Otra de las características exclusivas de Cristo es que, a diferencia de otros grandes líderes religiosos, la entrega a una gran tarea no seca su corazón, no le fanatiza hasta el punto de hacerle olvidar las pequeñas cosas de la vida o no le encierra en la ataraxia del estoico o en el rechazo al mundo de los grandes santones orientales. Jesús no es uno de esos «santos» que, de tanto mirar al cielo, pisan los pies a sus vecinos. Al contrario; en él asistimos al desfile de todos los sentimientos más cotidianamente humanos. Apostilla K. Adam:
Es inaudito que un hombre, cuyas fuerzas están todas al servicio de una gran idea, y que, con todo el ímpetu de su voluntad ardiente se lanza a la prosecución de un fin sencillamente soberano y ultraterreno, tome, no obstante, un niño en sus brazos, lo bese y lo bendiga, y que las lágrimas corran por sus mejillas al contemplar a Jerusalén condenada a la ruina o al llegar ante la tumba de su amigo Lázaro.
Y no se trataba, evidentemente, de un gesto demagógico hecho -como ocurre hoy con los políticos- de cara a los fotógrafos. Por aquel tiempo entretenerse con los niños -y no digamos con un enfermo o una pecadora- eran gestos que más movían al rechazo que a la admiración. En Jesús, eran gestos sinceros. Todo el evangelio es un testimonio de ese corazón maternal con el que aparece retratado el Padre que espera al hijo pródigo o el buen pastor que busca a la oveja perdida. Jesús tenia -ya desde la eternidad- un corazón blando y sensible en el que, como en un órgano, funcionaban todos los registros de la mejor humanidad. Así le encontraremos compadeciéndose del pueblo y de sus problemas (Mt 9, 36); contemplando con cariño a un joven que parece interesado en seguirle (Mc 10, 21); mirando con ira a los hipócritas, entristecido por la dureza de su corazón (Mc 3, 5); estallando ante la incomprensión de sus apóstoles (Mc 8, 17); lleno de alegría cuando éstos regresan satisfechos de predicar (Lc 10, 21 ); entusiasmado por la fe de un pagano (Lc 7, 9); conmovido ante la figura de una madre que llora a su hijo muerto (Lc 7, 13); indignado por la falta de fe del pueblo (Mc 9, 18); dolorido por la ingratitud de los nueve leprosos curados (Lc 17, 17); preocupado por las necesidades materiales de sus apóstoles (Lc 22, 35). Le veremos participar de los más comunes sentimientos humanos: tener hambre (Mt 4, 2); sed (Jn 4, 7); cansancio (Jn 4, 6); frío y calor ante la inseguridad de la vida sin techo (Lc 9, 58); llanto (Lc 19, 41); tristeza (Mt 26, 37); tentaciones (Mt 4, 1). Comprobaremos, sobre todo, su profunda necesidad de amistad, que es, para Boff, una nota característica de Jesús, porque ser amigo es un modo de amar. Le oiremos elogiando las fiestas entre amigos (Lc 15, 6); explicando que a los amigos hay que acudir, incluso siendo inoportunos (Lc 11, 5). Le veremos, sobre todo, viviendo una honda amistad con sus discípulos, con Lázaro y sus hermanas, con María Magdalena.
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