adán se rebeló contra los planes de Dios, entonces ya se habló del Misterio de la Salvación: Un descendiente de la mujer nacería sobre la tierra y con fortaleza sobrehumana vencería al temible enemigo de todos los tiempos, la serpiente maligna que sedujo a la desdichada Eva.

San Pablo en su Carta a los Romanos (16,25-27), describe breve pero profundamente, lo que los tiempos esperaban con la llegada del Mesías. Contiene  párrafos de una enorme hondura: "revelación del misterio mantenido en secreto durante siglos eternos y manifestado ahora en los escritos proféticos, dado a conocer por decreto del Dios eterno, para traer a todas las naciones a la obediencia de la fe". Eso es lo que esperamos y que se cumplió con la llegada del Niño al mundo en Belén. Y que nos puede valer como pauta de la Segunda Venida, de la Parusía.
El recuerdo de la promesa de salvación seguiría en el mensaje esperanzado de los profetas. En el horizonte de todos los paisajes humanos brillaría siempre, a veces velada por la niebla del pecado, la luz del que había de venir para salvar a todos los hombres.
Siglos de espera, y muchos anhelos de que llegara el momento de cumplirse la promesa.
El Misterio se ha revelado. De improviso la noche de la historia había roto su silencio y las tinieblas habían sido invadidas por la más intensa y fuerte luz. Dios mismo, un niño de pecho, había nacido de una Virgen.
"Al Dios, único Sabio, por Jesucristo, la gloria por los siglos de los siglos. Amén" (Rm 16, 27)
Gloria reconocida por las figuras de los relatos bíblicos de Navidad.
María, la virgen silente, callada, adoraba llena de temor y de gozo a su pequeño que era Dios mismo, humillado y escondido por salvar a los hombres. José de Nazaret, aquel hombre sencillo y bueno, aquel hombre justo, miraba arrobado la grandeza sublime y serena del momento más importante de la Historia.
Luego serían los pastores. Ellos también rompieron el silencio de la noche con sus villancicos de escarcha y romero. Y es que los sencillos, los de alma llana, los humildes de corazón, los pobres de espíritu, sólo ellos pudieron participar de la revelación gozosa del Misterio...
Los Magos, ejemplo de quien busca en los signos y acontecimientos de la vida, también reconocen en el misterio la grandiosidad de la manifestación de Dios.
 También nosotros queremos cantar, como los niños, las alegres coplas de la Navidad.

En este ciclo B, el texto evangélico que leemos hoy es de San Lucas (Lc 1, 26- 38) nos narra la escena de Anunciación. Es el mismo que proclamamos hace un par de semanas en la Solemnidad de la Inmaculada. El Evangelio, pues, refleja la bella narración de Lucas sobre el dialogo del Arcángel San Gabriel con María. Y en lo más profundo de esa escena sobresale que la omnipotencia de Dios no desea limitar la libertad del género humano y, así, un ángel del Señor llega a Nazaret a solicitar la conformidad de la persona elegida para iniciar los pasos de la Salvación. Es en el momento en que María dice que sí, cuando comienza todo.
Las palabras de la primera lectura , con la promesa de la supervivencia de su dinastía, resuenan en el mensaje evangélico del arcángel san Gabriel. En efecto, en su embajada a María le anuncia que de sus entrañas nacerá el Hijo del Altísimo, el cual se sentará sobre el trono de David su padre y su reinado durará por siempre. Con ello se cumplen en Jesús las promesas, en él se realiza la más preciosa esperanza de Israel, el anhelo más íntimo y recóndito de los hombres, mantenido generación tras generación, la salvación de la Humanidad.
"A los seis meses, el ángel Gabriel fue enviado por Dios…" (Lc 1, 26) Los hebreos habían imaginado de muchas formas la llegada del Mesías. Algunos pensaron que llegaría de modo apoteósico, descendiendo desde lo alto hasta el atrio del Templo, ante la expectación y el asombro de todo el pueblo allí reunido. Nadie había imaginado que su venida ocurriría en el silencio y en el anonimato. Mucho menos pudieron pensar que nacería de una joven y humilde virgen de Nazaret.
Toda la grandeza y el esplendor de la Encarnación permanecieron velados en el seno inmaculado de María. Desde que ella dijo que sí a la embajada de San Gabriel, el Verbo se hizo carne y comenzó a habitar entre nosotros, para gozo y esperanza de la Humanidad. Fue uno de los momentos cruciales de la Historia, un hecho que constituye una verdad fundamental de nuestra fe.
El nuevo Pueblo de Dios, la gente sencilla y buena ha comprendido la trascendencia de ese momento y lo ha plasmado en una devoción multisecular, que aún hoy sigue vigente entre nosotros: el rezo del Ángelus. Un breve alto en el camino de cada jornada, para recordar y agradecer vivamente que el Hijo de Dios se haya hecho hombre y esté cerca de todos nosotros.
La Virgen se llenó de temor al oír el saludo del arcángel, le resultaba dificil comprender, tanta era su humildad, que la hubiera llamado la llena-de-gracia y bendita, además, entre todas las mujeres, la más agraciada. Pero el mensajero de Dios la tranquiliza y le explica que ha sido elegida para ser madre, sin dejar de ser virgen, del Hijo del Dios, al que pondrá por nombre Jesús, que quiere decir Salvador.
En Jesús de Nazaret se cumple la promesa. Él es el Mesías prometido. Él es el anunciado por los profetas durante siglos y siglos. Él es el deseado de su pueblo, el esperado por todos. Ante su llegada el orbe entero tiembla de gozo, todo vibra de emoción, todo se llena de luz.
En nuestra vida cristiana, también nosotros hemos de avivar en nuestro interior el deseo de su venida, el anhelo de su llegada, la emoción de su cercanía. Y prepararnos íntimamente mediante una auténtica conversión, una purificación honda a través de una buena confesión. La cercanía del Señor nos invita a dejarnos reconciliar con Él. Pedir perdón al Señor de nuestras faltas y pecados.

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