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jueves, 6 de diciembre de 2012

La paz interior.

Las riquezas y las glorias terrenales no dan la verdadera felicidad ni la paz al corazón. En su vejez el emperador Carlos Quinto dejó la gloria de este mundo para retirarse a un monasterio; tenía la vana ilusión de que allí encontraría el descanso que jamás había conocido. El poeta alemán Goethe, colmado de honores y dignidades por los grandes de este mundo, en el ocaso de su vida reconoció que nunca había estado dos días realmente feliz. ¡Cuántos artistas, sabios y personalidades célebres, adulados por los hombres y colmados de honores, murieron con el corazón destrozado y atormentado!
Sólo Dios puede dar esa paz que todos los hombres anhelan. Es la paz con Dios, es decir, la paz de una conciencia liberada del peso del pecado, justificada por la plena aceptación, por la fe, de la obra y del sacrificio de Jesús: “Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo” (Romanos 5:1). Pero también nos da la paz de Dios, la paz del corazón, la que el Señor Jesús conocía perfectamente cuando estaba en la tierra. Quiere compartirla con nosotros: “Mi paz os doy” (Juan 14:27). Esta paz reina en aquel que confía en Dios y espera en él en todas las circunstancias de su vida: “Por nada estéis afanosos, sino sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios… Y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús” (Filipenses 4:6-7).

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