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sábado, 6 de diciembre de 2014

Comentario a las lecturas del II Domingo de Adviento. 7 de diciembre de 2014.

Comentario a las lecturas del II Domingo de Adviento. 7 de diciembre de 2014.
El domingo pasado se nos pedía una esperanza activa. El Señor viene, pero nosotros tenemos que ir hacia Él. Esto exige un cambio de mente y de corazón. Es decir, requiere volvernos a Dios. El mensaje de este segundo domingo de Adviento es la conversión. El bautismo de Juan es una preparación para la llegada de aquél que viene detrás "y yo no merezco agacharme para desatarles las sandalias". El bautismo de agua es sólo de penitencia. Hay que empezar por ahí, es decir cambiando de rumbo y de actitud. Pero la auténtica transformación viene del Bautismo con el Espíritu Santo que proclama y ofrece Jesús. Como el fuego purifica y transforma, así también seremos trasformados por el Espíritu y podremos vivir según el Evangelio.

La Iglesia, al llegar el Adviento, actualiza la siempre presente llamada a la conversión, con el mismo vigor y energía, con la misma urgencia y claridad que lo hacían los profetas y el mismo Juan Bautista, oímos proclamadas sus mismas palabras, recogidas en los textos sagrados: "Convertíos porque está cerca el Reino de los Cielos... Preparad el camino del Señor, allanad su sendero". Sí, también hoy es preciso que cambiemos de conducta, también hoy es necesaria una profunda conversión: Arrepentirnos sinceramente de nuestras faltas y pecados, confesarnos humildemente ante el ministro del perdón de Dios, reparar el daño que hicimos y emprender una nueva vida de santidad y justicia.
En la primera lectura del Libro de Isaías (40, 1-5. 9-11) se recuerda y aparece la llamada del Señor y al mismo tiempo su obrar en nuestras vidas
"Consolad, consolad a mi pueblo..." (Es 40, 1). El pueblo elegido estaba desterrado y gemía a las orillas de los ríos de Babilonia, colgadas las cítaras en los sauces de la orilla, mudas las viejas y alegres canciones patrias. Años de exilio después de una terrible derrota e invasión que asoló la tierra, el venerado templo de la Ciudad Santa convertida en un montón de escombros y cenizas. El rey y los nobles fueron torturados y ejecutados en su mayoría, mientras que la gente sencilla era conducida, como animales en manadas, hacia nuevas tierras que labrar en provecho de los vencedores.
Pero Dios no se había olvidado de su pueblo, a pesar de aquel tremendo castigo infligido a sus maldades. En medio del doloroso destierro resonaría otra vez un canto de la consolación, cuya melodía y con el que se vislumbra y promete un nuevo éxodo hacia la tierra prometida, un retorno gozoso en el que el Señor, más directamente aún que antes, se pondría al frente de su pueblo para guiarlo lo mismo que el buen pastor guía a su rebaño, para conducirlo seguro y alegre a la tierra soñada de la leche v la miel.
"Una voz grita: En el desierto preparadle un camino al Señor..." (Is 40, 3). "Súbete a lo alto de un monte –proclama la palabra del Señor-, levanta la voz, heraldo de Sión, grita sin miedo a las ciudades de Judá que Dios se acerca". Que preparen los caminos, que enderecen lo torcido, que allanen lo abrupto, que cada uno limpie su alma con un arrepentimiento sincero y una penitencia purificadora. Llega el gran Rey con ánimo de morar en nuestros corazones, de entablar nuevamente una amistad profunda con cada uno de nosotros. Por eso es preciso prepararse, despertar en el alma el dolor de amor herido por ofenderle, el ansia de reparar nuestras culpas y el deseo de hacer una buena confesión para recomenzar una vida limpia y alegre. Dios quiere actuar en nuestra vida nos pide colaboración
El Señor llega cargado de bienes, él mismo es ya el Bien supremo. Viene con el deseo de perdonar y de olvidar, de prodigar su generosidad divina para con nuestra pobreza humana. Viene con poder y gloria, con promesas y realidades que colmen la permanente insatisfacción de nuestra vida. Este pensamiento de la venida inminente de Jesús, niño inerme en brazos de Santa María, ha de llenarnos de ternura y gozo, ha de movernos a rectificar nuestros malos pasos y enderezarlos hacia Dios.
En el salmo de hoy (Salmo 84) vemos la cercanía del Señor en sus obras. El nos invita, nos acompaña y obra ya en nuestras vidas-
 MUÉSTRANOS, SEÑOR, TU MISERICORDIA Y DANOS TU SALVACIÓN.

Voy a escuchar lo que dice el Señor:
"Dios anuncia la paz a su pueblo y a sus amigos."
La salvación está ya cerca de sus fieles,
y la gloria habitará en nuestra tierra. R.-

La misericordia y la fidelidad se encuentran,
la justicia y la paz se besan;
la fidelidad brota de la tierra,
y la justicia mira desde el cielo. R.-

El Señor nos dará la lluvia,
y nuestra tierra dará su fruto.
La justicia marchará ante él,
la salvación seguirá sus pasos. R.-
En la segunda lectura la exortación de Pedro (Segunda carta del apóstol San Pedro, 3, 8-14), nos sitúa en nuestro presente donde se armoniza fe y esperanza: “Nosotros, confiados en la misericordia del Señor, esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva, en que habite la justicia”. “Por tanto, queridos hermanos, mientras esperáis estos acontecimientos, procurad que Dios os encuentre en paz con Él, inmaculados e irreprochables. Para poder vivir en un cielo nuevo y en una tierra nueva en la que habite la justicia”, el apóstol san Pedro nos dice que deberemos vivir en este mundo llevando una vida santa e inmaculada, estando siempre en paz con Dios. A esto debemos aspirar también hoy todos los cristianos del siglo XXI: a hacer de nuestro mundo una tierra nueva, donde no reine la corrupción y la injusticia, sino la misericordia y la justicia de nuestro Dios. Así debemos vivir nuestro Adviento: purificándonos de todos nuestros defectos y pecados, para que, cuando llegue el Señor, nos encuentre puros y santos. Así estaremos apresurando la venida del Señor, es decir, estaremos haciendo posible la llegada de Nuestro Dios hasta nosotros.
En el Evangelio de hoy de San Marcos resuena con fuerza la invitación: CONVERTÍOS.- "Una voz grita en el desierto... “(Mc 1, 3).
Cuando Juan Bautista comenzaba su predicación había en Israel un clima de gran tensión político-religiosa. El Pueblo elegido estaba bajo el yugo de Roma que ejercía su poder con la fuerza de sus legiones y la rapaz astucia de sus procuradores. Para colmo de males quienes gobernaban en la Galilea y en la región nordeste eran dos hijos de Herodes el Grande, Herodes Antipas y Herodes Filipo. Todos descendientes de los idumeos y pertenecientes, por tanto, a la gentilidad, a los malditos "goyím", considerados impuros por los judíos. Esa situación era para Israel un insulto permanente. Esto, unido a las profecías sobre la venida ya inminente del Mesías, provocaba en el pueblo fiel, el anhelo y la esperanza.
La voz de Juan resuena en el desierto, lo mismo que resonó la voz de Moisés. El nuevo éxodo que anunciara Isaías comenzaba a realizarse. Pero en este nuevo tránsito por el desierto no será otro hombre quien los guíe: será el mismo Yahvé, el mismo Dios que se hace hombre en el seno de una Virgen, Jesucristo. Ante esa realidad próxima a cumplirse, el mensajero del nuevo Rey clama a voz en grito que se allanen los caminos del alma, que se preparen los espíritus para salir al encuentro de Cristo.
La palabra de Dios nos deja hoy rodeados de un halo de esperanza. La esperanza a la que estamos llamados, la actitud de conversión, el trabajo serio por allanar los caminos de nuestra vida y de nuestras comunidades, tienen una meta concreta: “nosotros, confiados en la promesa del Señor, esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva en que habite la justicia”. A pesar de todo, en el desierto mantenemos la utopía. No nos resignamos a que las cosas se queden como están, a que perdamos nuestros valores, nuestras creencias, nuestra fe y nuestra esperanza. Somos conscientes de la realidad, pisamos tierra, pero en ella descubrimos a un Dios que nos sigue llamando a trabajar, a allanar, a convertirnos, a enderezar, a esperar contra toda esperanza, a dar segundas oportunidades (como Él lo hace), a buscarle no mirando hacia arriba, sino mirando hacia abajo, en cada persona y en cada acontecimiento de la vida, en lo sencillo, entre los pobres, en un pesebre humilde y maloliente, hecho niño en Belén. Ese día empezó el cielo nuevo y la tierra nueva, porque la Justicia vino a habitar entre nosotros. Desde ese día, la tarea es allanar senderos, para facilitar el camino al Señor, para que venga, para que siga viniendo a nuestras vidas, a nuestras familias, a nuestros grupos, a nuestras comunidades. Por eso nuestro grito: ¡Ven, Señor Jesús!
Desde las lecturas proclamadas y nuestro caminar hacia la Navidad nos hacemos algunas preguntas:
Hemos contemplado a Juan el Bautista. Juan, en este segundo domingo de adviento, nos pone contra las cuerdas. ¿Qué camino estamos construyendo para la llegada del Salvador? ¿Nos preocupamos de despejar la calzada de nuestra vida de aquellos escollos (envidias, orgullo, soberbia, malos modos, egoísmo….) que convierten nuestra fe en algo irrelevante o simbólico?
¿Cómo vestimos nosotros? ¿Con la piel de la oración o con el oropel de la frialdad hacia Dios? ¿Con qué nos alimentamos? ¿Con la Palabra y la Eucaristía o, por el contrario, con todo aquello que es agradable al paladar del ojo, de la boca, del tener o del placer? ¿En qué dirección avanzamos? ¿Hacia la Navidad, Misterio de Amor, o hacia la vanidad del disfrutar, gastar y derrochar?
Ante la cercanía de la Navidad,en estos próximos días (aunque en algunos lugares ya lo han llevado a cabo semanas atrás por intereses meramente comerciales) se adornan las calles y plazas como antesala de la Navidad. ¿Cómo vamos adornar nuestra vida? ¿Hasta dónde estamos dispuestos a iluminar el interior de cada uno de nosotros para que, el Señor, cuando nazca pueda entrar con todas las de la ley al fondo de nuestras vidas y nacer de verdad? ¿De qué nos vamos a rodear? ¿De regalos que ya ni nos llaman la atención o del gran regalo que es Cristo humillado en Belén?

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