Jesús identifica a la idolatría con el servicio al dinero: “Ningún servidor puede quedarse con dos patrones, porque verá con malos ojos al primero y amará al otro, o bien preferirá al primero y no le gustará el segundo. Ustedes no pueden servir al mismo tiempo a Dios y al dinero (Mammón)”.
Nótese que no se trata del dinero en sí, sino de servir al dinero, ser esclavo de él. Esto no quiere decir que los bienes terrenos constituyan en sí un dios que se opone a Dios. Es el hombre, con su actitud, quien puede divinizarlos y convertirlos en un rival de Dios. Y de hecho con frecuencia se da esta alternativa entre Dios y el dinero. Así pasó con Judas, que prefirió las treinta monedas antes que al Maestro (Mt 16,14s).
Servir al dinero es entregarse a él, aceptando que las riquezas son equivalentes a Dios. Por eso la enérgica contraposición de Jesús, que no sólo pone frente a frente a Dios y a “Mammón”, sino que exige a sus seguidores una opción exclusivista. De ahí la imprecación contra los ricos “porque ya tienen su consuelo” (Lc 6,24), declarándolos excluidos de las bienaventuranzas precisamente porque su fuente de seguridad y alegría es el dinero y no Dios.
¿Por qué Jesús pone frente a frente el servicio a Dios y al dinero? Porque el culto al dinero lleva a derramar la sangre del pobre, en las múltiples formas concretas que la explotación y opresión asumen en la historia humana. Y si al pobre se le quita aunque sea parte de la vida a la que tiene derecho, entonces se está en contra del Señor de la vida, Padre de todos.
La idolatría del dinero, de ese fetiche que es producción humana, está indesligable y provocativamente vinculada a la ruina y la muerte del pobre. Por eso es que, yendo a la raíz, la idolatría va contra el Dios de Jesús que es el Dios de la vida. El dios-dinero se alimenta de víctimas humanas. Por eso Jesús nos lanza la disyuntiva de elegir entre el Dios de la vida y los dioses de la muerte...
Jesús da un paso más, que sólo había sido insinuado por los profetas (Am 6,6): Condena el egoísmo del que no se preocupa de compartir lo que le sobra. Es el caso de Epulón y Lázaro (Lc 16,19-31) y el del rico insensato (Lc 12,16-20).
En Epulón se destaca su egoísmo. No se dice que sea condenado por injusto, sino sencillamente porque ni se enteró de que a su puerta alguien necesitaba con urgencia las migajas de su mesa.
El segundo rico no es descrito como ambicioso, ni injusto, pero ante la prosperidad sólo piensa en sí mismo: “Túmbate, come, bebe y date a la buena vida”. Aunque su cosecha sea muy abundante, su horizonte es muy limitado: ni Dios, ni el prójimo entran en su perspectiva.
Pero la parábola no condena sólo su egoísmo: ataca también su confianza en sus bienes; cree que todo depende de ellos, y que cuando se tiene en abundancia no hay que preocuparse de nada más. Acumula porque es egoísta, pero es egoísta porque piensa que la abundancia de bienes constituye lo único seguro en esta vida.
Esta parábola nos enseña que para idolatrar las riquezas no es preciso robar; basta ser egoísta, negándose a compartir los bienes, y poner la confianza en ellos.
Esta misma es la enseñanza terrible de las “malaventuranzas”: son condenados los que sólo se preocupan de su consuelo, de estar satisfechos y pasarlo bien (Lc 6,24-26).
Desde la venida de Jesús la riqueza perdió el sentido que tenía de ser considerada como signo de bendición de Dios. Jesús desacralizó la riqueza: la dejó en su significación natural. Le quitó al dinero su poder sobre los hombres. Si el dinero sigue teniendo tanto poder en nosotros esto quiere decir que no nos apoyamos suficientemente en su victoria.
San Pablo insiste en el antagonismo existente entre avaricia y Reino de Dios.
En tres listas que él confecciona de vicios incompatibles con la fe en Dios se nombra expresamente la idolatría. Se trata de 1 Corintios 5,9-13; 6,9-11 y Gálatas 4,19-21. Podemos detectar en estas enumeraciones que una de las realidades básicas en las que se puede dar la idolatría es el dinero: El codicioso, el tramposo, el ladrón es un idólatra, que acarrea con su actitud enemistades, discordias, rivalidades, egoísmos y envidias. La idolatría aparece como elemento destructor de las relaciones humanas.
En un par de textos más Pablo relaciona explícitamente a la idolatría con el dinero. Dice que “los explotadores, que sirven al dios dinero, no tendrán parte en el Reino de Cristo y de Dios” (Ef 5,5). Y en otra carta exhorta a apartarse de: “la codicia, con la que uno se hace esclavo de ídolos” (Col 3,5).
En estos dos textos codicia e idolatría son sinónimos. El término codicia, que en el original griego literalmente significa “tener más”, connota ambición, avidez, abundancia, arrogancia. El ídolo sería, por lo tanto, el dinero, pero no como una realidad en sí misma, sino la posesión del dinero como poder para desear y extraer más dinero de otros, creando enemistad y discordia. De ahí la identificación de idólatra con codicioso, ladrón y tramposo.
Todos los textos de Pablo afirman el carácter antagónico de la idolatría con la realidad cristiana. En 1 Corintios 5,9-13 se ordena excluir de la comunidad cristiana a los idólatras. La codicia es incompatible con el ser cristiano. El apóstol no ordena apartarse de los idólatras, pues para eso habría que salirse de este mundo; pero sí ordena que sean expulsados de la comunidad.
En 1 Corintios 6,9-11 y Gálatas 4,19-21 se afirma que los idólatras “no heredarán el Reino”. En 1 Corintios 10,14-17 se excluye al idólatra de la Eucaristía, presentada aquí como solidaridad con el cuerpo del Mesías y de la comunidad. El dinero como ídolo destruye esta solidaridad, destruye el Cuerpo del Mesías.
El autor de la carta 1 Timoteo, como resumiendo el mensaje de Pablo y de los evangelios sinópticos, da el siguiente consejo: “Exige a los ricos que no se pongan orgullosos, ni confíen en riquezas, que siempre son inseguras. Que más bien confíen en Dios, que nos lo proporciona todo generosamente para que gocemos de ello” ( 6,17).
Y Santiago critica duramente a algunos hacendados, no sólo porque no pagaron dignamente a sus cosechadores (5,4), sino además porque “no buscaron más que lujo y placer en este mundo, y lo pasaron bien mientras otros eran asesinados” (5,5).
Podemos concluir que según el mensaje del Nuevo Testamento es imposible cualquier reconciliación entre la idolatría al dinero y el espíritu del Padre Dios.
El espíritu de Dios es gracia, gratuidad, mansedumbre; el espíritu del dinero es dominación, orgullo, agresividad. El espíritu de Dios es amor y no apego: compartir; el espíritu del dinero es egoísmo y avaricia: competir. El dinero es lo primero que convierte al hombre en lobo para el hombre; el espíritu de Dios es simple y abierto; es limpio como una copa de cristal. La idolatría al dinero es torcida, disimulada, tiene dos caras, actúa en la obscuridad; Dios actúa a la luz. El espíritu del dinero consiste en utilizar su propio poder para intentar crearse su propio paraíso, y por ello utiliza a los débiles para que le sirvan de pedestal para alcanzar la gloria...
Jesús ha vencido al poder del dinero. Y su victoria se manifiesta entre nosotros cuando un “rico”, en dinero o en deseo, no entrega a los pobres, individuos o naciones, en manos de los poderosos; cuando un “rico” desacraliza el poder del dinero en su conciencia y lo considera sólo como instrumento; cuando reconoce que Dios es el soberano de toda riqueza; cuando el “rico” es capaz de mirar sin pánico la pobreza y se considera libre en relación con la seguridad que le puede proporcionar el dinero; cuando se hace capaz de gratuidad y no cubre su conciencia bajo la capa de la limosna; cuando sabe compartir con el pobre... Cada hombre o mujer que vive el espíritu de las bienaventuranzas ha vencido ya el poder idolátrico de la plata.
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