Comentarios a las lecturas
del día de la Natividad del Señor, 25 diciembre de 2015
En este Año de la Misericordia,
la Navidad, nos hace comprender perfectamente lo que es este Año Jubilar: el
Encuentro con Dios en Belén (lo da todo) y el re-encuentro de nosotros con la
humanidad.
Que sea, el Señor, bienvenido a
esta tierra llena de muchos contrastes y tan necesitada de paz y de esperanza.
Una paz que, por sí mismo, el mundo no puede lograr y una esperanza que, el
mundo en sí mismo, es capaz de asegurar. ¡Cómo no dar gracias a DIOS que, en su
gran misericordia, toma la condición humana! ¡Cómo no
mirar hacia el cielo y, comprender, que las puertas de ese cielo se abren para
venir hasta nosotros en forma de misericordia: Dios, en Cristo, nos redime de
nuestras esclavitudes y pecados que nos van destruyendo en lo mejor que Dios ha
depositado en nosotros.
Las palabras del profeta: "Qué hermosos son sobre los montes los pies
del mensajero que anuncia la paz, que trae la Buena Nueva, que pregona la
victoria, que dice a Sión: ¡Tu Dios es rey!" ,
coincide con la definición de Hijo de Dios que da tanto el autor de la Carta a
los Hebreos como San Juan en la introducción a su Evangelio hace. Isaías con su
sentido plástico se fija en los pies de quien trae la Buena Nueva. Pero va a
insistir. Añade: "Escucha: tus vigías gritan, cantan a coro, porque ven
cara a cara al Señor, que vuelve a Sión." Ver cara a cara al Señor es
participar en su llegada, o en su vuelta. Es la presencia inmediata,
absolutamente, cercana del Dios que acaba de llegar. Sobre este aspecto inciden
los tres textos proclamados.
La primera lectura esta tomada de Isaías (Is 52, 7-10). En ella Isaías presenta el final del exilio.
El texto es
uno de los himnos gozosos del Segundo Isaías anunciando el retorno de los
exiliados de Babilonia a Jerusalén, y tiene la forma de un anuncio de
restauración dirigido a la ciudad devastada.
Desde el país
de exilio, de monte en monte, un mensajero va transmitiendo la voz, el gran anuncio.
Este anuncio se sintetiza en: la "paz", que es la plenitud de todos
los bienes; la "buena nueva" (en griego, "evangelio"), que
es lo que uno tiene ganas de oír para ser feliz, la noticia más esperada; la
"victoria", que es la liberación de toda opresión; y finalmente, lo
que es la causa de todo: que "tu Dios es rey", él es el que conduce
la historia a favor de su pueblo.
Escuchar este
mensaje es una gran alegría, y lo es más aún cuando los centinelas de la ciudad
devastada también se unen a él: el retorno de los exiliados que ya se ven
llegar significa que realmente, definitivamente, el Señor vuelve a estar
presente en su ciudad. Ver el retorno es ver cara a cara al Señor mismo que
vuelve.
El profeta,
entonces, entusiasmado, entona un cántico dirigido a las ruinas de Jerusalén,
convocadas también a gritar de alegría porque el Señor reconstruye su pueblo y
su ciudad. Y acaba proclamando que esta obra maravillosa de Dios es un anuncio
de salvación que se dirige a todos los pueblos de la tierra.
El pueblo de Israel ha experimentado
en propia carne la llaga mortal del exilio. Se hace necesaria una mano amiga
que ayude algo, que levante el ánimo del creyente que flaquea. La caravana ha
partido de Mesopotamia, y el poeta hace ver el momento tan ansiado de la
llegada del mensajero, que ya está atravesando las colinas del norte de la
ciudad. Una nueva era de paz y libertad comienza: el mensajero trae la buena
noticia de la liberación de Israel. A este anuncio se unen los gritos de los
vigías que custodian las ruinas de la ciudad. La intervención de Dios no puede
dejar a nadie indiferente. Su victoria debe alcanzar a todos los confines de la
tierra. Es un mensaje de alegría para un pueblo abatido y sin horizontes: ¡Dios
vuelve! Mensaje para el que se siente desanimado: ¡Dios sigue entre los que
creen!
"Escucha, tus vigías
gritan, cantan a coro..." (Is 52, 8)."Porque
ven la cara del Señor, que vuelve a Sión", sigue diciendo Isaías.
El interleccional de hoy es el salmo 97 (Sal 97,1.2-3ab.3cd-4.5-6), Himno de alabanza a Dios.
R/. Los confines de la tierra han
contemplado la victoria de nuestro Dios
El Salmo 97, es uno de estos cantos de
alabanza a Yahvé, rey del mundo, cuya actuación no es sino una serie de
maravillas y portentos en favor del hombre y del pueblo de Israel. Está
influenciado, como todos los de su grupo (salmo 46, 92, 95-98), por el Segundo
Isaías en sus miras universalistas, en su concepción de las nuevas realidades
que se acercan para Israel, en su jubilosa visión del mundo como escena de la
actuación de Dios y eco de su alabanza.
La acción de gracias de la primera lectura
también resuena, en el Salmo 97 que hoy recitamos, en las que el triunfo de
Dios aparece como una activa esperanza. Quien escucha este himno se ve animado
a una seria colaboración con el Dios que actúa en la historia y se preocupa del
hombre.
La segunda lectura es el inicio de la Carta a los
Hebreos (Hb1, 1-6)
La exhortación a los
"Hebreos" comienza con una solemne afirmación: el Dios de nuestros
padres ha hablado. Dios se manifiesta, se da a conocer por su palabra. El soplo
de Dios, su Espíritu, se hace sonido. Antaño, en la voz de los profetas. En
esta etapa final de la historia, señala la carta a los Hebreos, nos ha hablado
por su Hijo, que se acerca a nosotros para liberarnos.
Esta es la palabra eterna del
Padre, hecha hombre, la manifestación luminosa de la gloria del Padre y la
impronta de su ser.
Las distintas manera con que Dios se reveló antes se han unificado en
Cristo, han llegado a plenitud en la venida de quien es mayor que cualquier
profeta. Quien ve a Jesús ve a Dios.
Cristo nos revela el misterio
de Dios. Por eso, la entrada del Hijo en la historia de los hombres lleva los
tiempos a "su plenitud".
El Hijo, la suprema y
definitiva manifestación de Dios al mundo, es Jesús de Nazaret. La afirmación
de que él ha heredado un "nombre" superior a los ángeles introduce el
tema de la primera parte de esta carta: Jesús, Hijo de Dios y hermano de los
hombres.
La última frase del texto de hoy
"Adórenlo todos los ángeles de Dios" (Hb 1,
6).nos recuerda el relato de anoche leído en la Misa del gallo en el que los pastores se llenaron
de asombro ante la voz de los ángeles en las cercanías de Belén. Hoy aquel
lugar se llama Campo de pastores y una pequeña iglesia conmemora el hecho,
junto a una gruta, utilizada en tiempos de Cristo para guarecerse del frío del
invierno. Ellos creyeron el anuncio de los ángeles y fueron presurosos y
alegres al portal de Belén, llenando los caminos de coplas sencillas, mientras
allá arriba los ángeles cantaban "Gloria a Dios en las alturas y paz en la
tierra...". Los ángeles siguen cantando y nos anuncian el nacimiento del
Hijo de Dios.
Como todos los años el
evangelio de este día es el inicio del prologo de San Juan (Jn 1, 1-18). Nos presenta a la Palabra de
Dios como una realidad sensible y tangible. La realidad de la presencia de Dios
ha comenzado a incidir históricamente en los hombres con el comienzo de la vida
de Jesús: este suceso constituye el momento decisivo de la historia de la
salvación; lo testimonian los cristianos. La palabra "carne" designa
en Juan todo lo que constituye la debilidad humana, todo lo que conduce a la
muerte como limitación del hombre. Desde el momento de la venida del Hijo al
mundo en la debilidad de la "carne", realiza la presencia de Dios
entre los hombres. El cuerpo de Jesús se convierte, por su muerte y su resurreción, en el templo de la presencia de Dios.
La
encarnación no es ninguna apariencia: por la experiencia de nuestro ser de
hombres es como hemos de acercarnos a Dios, a Jesús. La revelación definitiva
de Dios tiene rostro humano. Es una realidad cercana a los hombres. Ha puesto
su tienda entre nosotros. Desde el momento de la venida del Hijo al mundo en la
debilidad de la "carne", realiza la presencia de Dios entre los
hombres.
Dios se acerca a los hombres
hasta el punto de hacerse uno de ellos: "carne". Esta fórmula de
Juan, "la palabra se hizo carne", es una afirmación del misterio de
la encarnación del Hijo; del paso de la existencia eterna de la palabra de
Dios, al comienzo de su existencia histórica y de su aparición en el mundo.
Pero no es ésa la intención
principal del evangelista. Juan intenta, sobre todo, destacar que Jesús de
Nazaret, palabra de Dios hecha carne, no es una apariencia, una sombra o un
fantasma.
La revelación definitiva de
Dios tiene rostro humano. Es una realidad cercana a los hombres. Ha puesto su
tienda entre nosotros.
El es la verdad y la vida de
Dios hecha carne. Ama, cura, perdona. Vive y sufre como un hombre entre los
hombres. Todos pueden verlo y oírlo. Todos pueden creer en él, ver su luz,
beber su agua, comer su pan, participar de su plenitud de gracia y de verdad.
La comunidad cristiana lee solemnemente el prólogo del evangelio de Juan en la
fiesta del nacimiento del Señor. Se trata de proclamar la misericordia y
fidelidad de Dios, su gracia, que se han hecho realidad en Jesús. Que Dios no
actúa mediante favores pasajeros y limitados, sino con el don permanente y
total del Hijo hecho hombre que se llama Jesús, el Cristo.
Para nuestra vida.
Las palabras de Isaías, en las que
vemos como Dios consuela a los suyos, como los libra de la esclavitud "Romped a cantar a coro, ruinas de
Jerusalén, que el Señor consuela a su pueblo, rescata a Jerusalén"
vuelven a resonar hoy en nuestros oídos pues también nosotros tenemos motivos
para estar a alegres en el día de la Navidad y romper a cantar. Dios ha nacido
para redimirnos. Es un Niño de carita morena y ojos grandes, de mirada inocente
y alegre.
El que cree en el mensaje piensa que
la restauración de una sociedad en ruinas y en crisis económica es posible. Es
el mensaje para el creyente de hoy en esta Navidad.
La paz, el evangelio, la
victoria, la acción poderosa de Dios, que se hicieron presentes en el
retorno del exilio para el pueblo dispersado y la ciudad devastada, ahora, con
la venida de Jesús, se hacen realidad plena para la humanidad entera
dolorida y para todas las devastaciones que hay en el mundo.
Claro es el mensaje de la Carta
a los hebreos. “En distintas ocasiones y de muchas maneras habló Dios
antiguamente a nuestros padres por los profetas. Ahora, en la etapa final, nos
ha hablado por el Hijo”. Cristo es la Palabra visible del Dios
invisible. Esta Palabra debe ser vida y luz para nosotros. Celebrar la Navidad
es celebrar la vida y la luz de Dios en nuestro mundo. Sin la vida y sin la luz
de Cristo vivimos en un mundo de tiniebla y desorientación.
La vida de Dios, la luz de Cristo, no
se nos impone forzosamente, podemos rechazarla. Pero si la aceptamos, si nos
dejamos inundar por la vida y la luz de Cristo, comenzamos a vivir como hijos
de Dios, como hermanos del mismo Cristo que vive y alumbra en nosotros.
Celebrar la Navidad en cristiano es celebrarla como hijos de Dios y como
hermanos de Cristo. Esta celebración nos compromete a que Dios se encarne en
nosotros, a través de Cristo.
Como
comunidad cristiana leemos solemnemente el prólogo del evangelio de Juan en
la fiesta del nacimiento del Señor.
Se trata de proclamar la misericordia y
fidelidad de Dios, su gracia, que se han hecho realidad en Jesús. Que Dios no
actúa mediante favores pasajeros y limitados, sino con el don permanente y
total del Hijo hecho hombre que se llama Jesús, el Cristo.
“La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros,
y hemos contemplado su gloria: gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de
gracia y de verdad”. Hemos escuchado hoy en el evangelio, según
San Juan. Vamos a meditar esto con una cierta calma y reflexión. A Dios nadie
lo ha visto jamás, nos dice el evangelista. El Dios judío es un Dios
trascendente, invisible, siempre más allá de nuestras capacidades sensoriales.
Así lo afirmaron siempre Moisés y los profetas. Pero fue este mismo Dios
invisible el que un día decidió hacerse carne y acampar entre nosotros.
La Palabra, el Verbo, ya existía antes
de la encarnación, pero la Palabra en el principio estaba junto a Dios. Antes
de hacerse carne y acampar entre nosotros, la Palabra, el Verbo, era puro
espíritu, no cuerpo, era espiritual e invisible como el mismo Dios.
La Navidad, la encarnación, es el
primer momento en el que el Dios invisible se hace visible en la carne de un
hombre, en su hijo, en Jesús de Nazaret. Cristo es la impronta del ser de Dios,
nos dirá el autor de la carta a los Hebreos. A partir de la encarnación, Dios,
evidentemente, como puro espíritu que es, seguirá siendo invisible para
nuestros sentidos corporales, pero podremos ver un cuerpo en el que se ha
encarnado nuestro Dios, es el cuerpo de Cristo, la persona de Cristo, en la que
Dios se ha encarnado. Ver a Cristo será para nosotros ver a Dios.
Hoy es
el día en el que, cielo y tierra, se unen. Es el instante en el cual, la gloria
de Dios, regala a nuestro mundo aquello que tanto necesita: amor. ¿Sabremos ser
sensibles a este acontecimiento? ¿Nos dejaremos embargar por la emoción de
estas horas? ¿Iremos deprisa, como los pastores, dejando a un lado nuestros
cómodos valles para brindar homenaje al Rey de Reyes? ¿O tal vez nos quedaremos
en la orilla de la Navidad presos de otras luces y mensajes?
Hoy es
un día para felicitarnos. ¡Dios ha cumplido lo prometido! Ha nacido del seno
virginal de María, aquella que quedando para siempre virgen, se convierte en
Madre de Dios y Madre nuestra. ¡Qué gran Misterio! ¡Qué gran Sacramento! ¡Dios
en un pesebre, Dios humillado! ¡Cuánto! ¡Pero cuánto nos ama Dios para que nos
entregue, así y de estas formas tan sorprendentes, a su único Hijo!
Que al
contemplar al Dios Niño nuestras conciencias se vean interpeladas: el que es
Todopoderoso, entra al mundo por la puerta de la humildad. El que lo tiene
todo, aparece ante nosotros desnudo. El que, en el cielo habitaba entre ángeles
y triunfo, nace en el mundo en medio de la soledad, la indiferencia o la
frialdad. ¿Por qué nosotros –siendo menos que Dios- optamos por escoger las
puertas grandes, la opulencia o el afán de notoriedad?.
Rafael Pla Calatayud.
rafael@sacravirginitas.org
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