Comentario a las lecturas
La Natividad del Señor Misa del Día 25 de diciembre 2016
“La
Palabra se ha hecho carne, y ha puesto su casa entre nosotros”
En
este día de Navidad celebramos la manifestación del amor de Dios a toda la humanidad. Es Dios
quien toma la iniciativa, quien da el primer paso para acercarse a los hombres.
Queremos preparar nuestro interior de manera que el Niño Dios encuentre en
nosotros un pesebre cálido para su nacimiento.
Hoy
y durante todo el tiempo de Navidad, celebramos en primer lugar un hecho
histórico: el nacimiento de Jesús, el hijo de María, la esposa de José. El
mismo que después de unos treinta años de vida oculta, pasó haciendo el bien y
anunciando la buena nueva del evangelio del Reino, y que fue crucificado y
sepultado y después resucitó. Nació en un sitio determinado, en Belén, y en un
tiempo concreto, bajo el imperio del César Augusto y siendo Quirino gobernador
de Siria.
Anoche
resaltábamos las palabras que eran el hilo conductor de las lecturas. Hoy son
las mismas y si se podía con más claridad.
Ya
desde la primera lectura la alegría es la palabra clave. La alegría que iba
unida al anunció al pueblo cuando era
proclamado un nuevo rey en Sión, la usa ahora el Profeta para anunciar la
inauguración de un nuevo reinado de Dios.
La inminencia del retorno de los exiliados, y el anuncio de paz
subsiguiente, serán los signos perceptibles de la acción divina.
Alegría por la manifestación del proyecto
de Dios. La Palabra de Dios, que había hecho surgir el mundo y el hombre,
acampa en el mundo y se hace hombre para dar a los hombres el poder ser y
llamarse “hijos de Dios”. Percibida “en otro tiempo” (2.a Lect.)
como una revelación del proyecto de Dios sobre el mundo y el hombre, acontece
ahora entre nosotros como salvación.
La primera lectura de Isaia (Is 52,7-10) 1,pertenece al Segundo Isaías.
El pueblo de Israel lleva ya 50 años de exilio en Babilonia, pero el rey Ciro
va a ser el instrumento de esperanza que Dios Yahvé va a ofrecer al Pueblo
escogido. El profeta consuela al pueblo
triste exiliado y narra un canto a la esperanza. Es un sueño pero un sueño que
se hará realidad. El mensajero canta la " Buena Noticia ",
de la paz y de la salvación.
El Profeta mensajero de la Buena Nueva describe
de una manera imaginaria todo este movimiento interior que suponen los nuevos
acontecimientos. Al final de este movimiento, que usa los valles que se llenan
y las montañas que se allanan, como acceso hacia la ciudad deseada de
Jerusalén, al final de todo esta Yahvéh,
que les espera como centro de culto en el Templo. El profeta invita al pueblo
de Dios a que descubra el rostro de Yahvé, que consuela y rescata de la
esclavitud. Este reinado de Dios que salva y rescata es una acción personal
"de su santo brazo". Esta victoria y "salvación " se
extenderá hasta los últimos límites de la tierra. Toda la tierra verá la
salvación de Dios. Navidad es la Profecía hecha realidad hoy en
Jesús que nace.
Este pasaje del Segundo Isaías es uno de los más
antiguos donde expresamente se hace una reflexión sobre "la buena
noticia", "la buena nueva ", conectando con su procedencia de la
Palabra de Dios. Podemos distinguir varias acepciones de la
palabra. Tenemos la palabra de vanguardia que anuncia la liberación, de los
centinelas que anuncian estas palabras a otros y las convierten en palabras
oficiales y la palabra que es comentario de la ciudad al hablar del hecho de la
liberación.
El responsorial de hoy es el salmo 97 (Sal 97,1.2-6),
es un himno al Señor rey del universo y de la historia (cf. v. 6).
El salmo comienza con la proclamación de
la intervención divina según la fórmula clásica invitando a la alabanza y
enunciando el motivo, dentro de la
historia de Israel (cf. vv. 1-3). Se define como «cántico nuevo» (v. 1), que en
el lenguaje bíblico significa un canto perfecto, pleno, solemne, acompañado con
música de fiesta. Las imágenes de la «diestra» y del «santo brazo» remiten al
éxodo, a la liberación de la esclavitud de Egipto (cf. v. 1).
Las victorias de Dios son acciones
salvadoras en la historia: el brazo de Dios se manifiesta con poder
irresistible. Y la victoria, ganada para salvar a un pueblo escogido, es
revelación para todas las naciones; porque es una victoria justa, es decir,
salvadora del oprimido y desvalido (V.2).
Esta victoria histórica no es un hecho
particular, sino un punto en una línea coherente de amor: el Señor es fiel a sí
mismo, se acuerda de su fidelidad. Su amor por Israel es revelación para todo
el mundo.la alianza con el pueblo elegido se recuerda mediante dos grandes
perfecciones divinas: «misericordia» y «fidelidad» ( v.
3). Resuena repetidamente el nombre del «Señor» (seis veces), invocado como
«nuestro Dios» (v. 3). Estos signos de salvación se revelan «a las naciones»,
hasta «los confines de la tierra» (vv. 2 y 3), para que la humanidad entera sea
atraída hacia Dios salvador y se abra a su palabra y a su obra salvífica.
En la segunda estrofa: intermedio
orquestal con aclamaciones del pueblo al Señor Rey (vV.
4-6). En efecto, además del canto coral, se evocan «el son melodioso» de la
cítara (cf. v. 5), los clarines y las trompetas (cf. v. 6).La acogida
dispensada al Señor que interviene en la historia está marcada por una alabanza
coral: además de la orquesta y de los cantos del templo de Sión (cf. vv. 5-6),
participa también el universo, que constituye una especie de templo cósmico.
La segunda lectura inicio de Hebreos (Hb 1,1-6) se presenta
como visión sintética de toda la
revelación divina, contraponiendo la del Antiguo Testamento, en que Dios habló
repetidas veces y en varios modos por
los profetas, y la del Nuevo Testamento, en que nos habló por su Hijo, cuyas prerrogativas se cantan.
Son, pues, dos
las ideas fundamentales: la de contraste entre las dos revelaciones, Antigua y
Nueva Alianza (v.1-2a), y la de canto a las excelencias del Mediador de la
Nueva (v.2b-4). Esa idea de contraste, diversamente matizada, aparece con
frecuencia en los escritos del Apóstol (cf. 1 Cor
10:11; 2 Cor 3:6; Gal 4:3-4); siempre, sin embargo,
en línea de continuidad, pues es uno y mismo Dios el autor de ambas
revelaciones. En el presente caso, el contraste parece estar en que para la
antigua revelación, que se fue haciendo fragmentariamente (ττολυμερώς)
y de muy variados modos (ττολυτρόπωβ),
Dios se valiσ de los profetas, simples siervos
suyos; mientras que para la nueva se valió de su mismo Hijo en persona (cf.
Mc 12:2-6).
En cuanto a la
segunda idea, se trata, en realidad, de una cristología abreviada, con
enumeración de los principales títulos o excelencias de Jesucristo, formando
todo un período armónico, cuyos miembros van enlazándose rítmicamente. Algunos
de esos títulos miran directamente a su divinidad, tales como "esplendor
de la gloria" del Padre , “impronta de su sustancia” ; otros miran mαs bien a sus relaciones con el mundo creado, tales
como “heredero de todo” , “por quien hizo el mundo” “sustentando todas las
cosas con su poderosa palabra”, “habiendo realizado la purificación de los
pecados”, “se sentó a la diestra., hecho tanto mayor que los ángeles, cuanto
heredó un nombre más excelente que ellos".
De estos
títulos, fijémonos en algunos de ellos . Primeramente,
los dos relativos a su divinidad: esplendor., impronta. (v.3). Se trata
de dos metáforas inspiradas sin duda alguna en Sab
7:25-26, hablando de la Sabiduría de Dios. Con ellas, aplicadas a
Jesucristo, se expresa, en lo que es posible hacerlo al lenguaje humano, la
relación de origen o procedencia del Hijo respecto del Padre y su consustancialidad con El, del cual, sin embargo, se
distingue. El término "gloria" designa aquí la majestad radiante de
la divinidad y objetivamente es lo mismo que naturaleza divina; de esta
"gloria," con que brilla el Padre, es el Hijo una irradiación, un
destello, luz de luz, como decimos en el Credo. Dicho bajo otra
imagen, es "impronta" o marca de la sustancia divina, algo así como
la impronta o marca producida por el sello en la cera blanda. Aunque con
términos distintos, la idea es la misma expresada ya por el Apóstol en 2 Cor 4:4 y Col 1:15.
En cuanto a
los títulos que competen a Jesucristo en su relación con el mundo, son ideas
expresadas ya también por el Apóstol en otros lugares. Se comienza diciendo que
Dios le constituyó "heredero de todo," es decir, dueño soberano de
todas las cosas (v.a). No que el Padre haya de
abdicar de su patrimonio, sino que el Hijo tiene sobre
el patrimonio del Padre, el universo entero, pleno y absoluto dominio, igual
que el Padre, que, como eterno, no se muere. Este dominio le compete desde
siempre a Jesucristo, en razón de su naturaleza divina, pero, en razón de
su naturaleza humana, le ha sido concedido en el tiempo; en realidad, desde el
momento mismo de la encarnación, aunque su plena manifestación sólo
comienza a partir de su exaltación gloriosa, entronizado como rey universal,
sentándose a la derecha del Padre (cf. Rom 1:4; Ef i,20; Flp
2:9-11). Es lo que también se deja entrever poco después, hablando de que,
"después de haber realizado la purificación de los pecados," es
decir, de haber llevado a cabo la obra redentora, "se sentó
a la diestra de la Majestad en las alturas" (v.3). El término
"Majestad" sustituye aquí a Dios, modo de hablar que parece era
entonces frecuente entre los judíos (cf. 8:1), como lo es también hoy para
designar al Rey, al igual que lo es el término "Santidad" para
designar al Papa. Con esa expresión se indica que Jesucristo entra a
participar de la soberanía real del Padre y de su misma gloria.
Otro título
manifestativo también de la grandeza de Jesucristo es: "por quien Dios
hizo el mundo” (v.2), indicando la totalidad de las cosas creadas (cf. 11:3; Sab 13, 9; 18:4), equivaliendo prácticamente al "cielo
y tierra" de Gen 1:1. Pues bien, sabemos que la creación, como toda
operación divina ad extra, es común a las tres divinas personas, y
conviene tanto al Padre como al Hijo, como al Espíritu Santo, si bien cada una
interviene conforme a su propiedad personal. En qué sentido haya de entenderse
ese "por (δια) quien,” que es
como interviene el Hijo, ya lo explicamos al comentar Col 1:16, donde recurre
la misma expresiσn. Igualmente explicamos
entonces en qué sentido las cosas "subsistan en El" (Col 1:17),
expresión que equivale a la aquí empleada de "sustentar todas las cosas
con su poderosa palabra" (v.3).
El término
"palabra" indica aquí expresión de voluntad y manifestación de poder
(cf. 11:3; Gen 1:3; Sal 33:6), dando a entender que puede hacerlo sólo con
decirlo, en contraposición a quienes no podrían hacerlo sino trabajosamente.
Como
conclusión de esta especie de prólogo, en que se cantan las grandezas de
Jesucristo, el autor de la carta hace notar su inmensa superioridad sobre los
ángeles (v.4), los ministros de la antigua revelación (cf. Gal 3:19; Act 7:53), con lo que hábilmente prepara la transición a lo
que sigue, sin solución literaria de continuidad. La superioridad sobre los
ángeles, aunque bajo otra terminología, está también expresada en Ef 1:21 y Col 2,io403.
El "nombre" que Cristo hereda es el "nombre sobre todo
nombre," de que se habla en Flp 2:9-11, y
equivale prácticamente, según el modo de hablar semítico, a dignidad o rango
sobre todos los demás: es la dignidad o rango de señor y soberano universal,
cual corresponde al heredero del Padre. La única diferencia con Filipenses es
que allí ese "nombre sobre todo nombre" se concreta en
"Señor," mientras que aquí en Hebreos se concreta en "Hijo de
Dios" (ν.5), con lo que se insinϊa,
además del aspecto de elevación y grandeza, el aspecto de relación al Padre
(cf. 1:5-14) y de relación a los hombres (cf. 2:10-18).
El texto trata
de hacer ver, a base de textos de la Sagrada Escritura, la inmensa
superioridad de Jesucristo sobre los ángeles, tesis que quedó ya enunciada en
el último versículo del prólogo (cf. v.4). Se pretende ilustrar esta
superioridad con palabras del texto bíblico; tanto más que, como es normal en
los autores sagrados del Nuevo Testamento, todo en la antigua obra lo ven
ordenado por Dios para que sirviera de preparación al cristianismo, la época de
"plenitud," a la que Dios apuntaba ya desde un principio en todas
sus realizaciones (cf. 1 Cor 10:11; Gal 4:24; Col
2:17).
Fijémonos en
algunas de estas citas en apoyo de la superioridad de Cristo sobre los ángeles.
Las dos primeras (v.5) están tomadas de Sal 2:8 y 2 Sam 7:14, respectivamente.
Ambas son aplicadas a Jesucristo, a quien Dios llama "Hijo," cosa que
jamás hizo con los ángeles. El texto es mesiánico, pero en su sentido literal
histórico no se refiere exclusivamente al Mesías, sino a la providencia
"paternal" que Dios promete tener con la dinastía davídica en
general, a la que castigará si fuese culpable, pero no apartará de ella su
misericordia, como hizo con Saúl. Sin embargo, la cita está perfectamente
justificada, pues es en el Mesías, mirando al cual promete Dios esa especial
predilección a la dinastía davídica, donde tendrán pleno cumplimiento esas
palabras.
La cita
siguiente (v.6), para indicar que los ángeles están sometidos a Cristo, está
tomada de Sal 97:7. La cita se hace con perspectiva mesiánica.
El evangelio de hoy (Jn 1,1-18), es el prólogo del evangelio de Juan en el que se
identifica a Jesús con la Palabra, "el Logos" griego “La Palabra se hizo carne y
acampó entre nosotros”. La
enseñanza de Juan el Bautista, el hombre enviado por Dios y testigo de la luz,
nos conduce al encuentro con Jesús, "luz verdadera que alumbra a todo
hombre".
La
Palabra de Dios recorrió un largo proceso en su acercamiento a los hombres. La
hemos contemplado presente en la Creación. La vemos, como señala la Carta a los
Hebreos, a lo largo de la historia del pueblo de Dios, al cual Dios ha hablado
en distintas ocasiones por medio de los profetas. En la etapa final de la
historia nos ha hablado por el Hijo, la luz verdadera. Pero lo más grave es que
los hombres prefirieron las tinieblas a la luz. Rechazaron la claridad para
vivir en la oscuridad.
"Y la Palabra se hizo carne, y acampó entre nosotros..." (Jn
1, 14).
El “Logos” dice el texto original griego, que traduce el término hebreo “Menrah” y que la versión latina traduce por “Verbum”. En
castellano siempre se dijo el Verbo. Ahora se traduce por Palabra en un afán de
hacer más comprensible ese concepto joánico que intenta dar un nombre al
Inefable, que precisamente por serlo escapa a nuestras posibilidades de
comprensión y por tanto de nominación. De todas maneras el misterio sigue
envolviendo a este Dios que nos nace en Belén como un niño...
Él se hizo carne en el
seno virginal de Santa María. Sí, carne, “sarx” en
griego, “bashar” en hebreo. Un niño de carne, como
cualquier otro niño, pequeño y torpe, inerme y blando, casi ciego, el pelo
raído y escaso, desvalido y hambriento...
Dice
San Agustín, "la Palabra de Dios se ofrece a todos; cómprenla quienes
puedan. Pueden todos los que piadosamente lo quieren. En esa Palabra se
encuentra la paz; y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad. Por
tanto, quien quiera comprarla, que se dé a sí mismo. Él es como el precio de la
Palabra, si es posible expresarse así; quien lo da no se pierde a sí mismo, a
la vez que adquiere la Palabra por la que se da, y se adquiere a sí mismo en la
Palabra por la que se da. ¿Qué da la Palabra? Nada que no pertenezca ya a aquella
por quien se da; antes bien, se devuelve a la Palabra para que ella rehaga lo
que por ella fue hecho" (Sermón 117, 1-5).
Para nuestra vida
En este día de Navidad
celebramos un hecho histórico y cargado de muchos sentimientos y contenido: ¡Dios
nos hace partícipes de su naturaleza divina!. Sin
vivir en el cielo, ya desde ahora, podemos besar, adorar, embelesarnos y tocar
la humanidad de Dios y, por lo tanto, también su divinidad. En la Navidad
celebramos que Dios, se aproxima tanto, que derrumba fronteras, abaja orgullos
y recompone este mundo nuestro. Otra cosa, muy distinta, el que ese mundo esté
dispuesto a reconstruirse o quedarse en el “todo va bien”.
Hoy expresamos nuestra
comunión y amistad con Jesús. Y, al entrar en contacto con El sentimos que Dios
forma parte de nuestra historia, no nos abandona, comparte nuestra condición
nos hace dioses. ¿Misterio? ¿Imposible de comprender y abarcar todo esto? Hoy,
la fe, entra por la vista, por el gusto, por el oído, por el tacto y hasta por
el olfato. ¡Has venido, Señor, y nos basta!
Hemos venido, como los
pastores, derechos a Belén. ¿Y qué hemos descubierto? Ni más ni menos el
gigantesco y colosal amor que Dios nos tiene. Dios se ha hecho fiador. Dios
rompe moldes. Dios deja su comodidad y en Belén se nos da. Y lo hace por amor.
¡Dios nos ama! Y, esa
afirmación, no es poesía, no es frase que se escribe tímidamente en una pared.
Significa mucho más: ¡Dios se compromete con nuestra causa! ¡Dios viene a
salvarnos! ¿Cómo? Lo hace metiéndose en nuestra piel.
La Navidad no es un
disfraz con el que, Dios, llega a la humanidad para hacerse el simpático. La
Navidad, el Nacimiento de Jesús, es la apuesta más arriesgada de un Dios
(Omnipotente y Excelso) que desciende al encuentro y al rescate de la humanidad.
La Navidad es el momento
en el que conmemoramos los cristianos el hecho inaudito y asombroso: la
encarnación de Dios en el hombre Jesús de Nazaret. Cristo no vino, ni
principal, ni preferentemente, para echarnos en cara nuestra equivocación y
nuestro pecado, sino para mostrarnos con su vida, muerte y resurrección el
único y verdadero camino que puede reconducirnos hacia nuestro Padre Dios.
En estos tiempos, recios
y contradictorios, de luchas y de crisis, de preocupaciones y falta de
motivaciones para vivir un Niño nos ha nacido para que recuperemos las ansias
de vida, de salvación, de eternidad, de Dios. Y, ese Niño, tiene un nombre:
¡Jesús!
La Palabra –además de
escucharse- se ve, toma forma, se hacer carne. Sin grandes campañas de
presentación ni grandes medios a su alcance.
Hoy, en la humildad, en
silencio pero con muchísimo amor….nos ha nacido el Salvador.
En este día, se trata
del Niño, del único Niño. Del Hijo de Dios que se hizo hombre, de su
nacimiento. Todo lo demás o vive de ello o bien muere y se convierte en
ilusión. Navidad quiere decir: Él ha llegado, ha hecho clara la noche. Ha
hecho de la noche de nuestra oscuridad, de nuestra ignorancia, de la
noche de nuestra angustia y desesperación una noche de Dios, una santa noche.
Eso quiere decir Navidad. El momento en que esto sucedió, realmente y por
todos los tiempos, debe seguir siendo realidad, a través de esta fiesta,
en nuestro corazón y en nuestro espíritu.
La primera lectura es uno de los pasajes más entusiastas y
exultantes que se han escrito"¡Qué hermosos
sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae la buena
nueva...!" (Is 52, 7). Al mismo
tiempo tienen sus palabras un sabor de tiempos antiguos y de paisajes bíblicos,
se enmarcan perfectamente en aquellos escenarios de colinas y de montañas, en
aquel ambiente de guerras interminables y crueles... La paz era tan deseada que
la gente, cuando llega su anuncio por boca de los mensajeros, se llena de
alegría y canta gozosa a los que la hicieron posible. Isaías con su sentido plástico se fija en los
pies de quien trae la Buena Nueva, resumida en Palabras de Dios que proclaman e
interpretan los acontecimientos históricos del tiempo desde una perspectiva de
Dios que está presente en la liberación de su pueblo, de la que Él mismo es la
causa. Lo esencial es el hecho, el evento mismo visto y proclamado desde una
perspectiva divina. Es así cuando se convierte esta palabra en Buena Nueva, en
"Evangelio". Es la misma labor de la Iglesia con relación a la palabra
de Dios. Lo importante no es la Palabra de la Iglesia, sino el
hecho, el evento, el acontecimiento histórico de la vida, muerte y resurrección
de Jesús, Palabra de Dios. La Iglesia no proclama solo su Palabra.
La Iglesia proclama la palabra básica y esencial de una persona: Jesús que ha
venido a salvarnos.
La
insistencia de Isaías nos sirve también a nosotros :
"Escucha: tus vigías gritan, cantan a coro, porque ven cara a cara al
Señor, que vuelve a Sión." Ver cara a cara al Señor es participar en su
llegada, o en su vuelta. Es la presencia inmediata, absolutamente, cercana del
Dios que acaba de llegar. “Los
confines de la tierra verán la victoria de nuestro Dios”. Esta realidad la
celebramos ahora en Navidad. El nacimiento del “Enmanuel”
Dios con nosotros.
Como cristianos estamos llamados a
ser receptores y anunciadores de la “Buena Noticia”.
Desde el salmo responsorial surgen unas preguntas. ¿en
qué momentos y con qué gestos demostramos que adoramos a Dios?. ¿en algún momento expresamos, nos sentimos y queremos ser
simplemente adoradores?
La segunda lectura nos recuerda que los cristianos somos herederos de
una tradición de proclamación de la Palabra revelada. "En distintas
ocasiones y de muchas maneras habló Dios..." (Hb 1,1).Es cierto. A lo largo de
toda la Historia Dios no ha dejado de hablar a los hombres. Y es lógico que así
haya sido, si tenemos en cuenta que Dios es nuestro Padre y nos ama. Cuando una
persona ama a otra, le gusta comunicarse con ella, le transmite sus deseos y le
descubre sus sentimientos, le expresa sus temores y sus esperanzas, le
manifiesta sus quejas y sus satisfacciones... Dios nos sigue hablando, de otra
manera quizás, pero nos sigue amando y, por consiguiente, sigue comunicándose
con nosotros.
En los tiempos remotos
eran los profetas, los voceros del Señor, quienes hablaban a los hombres de
parte de Dios. Luego vino el Hijo de Dios y se hizo hombre. Así pudo el Señor
hablar con nuestras mismas palabras, usar nuestro lenguaje, comunicarse
directamente con los que convivieron con él... Luego él se marchó, pero dejó a
sus apóstoles para que trasmitieran sus palabras, de tal modo que quienes les
escuchan, es igual que si escucharan al mismo Jesús, según aseguró el Señor en
más de una ocasión.
El evangelio (
Juan 1: 1-18) nos presenta un prólogo que es una especie de Evangelio o
Buena Nueva hecha en un resumen teológico desde la mente de Juan y de su
comunidad primitiva. Hay un
progreso de Revelación desde el principio hasta el fin. Se nos dice
explícitamente que esta Palabra es el Hijo de Dios (vv.14 y 18) y que el Dios
del que se ha venido hablando desde el principio es el Padre.
Es todo un misterio desvelado y revelado para una
mayor comprensión nuestra, hecha por Juan:
a.
Es una Palabra Divina: No solo está junto a Dios sino que ella misma es Dios
pues existía desde el principio. Esta Cristología de Juan en el Prólogo es la
misma que Pablo usa en sus cartas y es la más desarrollada de todo el Nuevo
Testamento. No se remonta hasta la infancia de Jesús, como hacen Mateo y Lucas,
sino que se remonta hasta su preexistencia.
b.
Es Palabra creadora: Todo existe gracias a ella y por ella. Y parte de
esta creatividad es que no solo transmite la vida, sino que ella misma es la
vida que se identifica con la luz. En el Evangelio Jesús dirá: "Yo soy la Luz del mundo" y también
"Yo soy la vida". Y lo manifestará con signos y señales abundantes,
con portentosos milagros.
c.
Es Palabra rechazada: El mismo Prólogo lo hace constar. Ha sido una Palabra que
no han podido apagar las mismas tinieblas. Ha habido rechazo, ya que los suyos,
que "no la recibieron", como la de tantos otros que en acto de
autosuficiencia se han negado a abrazar este signo vital.
d.
Es Palabra recibida: Los que oyen esta palabra serán sus discípulos, y a estos
les dará el honor de ser Hijos de la Luz, Hijos de Dios.
e.
Es Palabra testimoniada: Jesús va a ser el testigo principal de esta palabra y
otros le seguirán como discípulos. El testigo reconoce perfectamente bien su
función subordinada. Su vida es un continuo contraste con esta palabra que hace
de espejo donde se refleja la propia vida con todos sus actos. (v.15).
f.
Es Palabra iluminadora: (v. 9) De este mundo al que Dios ha enviado su
Palabra. Un mundo individual y colectivo, que acepta o rechaza este
don de Dios. Hay en este mismo Prólogo símbolos que han sido preferidos por
Juan para manifestar más claramente el contraste de las dos realidades.
Es un dualismo claro: luz y tinieblas, bien y mal, vida y muerte, arriba y
abajo. Pero aunque hay contraste, los términos y los resultados no
son iguales: Al final la luz vence a las tinieblas, la vida vence a la muerte,
la gracia al pecado.
¿Cómo
recibimos nosotros la Palabra? Ella acampa entre nosotros,
toma nuestra condición, "se hace hombre para divinizarnos a
nosotros". Ahora Jesús viene a nosotros y podemos descubrirle en los
pobres y necesitados. Muchas veces no le queremos ver cuando llama a nuestra
puerta, le rechazamos como fueron también rechazados José y María. Este el gran
drama del hombre: el rechazo de Dios y del hermano. Es significativo ver cómo
tuvieron que ir fuera de los muros de la ciudad, cómo los primeros que se
dieron cuenta del nacimiento de su hijo fueron los excluidos de aquella época,
los pastores, quienes, eran mal vistos porque nunca participaban del culto como
los demás y vivían al margen de los demás. O más bien eran ellos marginados por
los poderosos. Su trono fue un pesebre, su palacio un establo, su compañía un
buey y una mula… ¡Por algo quiso Dios que fuera así!
¿Qué le podemos traer nosotros hoy a este Jesús que
nace de nuevo?:
a.
Un amor sencillo como el de un niño: Quizá todos nosotros nos sintamos en el
día de hoy como niños. Hemos pasado tantas horas alrededor de ellos, como
padres, abuelos, tíos, muchos de nosotros, que este pudiera ser uno de los
sentimientos que estuvieran presentes en nuestro corazón. También recordamos
que el Reino de los cielos es de los que tienen esta actitud sencilla, de
abandono ante un Dios, que es Padre y Madre de todos, y que nos ha hecho sus
hijos por plena gracia.
b.
Una promesa de mayor fidelidad: La meta de nuestra vida es ser FIEL a Dios,
para agradarle a Él que por ser Dios merece nuestra alabanza y nuestro
servicio. En las alegrías y en las tristezas de la vida. Que cuando la
vida cambie, y las tempestades lleguen,. y los sufrimientos y enfermedades vengan, o las pruebas de
todas clases nos acechen por el camino de la vida, o la misma muerte… que en
medio de tales pruebas, hayamos aprendido a ser FIELES. Como Jesús.
c.
Una promesa de SERVIR: Bien puede ser esta un regalo a Dios, en humildad. El
más grande entre nosotros ante los ojos de Dios, es el que se convierte en
siervo de los demás. Un servicio sobre todo al pobre, al marginado, al
refugiado, al que busca la vida dejando atrás a sus familias. Que
puedan encontrar en nosotros HOSPITALIDAD. Que en su cara de hambrientos y
pobres, podamos ver el rostro quebrantado de Jesús. Ahí se realiza
su Reino.
Hoy, día de Navidad, más conectados con la realidad de
Dios que sigue viviendo e inspirando al establecimiento de su Reino final,
escatológico, podemos ver el contraste entre lo que es pura realidad y lo que
es pura fantasía o simple decoración.
Rafael
Pla Calatayud.
rafael@sacravirginitas.org
No hay comentarios:
Publicar un comentario