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lunes, 3 de septiembre de 2012

Las condiciones de la llamada.(I)

LAS CONDICIONES-MANIFESTACIONES DE LA RESPUESTA
El Evangelio deja claras las condiciones-manifestaciones de tal respuesta.
Las principales son: la fe, el desprendimiento, el seguimiento y la disponibilidad para dejarse hacer.

1. La fe

El discípulo, como ya hemos indicado, se caracteriza por la fe. Ésta, a su vez, se expresa en la confianza absoluta y en el abandono incondicional (cf. Lc 1,38) en la persona de Jesús. «Yahvé dijo a Abraham: Sal de tu tierra y de tu patria y de la casa de tu padre hacia la tierra que yo te mostraré» (Gén 12,1). «Maestro –le preguntan a Jesús–, ¿dónde vives?» Y Jesús responde: «Venid y veréis» (Jn 1,38-39). Y Abraham partió, y los discípulos se fueron tras él y se quedaron con él. El discípulo no responde con una confesión de fe por medio de palabras, sino con una acto de obediencia. La voz que llama no provoca otra voz que responda, sino más bien una acción que se encarna: el seguimiento, la obediencia a la orden recibida. La fe supone una actitud vital y activa frente a la misteriosa manifestación de Dios en la historia de la propia vida.

La fe es para el discípulo antídoto del miedo, del cálculo, de la prudencia humana. Por eso el discípulo es siempre un hombre que asume el riesgo de ponerse en camino sin saber a donde va (cf. Hb 11,8), de aceptar un camino que es imprevisible (cf. Mt 8,19-20), de fiarse de la palabra del Maestro, dejando a un lado la evidencia que le dan sus propias certezas: «...mas, porque tú lo dices, echaré las redes» (Lc 5,5).

Hablar de fe es hablar de opción radical en favor de la persona de Jesús y es hablar de una opción, igualmente radical, por el Reino.

En relación con la persona de Jesús, la fe exige que el discípulo ponga a Jesús como centro de su vida, como razón última de su ser, confesándolo como «Maestro y Señor» (Jn 13,13). Como ya dijimos, la centralidad y la exclusividad que el Antiguo Testamento concedía a Yahvé en relación con el pueblo elegido (cf. Dt 6,4; Mt 6,24), el Nuevo Testamento se la concede a Jesús en relación con el discípulo. Él ha de ser el centro en torno al cual giren todos los demás intereses del discípulo, la prioridad más absoluta. Sólo desde esta perspectiva se puede entender la renuncia a todos los bienes e incluso a los vínculos familiares y a sí mismo. Nada se puede anteponer a Jesús. Nada ni nadie se debe preferir a él (cf. Mt 10,37).

En estrecha relación con esta opción por Jesús, está la opción por el Reino, realidad misteriosa revelada a los sencillos (cf. Mt 11,25) y a los discípulos (cf. Mt 13,11). Gracias a esta revelación algunos llegan a descubrir el tesoro escondido, la perla preciosa. Este hallazgo produce tal fascinación y alegría, que se justifica el venderlo todo a fin de poseer dicho tesoro, dicha perla (cf. Mt 13,44-46). Tanto es su valor, que algunos incluso están suficientemente motivados como para renunciar al matrimonio. El Reino absorbe y fascina de tal modo a algunos (se trata de una gracia que sólo es dada a algunos), que se hacen «eunucos», es decir, personas incapacitadas para vivir en matrimonio (cf. Mt 19,10-12). De este modo quedan completamente libres, a disposición del Reino.

2. El desprendimiento

Al «inmediatamente» de la llamada corresponde «al instante» de la respuesta. Y la decisión se expresa a través del desprendimiento o de la renuncia. Este desprendimiento-renuncia tiene tres aspectos estrechamente relacionados entre sí: en relación con uno mismo, en relación con los demás y en relación con los bienes materiales.

1) En relación con uno mismo. El texto que mejor resume la condición-manifestación de la respuesta en relación con uno mismo tal vez sea el de Mc 8,34: «Si alguno quiere venir en por de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame».

«Niéguese a sí mismo». El verbo que está a la base de «negarse» significa, literalmente, «no reconocerse», «sentirse extranjero». La expresión «negarse a sí mismo» subraya, por tanto, la exigencia de no reconocerse más en aquello que se ha sido hasta ahora, indica un cambio radical en la propia vida, una ruptura con el hombre viejo, para nacer al hombre nuevo, hasta poder decir con Pablo: «No vivo yo, es Cristo quien vive en mí» (Gál 2,20). «Negarse a sí mismo» lleva consigo una especie de «descentramiento»: si antes el centro lo ocupaba el proprio yo, ahora pasa a ser ocupado por la persona de Jesús. Lleva consigo una conversión de toda la persona al Señor, conversión que exige dejar la carne (cf. Gál 5,24) para nacer al espíritu (cf. Jn 3,5).

En la vida del discípulo ha de haber un antes y un después, separados por el encuentro personal con el Señor resucitado. Es la experiencia vivida por Pablo camino de Damasco (cf. Hch 9,3-6). El discípulo tiene que realizar un «éxodo» que le permita «salir del siglo» (cf. Test 2-3), es decir, romper los lazos que le atan a un mundo decrépito y viejo, a un mundo «falaz y perecedero» (1 Cor 7,31), para entrar en un mundo nuevo, fruto de la muerte al proprio yo: «Si el grano de trigo no muere...» (Jn 12,24).

El discípulo, al igual que el grano de trigo, debe morir para poder dar fruto. Pero este morir ha de tener una razón de ser y una motivación: Jesús y el Evangelio. En esta motivación está la gran novedad del morir del discípulo en relación con las exigencias del judaísmo. En el Talmud leemos: «¿Qué debe hacer el hombre para vivir? Morir a sí mismo ¿Qué debe hacer el hombre para morir? Vivir a sí mismo». Jesús, al dicho rabínico, añade: «por mí y por el Evangelio» (Mc 8,35).

De notar, además, que el término «Evangelio», en el texto que estamos comentando, tiene un significado dinámico. No se trata de morir por el Evangelio predicado por los otros. Se trata de dar la vida por el Evangelio anunciado por uno mismo a través de la propia vida. Gracias a esta dinamicidad del término «Evangelio», el elemento muerte aparece estrechamente unido al elemento misión-testimonio: cada vez que uno muere a sí mismo está anunciando el Evangelio y cada vez que anuncia el Evangelio está muriendo a sí mismo. El discípulo anuncia con la propia vida que ante Jesús todos los demás valores palidecen.

Una segunda exigencia es expresada con las palabras: «Cargue con su cruz». Esta expresión literalmente significa «levantar la propia cruz». Es lo que hacen los condenados a muerte, camino del patíbulo. El discípulo es un condenado a muerte, tal como lo anunció el mismo Maestro: «Seréis condenados» (Mc 13,9) y «odiados por todos» (Mc 13,13). Este rechazo y esta condena surgirán en el seno de la misma familia (cf. Mc 13,12).

La razón de este rechazo y de esta condena es siempre Jesús. Ante Jesús no se puede ser neutral. O se está con él o se está contra él (cf. Mt 6,24), «quien no recoge conmigo –dice Jesús–, derrama» (Lc 11,23). El discípulo que ha hecho la opción de estar a favor de Jesús sufrirá el mismo rechazo que sufrió Jesús (cf. Mt 10,22). Cuando esto llegue, el discípulo ha de recordar que él no es mayor que su Maestro (cf. Jn 15,18-21).

2) En relación con los demás. En relación con los demás, el desprendimiento y la renuncia se transforman en actitud de servicio. El discípulo debe hacerse pequeño y esclavo (cf. Mc 10,42-45). La ocasión para tal enseñanza se la ofreció una petición egoísta de los hijos de Zebedeo (11). Jesús, tomando pie de la praxis de los jefes de los pueblos, que buscan el poder, responde categóricamente: «No ha de ser así entre vosotros; antes, si alguno de vosotros quiere ser grande, sea vuestro servidor; y el que quiere ser el primero, que sea vuestro esclavo» (Mc 10,43-44). El discípulo, al igual que el Maestro, no está en medio de los demás para ser servido, sino para servir (cf. Mc 10,45).

Este dicho de Jesús no expresa un simple deseo, sino que manifiesta una condición, «sine qua non», para construir la comunidad de discípulos. En ella cada uno ha de ser servidor de todos. Y este servicio ha de ser «diaconal» (servidor), es decir, concreto, y «dependiente», como el que realizan los esclavos: sin pasar factura –cuando hayamos hecho lo que debemos hacer hemos de sentirnos «siervos inútiles»– y adelántandose a las manifestaciones de la necesidad. Según la lógica de Jesús, quien sirve es el que realmente ejerce autoridad. Por otra parte, seguir esta lógica lleva a desterrar de la comunidad y de cada uno de sus miembros la libido del poder y convertirla en alegría de servicio, lleva a vivir sometidos a todos (cf. Mc 10,14) y a rechazar el poder y los puestos honoríficos (cf. Mt 23,8-12). Esto es desprendimiento, es renuncia.

3) En relación con los bienes materiales. El desprendimiento-renuncia al «yo» debe ir acompañado de la renuncia a lo «mío». Todo el que quiera seguir a Jesús ha de optar por el género de vida del Hijo del hombre, quien no tuvo dónde reclinar su cabeza (cf. Mt 8,20).

La renuncia a los bienes y a las riquezas aparece en los Evangelios como condición esencial para ser discípulo y al mismo tiempo como consecuencia y manifestación de la voluntad de caminar tras las huellas de Jesús.

El desprendimiento-renuncia es condición para seguir a Jesús. Esto se ve claramente en el dicho de Jesús tal como nos lo trasmite Lucas: «Cualquiera de vosotros que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío» (Lc 14,33). Para seguir a Jesús es necesario desprenderse de cualquier vínculo, por necesario que haya sido hasta entonces (profesión) o por querido que siga siendo (la familia) (cf. Mt 6,21-24; Lc 14,16).

El desprendimiento-renuncia es también consecuencia natural del seguimiento de Jesús. Así se desprende de la perícopa del joven rico (cf. Mt 19,16-26). Aparentemente el joven rico había optado por un camino de perfección absoluta: «Todo esto lo he guardado, ¿qué me queda aún?» Ahora Jesús le pide, como manifestación de su deseo de llegar a la perfección, que se desprenda de todos sus bienes. La respuesta del joven a esta exigencia de Jesús ya la conocemos: «El joven se fue triste, pues tenía muchos bienes».

En el relato de la vocación de los primeros discípulos, el desprendimiento-renuncia se expresa a través de un doble movimiento de separación y de acercamiento. La separación se realiza en relación con el oficio desempañado hasta entonces (eran pescadores), con las cosas (redes y barcas) y con los lazos familiares (padre) (cf. Mc 1,18.20). Esta separación, sin embargo, va acompañada de un acercamiento a Jesús: «Se acercaron a él» (Mc 3,13) (12).

La separación pone de manifiesto la nueva situación del discípulo. Éste crea un vacío en torno a sí, cortando las raíces que le mantenían unido a sistemas de seguridad de cara al futuro. El discípulo es un hombre nuevo. Debe, por tanto, renunciar a su pasado. Separándose del padre, el discípulo abandona la seguridad del ambiente vital y afectivo (13). Dejando las redes y la barca, el discípulo deja cualquier forma de seguridad que le viene del ejercer un oficio. De este modo, el discípulo es un hombre expuesto al vendaval de un futuro lleno de incógnitas.

El acercamiento a Jesús, por otra parte, deja claro que el vacío creado por la separación de las cosas, de la profesión y de la familia, es llenado por la persona de Jesús. El discípulo lo deja todo para acercarse al que lo es todo: «—¿También vosotros queréis marcharos? —¿A dónde iremos? Sólo tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6,67-68). Acercándose a Jesús, el discípulo descubre el gran tesoro y, «lleno de alegría por el hallazgo...» (Mt 13,44), lo vende todo con tal de conseguir el tesoro. La alegría del hallazgo hace que el tener que dejar o vender todo no sea una heroicidad, un sacrificio insólito o una privación extrema, sino que se vea y se viva como la consecuencia natural de haber encontrado al que puede llenar las aspiraciones más altas y la vida misma de una persona. Y en esta nueva situación queda más espacio para gustar el tesoro. El discípulo se sitúa en lo esencial, se zambulle en ello sin redes ni impedimentos que le entorpezcan, y la esperanza del pleno goce del tesoro no es ya una simple proyección hacia un más allá lejano o nebuloso, sino una hermosa realidad presente.

Dejándolo todo y acercándose a Jesús, el discípulo muestra con su propia vida que ante Jesús todos los demás valores palidecen. Ni las riquezas, ni las conquistas humanas, ni los éxitos terrenos son valores definitivos: sólo Dios-Jesús-el Reino basta.

Por otra parte, también el desprendimiento, la separación y la renuncia, como antes la negación a uno mismo, están en función de la libertad para la misión. El discípulo no puede dedicarse enteramente a la misión si no se siente plenamente libre de las riquezas o de cualquier otro vínculo o seguridad que no sea Cristo, pues éstas son absorbentes y tienden a acaparar el corazón de quien las posee (cf. Mt 6,24). La riqueza y todo lo que «ata» al hombre ofrece tal fascinación que llega a sofocar la palabra (cf. Mc 4,18-19). El discípulo, liberado de toda preocupación terrena, queda completamente liberado para dedicarse enteramente al servicio del Evangelio: «Los escoge –escribe el Crisóstomo– y los libra de toda preocupación terrena para interesarlos completamente a un único cuidado, el de la predicación» (14).

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