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lunes, 27 de junio de 2011

Sus preceptos son secos, incisivos y sencillos:


Reconcíliate con tu hermano (Mt 5, 24). No juréis en absoluto (Mt 5, 34). No resistáis al mal y si alguien te golpea en la mejilla derecha, muéstrale la izquierda (Mt 5, 39). Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiuen (Mt 5, 44). Cuando hagas limosna, que tu mano izquierda no sepa lo que hace la derecha (Mt 6, 3).

En rigor, Jesús no dice grandes cosas nuevas y mucho menos verdades exotéricas e incomprensibles; no trata de llamar la atención con ideas desconcertantes y novedosas. Dice cosas racionales, que ayuden sencillamente a la gente a vivir. Aclara ideas que ya se sabían, pero que los hombres no terminaban de ver o de formular. San Agustín lo afirmaba sin rodeos:

La substancia de lo que hoy se llama cristianismo estaba ya presente en los antiguos y no faltó desde los inicios del genero humano hasta que Cristo vino en la carne. Desde entonces en adelante. la verdadera religión, que ya existía, comenzó a llamarse religión cristiana.

J/RAZONA-MANDATOS: Jesús, además, da razones de lo que dice, nada impone por capricho. Y sus razones son más de sentido común, de buen sentido, que altas elucubraciones filosóficas. Si manda amar a los enemigos, explica que es porque todos somos hijos de un mismo Padre (Mt 5, 45); si pide que hagamos bien a todos, razona que es porque todos queremos que los demás nos hagan bien a nosotros (Lc 6, 33); si está prohibido el adulterio, comenta que es porque Dios creó una sola pareja y la unió para siempre (Mc 10, 6); si pide que tengamos confianza en el Padre, lo hace recordándonos que él cuida hasta de los pájaros del campo (Mt 12, 11). Y todo esto lo dice en el más sencillo de los lenguajes. Jesús nunca habla para intelectuales. Usa un vocabulario y un estilo apto para un pueblo integrado por campesinos, artesanos, pastores y soldados. Y eso es precisamente lo que hace que su palabra haya traspasado siglos y fronteras. Podemos pensar que lo hubiera sido -como dice Tresmontant- si su palabra, llegado el momento de ser vertida a todas las lenguas humanas hubiera estado envuelta en el ropaje del lenguaje erudito, rico, complejo, en un lenguaje «mandarín«, fruto de una larga tradición y civilización de gentes ilustradas... ¿Cómo habría sido traducida y comunicada, a lo largo de los siglos, al selvático africano, al campesino chino, al pescador irlandés, al granjero americano, al mozo de los cafés de Paris o de Londres? Realmente: la «pobreza» del lenguaje evangélico es la condición de su capacidad de expansión «universal». Si, en cambio, hubiera estado arropada por la riqueza de un lenguaje demasiado evolucionado, habría permanecido prisionera de la civilización en cuyo seno nació y no habría podido ser comprendida por la totalidad de los hombres. No habría sido verdaderamente católica.

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